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TELEFONÍA SIN HILOS
Aquel día empezó relativamente igual que los pre¬cedentes, de modo que no tenía la menor idea de lo que me aguardaba. Desayunamos, eso sí, cosa infrecuente. El día anterior habíamos topado en nuestro camino con una piedra de moler. Era una roca grande, oval, dema¬siado pesada sin duda para llevarla a cuestas; se dejaba al aire libre para que pudiera usarla cualquier viajero que tuviera la fortuna de disponer de semillas o grano. Las mujeres transformaban tallos de plantas en una fina harina que, mezclada con hierba salada y agua, servía para hacer tortas. Parecían pequeñas hojuelas.
Durante la plegaria matutina, vueltos hacia el este, dimos gracias por los bienes recibidos. Enviamos nues¬tro mensaje diario al reino de los alimentos.
Uno de los hombres más jóvenes se situó en el cen¬tro. Me explicaron que se había ofrecido para realizar una tarea especial ese día. Abandonó el campamento temprano y echó a correr por delante de nosotros. Lle-vábamos varias horas caminando cuando el Anciano se detuvo y cayó de rodillas. Todos se congregaron en torno suyo, mientras él permanecía arrodillado con los brazos extendidos, meciéndose levemente. Pregunté a Outa qué ocurría. Él me indicó por señas que guarda¬ra silencio. Nadie hablaba, pero todos los rostros es¬taban atentos. Finalmente Outa se volvió hacia mí y me dijo que el joven explorador que nos había abandonado a primera hora estaba enviando un mensaje. Pedía per¬miso para cortarle la cola a un canguro que había ma¬tado.
Por fin comprendí por qué caminábamos siempre en silencio. Aquella gente se comunicaba la mayor parte del tiempo mediante telepatía, y yo era testigo presen¬cial. No se oía ni un solo sonido, pero se estaban trans-mitiendo mensajes entre personas separadas por unos treinta kilómetros.
—¿Por qué quiere quitarle la cola? —inquirí.
—Porque es la parte más pesada del canguro y está demasiado enfermo para transportar el animal cómoda-mente. El canguro es más alto que él y nos está diciendo que el agua que se paró a beber estaba sucia y ha he¬cho que su cuerpo se caliente demasiado. Le salen gotas de líquido en el rostro.
Se envió una silenciosa respuesta telepática. Outa me advirtió que íbamos a acampar allí el resto del día. La gente empezó a cavar un hoyo en previsión de la enorme cantidad de alimento que nos iba a llegar. Otros empezaron a preparar hierbas medicinales siguiendo las instrucciones de Hombre Medicina y Mujer que Cura.
Varias horas después llegó el joven a nuestro cam¬pamento con la carga de un enorme canguro destripado y sin cola. El animal llevaba el vientre vaciado y cerrado con palos puntiagudos. Las entrañas habían servido de cuerda para atar juntas las cuatro patas. El joven había transportado los cincuenta kilos de carne sobre la ca-beza y los hombros y transpiraba copiosamente. No cabía duda de que estaba enfermo. Yo me quedé miran-do mientras los de la tribu se disponían a curarlo y a co¬cinar nuestra comida.
Primero colocaron el canguro sobre las llamas de una hoguera; el olor a piel quemada flotó por el aire como la niebla de Los Ángeles. Le cortaron la cabeza y le rompieron las patas para poder sacar los tendones. Metieron el tronco en el hoyo, que contenía ascuas ar¬dientes por todos lados. En una esquina del profundo hoyo pusieron un cuenco pequeño lleno de agua, del que sobresalía una larga caña vertical. Por encima api-laron mas broza. De vez en cuando, y durante unas cuantas horas, la cocinera principal se inclinaba sobre el humo, soplaba por la larga caña y hacía que el agua se desbordara, produciendo vapor.
A la hora de comer sólo se habían asado unos cuan¬tos centímetros de carne; el resto rezumaba sangre. Les dije que yo tenía que poner mi porción en un palo al es¬tilo de los perritos calientes y cocinarlo. ¡Sin proble-mas! Rápidamente prepararon una horquilla al efecto.
Mientras tanto, el joven cazador recibía atención médica. Primero le dieron un bebedizo de hierbas. Los que se ocupaban de él le envolvieron después los pies en la arena fría del hoyo recién cavado. Me dijeron que sí conseguían atraer el calor desde la cabeza hacia los pies, se equilibraría su temperatura corporal. A mí me sonó muy extraño, pero la fiebre disminuyó realmente. Las hierbas resultaron también eficaces en prevenir el dolor de estómago y las diarreas que yo esperaba que apare¬cieran como resultado de tan dura prueba.
Fue realmente extraordinario. De no haberlo visto con mis propios ojos no lo hubiera creído, sobre todo la comunicación mediante telepatía. Le expliqué a Outa cómo me sentía.
Éste sonrió y me dijo:
—Ahora ya sabes cómo se siente un nativo la pri¬mera vez que va a la ciudad, ve meter una moneda en un teléfono, marcar un número y hablar con un parien¬te. Al nativo eso le parece increíble.
—Sí —repliqué—. Ambos métodos son buenos, pero el vuestro sin duda funciona mejor aquí, donde no tenemos ni viviendas ni cabinas telefónicas.
Imaginé que a mis compatriotas les iba a costar creerse lo de la telepatía mental. Aceptarían fácilmente que en el mundo hubiera seres humanos que se comporta¬ran con crueldad entre ellos, pero serían reacios a creer que en la Tierra hubiera personas que no fueran racis¬tas, que vivieran juntas con una total compenetración y armonía, que descubrieran sus talentos únicos y pro¬pios y los honraran, como honran a todos los demás. Según Outa, la razón primordial por la que los Au¬ténticos saben usar la telepatía es porque no mienten nunca. No utilizan siquiera una pequeña invención, ni una verdad a medias, ni una grosera afirmación falaz. No mienten en absoluto, de modo que no tienen nada que ocultar. Son gentes que no tienen miedo a abrir sus mentes para recibir, y que están dispuestas a darse in¬formación mutuamente. Outa me explicó cómo funcio-naba. Si un niño de dos años, por ejemplo, viera a otro niño jugando con alguna cosa (una roca tal vez, tirada por una cuerda), y ese niño intentara quitarle el juguete al otro, inmediatamente notaría que las miradas de to-dos los adultos se volvían hacia él. Aprendería entonces que se conocía su propósito de coger algo sin permiso y que no se aceptaba. El segundo niño aprendería tam¬bién a compartir, aprendería a no aferrarse a los objetos. Este niño ya habría disfrutado y almacenado el recuer¬do de la diversión, de modo que sería la emoción de la felicidad lo que desearía y no el objeto.
Los humanos estaban destinados a comunicarse me¬diante la telepatía. Las diferentes lenguas y los diversos alfabetos escritos son obstáculos que se eliminan cuan¬do las personas utilizan la comunicación mental. Pero yo razonaba que eso jamás funcionaría en mi mundo, donde la gente roba a su empresa, defrauda a Hacien¬da y comete infidelidades. Mi gente no toleraría jamás una «mente abierta» en su sentido literal. Hay demasia¬dos engaños, demasiado dolor, demasiada amargura que ocultar.
En cuanto a mí, ¿podía yo perdonar a todos los que consideraba que habían sido injustos conmigo? ¿Podía perdonarme a mí misma por todos los daños infligidos? Esperaba que algún día sería capaz de exponer mí men¬te, como los aborígenes, y quedarme mirando mientras otros examinaran abiertamente mis motivos.
Los Auténticos no creen que la voz estuviera desti¬nada al habla. Para hablar se utiliza el núcleo corazón-cabeza. Cuando se usa la voz para hablar, uno tiende a enredarse en pequeñas conversaciones innecesarias y menos espirituales. La voz está hecha para cantar, para loar y para sanar.
Me dijeron que todo el mundo tiene múltiples ta¬lentos y que todos podemos cantar. La cantante que hay en mi interior no desaparecerá, aunque yo no hon¬re ese don porque crea que no sé cantar.
Más tarde, durante el camino, cuando trabajaban con¬migo para desarrollar mi comunicación mental, apren¬dí que mientras tuviera algo en el corazón o en la cabeza que siguiera creyendo necesario ocultar, no funcionaria. Tenía que pactar absolutamente con todo.
Tenía que aprender a perdonarme a mí misma y aprender del pasado, en lugar de juzgarme. Ellos me de-mostraron que lo fundamental era aceptarme, ser since¬ra y quererme a mí misma para obrar de igual manera con los demás.
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