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miércoles, 25 de abril de 2012

Las Voces del Desierto JOYAS

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JOYAS



Cuanto más nos adentrábamos en el desierto, más calor hacía. Y cuanto más calor hacia, más parecían de-saparecer la vegetación y toda forma de vida. Caminá¬bamos por un terreno básicamente de arena, con apenas unas cuantas matas de tallos altos, secos y muertos. No había nada a lo lejos, no se veían montañas ni árboles, nada. Era un día arenoso, de arena y hierbas arenosas.

Aquel día empezamos a transportar una lumbre. Se trataba de un palo de madera que se mantenía incandes-cente, agitándolo con suavidad. En el desierto, donde la vegetación es un bien tan preciado, se utiliza cualquier cosa que se encuentre para garantizar la supervivencia. La lumbre se utilizó para encender la hoguera del cam¬pamento por la noche, cuando empezaron a escasear las hierbas secas. También observé que los miembros de la tribu recogían los escasos excrementos que dejaban las criaturas del desierto, sobre todo los de dingo, que re¬sultaron ser un potente combustible inodoro.

Me recordaron que todo el mundo tiene diversas aptitudes. Ellos se pasaban la vida explorándose a si mismos como personas que hacían música, curaban, co¬cinaban, contaban historias y se daban nuevos nombres con cada mejora personal. Yo empecé a contribuir en la exploración de mis aptitudes para la tribu, refiriéndome a mí misma burlonamente como Recolectora de Excre¬mentos.

Aquel día una preciosa jovencita se acercó a la ma¬leza y emergió como por arte de magia con una hermo¬sa flor amarilla de largo tallo. Se ató el tallo alrededor del cuello de tal modo que la flor le colgara sobre el pe¬cho como una joya valiosa. Los miembros de la tribu se reunieron en torno a ella y le dijeron que estaba precio¬sa, y que había hecho una maravillosa elección. Se pasó el día recibiendo cumplidos. Yo notaba que resplande¬cía porque se sentía especialmente guapa.

Mientras la contemplaba recordé un incidente acae¬cido en mi consultorio justo antes de abandonar Esta¬dos Unidos. Me visitó una paciente que sufría de un grave síndrome de estrés. Cuando le pregunté qué esta¬ba ocurriendo en su vida, me contó que su compañía aseguradora había aumentado la prima por uno de sus collares de diamantes en ochocientos dólares. Alguien de Nueva York le había garantizado que podría hacerle un duplicado exacto del collar con piedras falsas. Iba a coger un avión, permanecería allí mientras se lo hicie-ran, y luego volvería para meter los diamantes en la cá¬mara acorazada de un banco. Con esto no eliminaría la cuantiosa prima del seguro ni la necesidad de tenerlo, puesto que ni siquiera en la mejor cámara acorazada de un banco se puede garantizar una seguridad absoluta, pero la prima se reduciría considerablemente.

Recuerdo que le pregunté por un baile anual que debía celebrarse en breve. La mujer contestó que la imi-tación estaría lista para entonces y que pensaba llevarla.

Al final de nuestro día en el desierto, la muchacha de la tribu de los Auténticos depositó la flor en el suelo y la devolvió a la madre tierra. Había servido a su pro¬pósito. Estaba muy agradecida por ello y había conser-vado el recuerdo de toda la atención recibida durante el día. Era la confirmación de su atractivo personal, pero no se había apegado al objeto en si. La flor se marchita¬ría, moriría y volvería a convertirse en humus y a red-clarse una vez mas.

Pensé en mi paciente. Luego miré a la joven abori¬gen. Su joya tenía un significado; la nuestra un valor monetario.

Pensé que realmente alguien en este mundo había equivocado el sistema de valores, pero no creía que fue-ran aquellos seres primitivos, en la tierra de Australia, llamada de Nunca Jamás.

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