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UN SOMBRERO PARA EL OUTBACK
Las moscas en el Outback son horrendas. Los en¬jambres aparecen con los primeros rayos de sol. Infes¬tan el cielo, volando en bandadas ingentes. Tenían el as¬pecto de un tornado de Kansas, y sonaban igual.
Era inevitable que comiera y respirara moscas. Se me metían en las orejas y por la nariz, me arañaban los ojos e incluso conseguían penetrar entre los dientes hasta la garganta. Tenían un repugnante sabor dulzón cuando me daban arcadas y me atragantaba. Se me pe¬gaban al cuerpo, así que, al mirarme, parecía que llevaba una especie de armadura negra movible. No mordían, pero estaba demasiado ocupada sufriendo para darme cuenta. Eran tan grandes y veloces, y había tantas, que era prácticamente insoportabie. Lo que más sufría eran los ojos.
La gente de la tribu tiene un sexto sentido para de¬tectar dónde y cuándo aparecerán las moscas. Cuando ven u oyen a los insectos que se acercan, se detienen al instante, cierran los ojos y permanecen inmóviles con los brazos inertes a los costados.
De ellos fui aprendiendo a ver el lado positivo de casi todos los seres con los que nos topábamos, pero las moscas habrían sido mi perdición si no me hubieran rescatado. De hecho, fue la más penosa prueba que he soportado jamás. Llegué a comprender perfectamente que una persona cubierta por millones de patas de in-sectos en movimiento pudiera volverse loca. Por pura suerte no me sucedió a mí.
Una mañana me abordaron tres mujeres. Se acerca¬ron y me pidieron unos mechones de cabello, que pro-cedieron a arrancarme. Hace treinta años que me tiño el pelo, así que cuando me adentré en el desierto lo tenía de color castaño claro. Lo llevaba largo, aunque siem¬pre recogido. Después de las semanas de caminata, sin que me lo hubiera lavado, cepillado ni peinado, no sa¬bía qué aspecto debía tener. Ni siquiera habíamos visto una superficie de agua lo bastante clara como para que nos viéramos reflejados. Imaginaba tan sólo una masa enmarañada y sucia. Llevaba la cinta que Mujer Espíritu me había dado para que no me cayera sobre los ojos.
Las mujeres olvidaron su idea inicial cuando des¬cubrieron que bajo el pelo rubio me crecían raíces os¬curas. Echaron a correr para informar al Anciano. Éste era un hombre de mediana edad, tranquilo, de fuerte complexión, casi atlética. En el poco tiempo que había¬mos estado viajando juntos yo había tenido ocasión de observar cuán sinceramente hablaba con los miembros de la tribu y les daba las gracias sin vacilar por la ayuda que hubieran aportado al grupo. Era fácil de compren¬der por qué ocupaba el lugar de jefe.
El Anciano me recordaba a otra persona. Años an¬tes me encontraba en el vestíbulo de la Southwestern Belí de St. Louis. El portero, que se afanaba en fregar el suelo de mármol, me había permitido entrar para resguardarme de la lluvia mientras esperaba. Un largo co¬che negro se detuvo delante. El presidente de la Texas Bell se apeó del vehículo y entró. Me saludó con la cabeza, al darse cuenta de mi presencia, y le dio los buenos días al portero que limpiaba. Luego le dijo lo mucho que apreciaba su dedicación, y que tenía la con-fianza de que su edificio siempre estaría resplandecien¬te para cualquiera que entrara, aunque se tratara de los más altos dignatarios del país, gracias a su empleado. Yo sabia que no lo decía por decir, sino que era muy sincero. Aunque yo sólo era espectadora, sin embargo percibí el orgullo que irradiaba el rostro del portero. Aprendí en aquel momento que los auténticos líderes tienen algo que trasciende las fronteras. Mi padre solía decirme: «Las personas no trabajan para una empresa, trabajan para otras personas.» En las acciones del An-ciano de la Tribu del Outback hallé los rasgos de un auténtico líder.
Después de acercarse para observar el extraño es¬pectáculo de la Mutante rubia con raíces oscuras en el pelo, el Anciano permitió que los otros echaran un vis¬tazo a la maravilla. Todos los ojos parecieron iluminarse y todos sonrieron de placer. Outa me explicó que son¬reían porque a sus ojos me estaba volviendo más pareci¬da a los aborígenes.
Finalizada la diversión, las tres mujeres reanudaron su tarea, que consistía en trenzar con semillas, huesos pequeños, vainas, hierbas y el tendón de un canguro, los mechones arrancados. Al terminar me coronaron con la más compleja cinta para el pelo que he visto ja¬más. En toda su longitud, y hasta la altura de la barbilla, me colgaban largos mechones que sujetaban los objetos entrelazados. Me explicaron que esta idea nativa para protegerse contra las moscas había servido como mode¬lo para los sombreros de pesca australianos con flotado¬res de corcho, utilizados habitualmente por los aficio¬nados a la pesca.
Cuando tropezamos con un enjambre de moscas ese mismo día, mi tocado de semillas se convirtió lite-ralmente en un regalo del cielo.
Otro día en que nos acosaba una avalancha de in¬sectos voladores y mordedores, me untaron con aceite de serpiente y cenizas de la fogata del campamento y me hicieron rodar por la arena. Esa combinación espan¬tó a aquellos pequeños bichos. Valía la pena tener que caminar con aspecto de payaso embadurnado, pues sen¬tir que las moscas se me metían en las orejas y el zum¬bido de un insecto moviéndose en mi cabeza seguía siendo una experiencia infernal.
Pregunté a varios miembros del grupo cómo podían permanecer eternamente inmóviles, dejando que los insectos les cubrieran el cuerpo. Ellos se limitaron a sonreír. Luego me dijeron que el jefe Cisne Negro Real quería hablar conmigo.
—¿Comprendes cuánto tiempo implica un «para siempre»? —me preguntó—. Es mucho, mucho tiempo. Sabemos que en tu sociedad lleváis el tiempo en la mu¬ñeca y hacéis las cosas según un horario, así que yo pre¬gunto, ¿comprendes cuánto tiempo implica un «para siempre»?
—Sí —le respondí—. Comprendo qué significa «para siempre».
—Bien —continuó él—. Entonces podemos decirte algo más. Todo en la Unidad tiene un propósito. No hay monstruos, inadaptados ni accidentes. Sólo hay co¬sas que los seres humanos no comprenden. Tú crees que las moscas son malas, son un infierno, así que para ti lo son, pero sólo porque te faltan entendimiento y sabidu¬ría. Lo cierto es que son criaturas necesarias y beneficio¬sas. Se meten en nuestras orejas y nos limpian la cera y la arena que tenemos después de dormir cada noche. ¿Te das cuenta de que nuestro oído es perfecto? Si, se meten por nuestra nariz y también nos la limpian. —Se¬ñaló mi nariz y dijo—: Tú tienes unos agujeros muy pe¬queños, no tienes la nariz de un gran koala como noso¬tros. Los días venideros van a ser mucho más calurosos y tú vas a sufrir si no tienes la nariz limpia. Con un ca¬lor extremo no se debe abrir la boca al aire libre. De to¬das las personas que necesitan una nariz limpia, tú eres la más necesitada. Las moscas se nos acercan y se pegan a nuestro cuerpo y nos quitan todo lo que se elimina.
—Extendió un brazo y prosiguió—: Mira lo suave y lisa que es nuestra piel, y fíjate en la tuya. Nunca habíamos conocido a una persona que cambiara de color sólo por caminar. Llegaste a nosotros de un color, luego te pusis¬te roja, y ahora se te está pelando la piel. Cada día que pasa te vuelves más pequeña. Nunca habíamos visto a nadie que se dejara la piel en la arena como una serpien¬te. Necesitas que las moscas te limpien la piel, y algún día iremos al lugar en que las moscas han depositado sus larvas y se nos volverá a proporcionar el alimento. —Ex¬haló un profundo suspiro. Me miró con fijeza, y dijo—:
Los seres humanos no pueden existir si eliminan todo lo que es desagradable en lugar de comprenderlo. Cuando llegan las moscas, nos rendimos a ellas. Tal vez tú estés preparada ya para hacer lo mismo.
La siguiente ocasión en que oí el zumbido de las moscas a lo lejos, desaté la cinta para la cabeza que lle-vaba sujeta a la cintura y la estudié, pero resolví hacer lo que mis compañeros sugerían. Así que cuando llegaron las moscas, me fui. Me fui a Nueva York con la imagi¬nación, a un balneario superconfortable. Con los ojos cerrados sentía que alguien me limpiaba las orejas y la nariz. Me imaginé el diploma de aquel experto colgado de la pared sobre mi cabeza. Sentí cientos de diminutas bolas de algodón limpiando todo mi cuerpo. Por fin las criaturas se fueron y yo volví al Outback. Era verdad, la rendición es sin duda la respuesta correcta en ciertas circunstancias.
Me pregunté qué otras cosas en mi vida consideraba erróneas o difíciles, en lugar de explorarlas para com-prender su auténtico propósito.
El hecho de no tener un espejo en todo ese tiempo pareció causar un impacto en mi conciencia. Era como caminar dentro de una cápsula con agujeros para ver. Yo siempre estaba mirando hacia fuera, a los demás, observando qué relación tenían con lo que yo estaba haciendo o diciendo. Por primera vez, me parecía que llevaba una vida totalmente honesta. No vestía cierta ropa, como se esperaba de mí en el mundo de los nego-cios. No me maquillaba. Se me había pelado la nariz una docena de veces. No había fingimiento, ni confron-tación de egos para acaparar la atención. En el grupo no se chismorreaba y nadie intentaba superar a nadie.
Sin un espejo que me devolviera espantada a la rea¬lidad, experimentaba la sensación de sentirme hermosa. Evidentemente no lo era, pero yo me sentía hermo¬sa. La gente de la tribu me aceptaba tal cual, me hacia partícipe, única y maravillosa. Yo estaba aprendiendo cómo se siente una persona cuando la aceptan sin con-diciones.
Aquel día me acosté sobre el colchón de arena con el estribillo infantil de Blancanieves, profundamente fi-jado en mi memoria, resonando en mi cabeza:
Dime espejo la verdad:
¿No es sin par mi gran beldad?
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