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UN POCO DE ENTUSIASMO
Sólo había una cosa en el país que no me gustaba. Tenía la impresión de que los pobladores originarios del continente, los nativos de piel oscura llamados aborí¬genes, seguían estando discriminados. Se les trataba de modo muy parecido a como nosotros los americanos tratamos a nuestros nativos. La tierra que les dieron para vivir en el Outback es arenosa y sin valor, y la zona norte está configurada por escarpados riscos, maleza y matorrales. La única zona razonable que aún se consi¬dera como suya se ha declarado parque nacional, de modo que tienen que compartirla con los turistas.
No vi aborígenes ejerciendo ningún tipo de función social, ni caminando por la calle con colegiales de uni-forme. No vi a ninguno en los servicios religiosos de los domingos, aunque asistí a los de diversas confesiones. No vi a ningún aborigen trabajando como dependiente en las tiendas de ultramarinos, ni manejando paquetes en Correos, ni vendiendo artículos en los grandes alma¬cenes. Visité oficinas gubernamentales y no vi a ningún empleado aborigen. No hallé a ninguno trabajando en las gasolineras ni sirviendo a los clientes en los puntos de venta de comida rápida. Su número parecía escaso. Se veían en las ciudades, actuando en los puntos turísti¬cos. Los veraneantes podían observarlos en los cercados de ovejas y ganado trabajando como ayudantes, a los que llaman jackaroos. Me dijeron que cuando un ran¬chero descubre ocasionalmente indicios de que un gru¬po nómada de aborígenes ha matado a una oveja, no lo denuncian. Los nativos sólo cogen lo que de verdad ne¬cesitan para comer y, todo hay que decirlo, se les atri¬buyen poderes sobrenaturales para vengarse.
Una noche observé a un grupo de jóvenes mestizos aborígenes de poco más de veinte años llenando unas latas de gasolina e inhalándolas luego mientras se diri¬gían caminando al centro de la ciudad. Se intoxicaron visiblemente con aquellos vapores. La gasolina es una mezcla de hidrocarburos y productos químicos. Yo sa-bia que potencialmente podía dañar la médula ósea, el hígado, los riñones, las glándulas suprarrenales, la es-pina dorsal y todo el sistema nervioso central. Pero, al igual que el resto de personas que había aquella noche en la plaza, no hice ni dije nada. No hice intento alguno por detener su estúpido juego. Después me enteré de que uno de aquellos jóvenes a los que había visto había muerto por intoxicación de plomo y fallo respirato¬rio. Sentí la pérdida con tanta intensidad como la que hubiera sentido al enterrar a un viejo amigo. Fui al de¬pósito de cadáveres y vi los trágicos despojos. Como persona que dedicaba su vida a intentar prevenir las en-fermedades, me pareció que la pérdida de cultura y de perspectivas personales habrían contribuido a aquel juego con la muerte. Lo que más me preocupaba era mi actitud, porque los había visto y no había levantado un dedo por detenerlos. Interrogué a Geoff, mi nuevo ami¬go aussie. Era un hombre de mi edad, propietario de una importante concesionaria de automóviles, soltero y muy atractivo, el Robert Redford de Australia. Había-mos salido juntos varias veces, así que durante una cena a la luz de las velas, tras escuchar una sinfonía, le pre¬gunté si la gente era consciente de lo que estaba ocu¬rriendo. ¿No había nadie que intentara hacer algo al respecto?
Me dijo: «Sí, es triste, pero no se puede hacer nada. Tú no entiendes a los abos. Son primitivos, salvajes, gente del interior. Nos hemos ofrecido a educarlos. Los misioneros se han pasado años intentando convertirlos. En el pasado eran caníbales. Aún hoy siguen negándose a abandonar sus costumbres y viejas creencias. La ma¬yoría prefiere la dureza del desierto. El Outback es una tierra dura, pero ellos son la gente más dura del mun¬do. Rara vez triunfan los que viven a caballo de las dos culturas. Es cierto que es una raza en extinción. Están disminuyendo por voluntad propia. Son totalmente analfabetos, sin ambiciones ni empuje para el éxito. Tras doscientos años siguen sin encajar en nuestra sociedad, y ni siquiera lo intentan. Carecen de formalidad en los negocios y no son de fiar; actúan como si el tiempo no existiera. Créeme, no se puede hacer nada para moti¬varlos . »
Pasaron unos cuantos días, pero yo no dejaba de pensar en el joven muerto. Hablé de mi inquietud con una mujer que trabajaba también en la sanidad y que, como yo, estaba desarrollando un proyecto especial. Su trabajo la llevaba a tratar con ancianos aborígenes. Bus¬caba información sobre plantas, hierbas y flores silves-tres que sirvieran para prevenir o tratar enfermedades, y que fuera científicamente demostrable. La gente del interior era la mayor autoridad en la materia. Su longe¬vidad y la baja incidencia de las enfermedades degenera-tivas hablaban por sí solas. Ella me confirmó que no se habían hecho progresos hacia una auténtica integración de las diferentes razas, pero estaba dispuesta a ayudar¬me si yo quería descubrir qué podía conseguir otra per¬sona.
Invitamos a veintidós jóvenes mestizos a una reu¬nión. Ella me presentó. Aquella noche hablé sobre el sistema de gobierno de libre mercado y sobre una orga¬nización llamada Junior Achievement para jóvenes ur-banos marginados. El objetivo era hallar un proyecto que aquel grupo pudiera fabricar. Les dije que les ense-ñaría a comprar materias primas, a organizar la mano de obra, a realizar el producto, comercializarlo y estable-cerse en el mundo de los negocios y de la banca. Se mos¬traron interesados.
En la siguiente reunión charlamos de posibles pro¬yectos. Cuando yo era joven, mis abuelos vivían en Iowa. Recordaba haber visto a mi abuelo subir el arma¬zón de la ventana, tirar de una cortinilla ajustable que llegaba hasta el alféizar y luego volver a bajarlo. La cor¬tinilla proporcionaba una sombra de unos treinta centí¬metros en el interior. La casa en la que yo vivía no tenía cortinillas, como era típico en la mayoría de las casas viejas de las zonas residenciales australianas. El aire acondicionado no era habitual en las casas particulares, así que la gente se limitaba a subir el armazón de las ventanas y dejar que toda clase de criaturas aladas entra¬ran y salieran volando. No había mosquitos, pero teníamos una lucha diaria con las cucarachas voladoras. Me acostaba sola, pero a menudo me despertaba y des¬cubría que compartía la almohada con varios insectos de cinco centímetros de largo, negros y de caparazón duro. Me pareció que las cortinillas servirían para protegerse de esa invasión.
El grupo decidió que las cortinillas serian un buen articulo para empezar sus negocios. Yo conocía a una pareja en Estados Unidos a la que podríamos pedir ayuda. El era ingeniero en una gran empresa, y ella ar¬tista. Sabia que ellos diseñarían el proyecto original sí yo les explicaba por carta lo que necesitaba. Llegó dos semanas más tarde. Mi querida y anciana tía Nola me ofreció apoyo financiero en forma de préstamo desde Iowa para comprar los primeros suministros. Necesitá¬bamos un local para trabajar. En Australia los garajes son escasos, pero el lugar está lleno de cobertizos abier¬tos para guardar coches, así que adquirimos uno y em¬pezamos a trabajar al aire libre.
Cada uno de los jóvenes mestizos acabó dedicándose de forma espontánea y gradual a aquello para lo que es¬taba mejor dispuesto. Teníamos un contable, otro que se ocupaba de comprar los suministros y otro que se enor¬gullecía de llevar nuestro inventario al detalle. Disponía¬mos de especialistas para cada fase de la producción, e in¬cluso varios representantes natos. Yo me mantuve al margen y observé cómo se iba formando la estructura de la compañía. Era evidente que, sin que yo les indicara cómo debía hacerse, ellos mismos habían convenido en que la persona a la que le gustaba ocuparse de la limpieza y el mantenimiento era tan importante para el éxito del proyecto como los que realizaban la venta final. Nuestra estrategia consistía en ofrecer a prueba las cortinillas, de forma gratuita, durante unos cuantos días. El cliente nos pagaba cuando volvíamos a visitarlo, si las cortinillas ha¬bían resultado satisfactorias. Habitualmente nos hacían un pedido para las restantes ventanas de la casa. También les enseñé la buena y tradicional costumbre norteameri¬cana de pedir referencias.
Fueron pasando los días. Yo dedicaba mi tiempo a trabajar, escribir manuales, viajar, enseñar y dar confe-rencias. La mayor parte de las tardes las pasaba disfru¬tando de la compañía de los jóvenes mestizos. El grupo original permaneció intacto. Su cuenta corriente iba en aumento y establecimos fideicomisos para cada uno de ellos.
Durante un de fin de semana con Geoff le expliqué nuestro proyecto y mi deseo de ayudar a aquellos jóve-nes a ser económicamente independientes. Tal vez las compañías no quisieran contratarlos como empleados, pero no podrían impedirles que compraran una sí con¬seguían el capital necesario. Supongo que presumí un poco de mi contribución al progresivo sentimiento de autoestima que iba naciendo en ellos. Geoff me dijo «Estupendo, yank», pero cuando volvimos a vernos me entregó unos libros de historia. Sentada en su jardín con vistas al puerto más hermoso del mundo, me pasé una tarde de sábado leyendo.
En los libros de historia se citaba al reverendo George King, que el 16 de diciembre de 1923 había es¬crito en el Australian Sunday Times: «Los aborígenes de Australia constituyen, sin lugar a dudas, un tipo pri¬mitivo en la escala de la humanidad. No poseen una historia tradicional fiable de ellos mismos, de sus obras ni de sus orígenes. Si fueran barridos de la faz de la Tie¬rra en el momento presente, no dejarían tras ellos una sola obra de arte a modo de recuerdo de su existencia como pueblo. No obstante, parece ser que han vagado por las vastas llanuras de Australia desde tiempos muy remotos. »
Había otra cita más moderna de John Burless con respecto a la actitud de la Australia blanca: «Yo te daré algo, pero tú no tienes nada que yo quiera.»
Un fragmento de etnología y antropología del De¬cimocuarto Congreso de la Asociación para el Desarro¬llo Científico de Australia y Nueva Zelanda decía: «Su sentido del olfato está subdesarrollado. Su memoria sólo está levemente desarrollada. Los niños no tienen fuerza de voluntad. Son proclives a la traición y a la co-bardía. No padecen el dolor con tanta agudeza como las razas superiores.»
Había también libros de historia en los que se decía que un adolescente aborigen se convertía en hombre cuando le rajaban el pene desde el escroto hasta el mea¬to con un cuchillo de piedra embotado, sin anestesia y sin una sola muestra de dolor. Para ser considerado como adulto, era necesario que un hombre santo le par-tiera un diente con una roca, que su prepucio se sirviera como comida a los parientes masculinos y que lo envia¬ran al desierto, solo, aterrorizado y sangrando, para de¬mostrar que podía sobrevivir. Los libros de historia decían también que eran caníbales y que algunas veces las mujeres se comían a sus propios hijos recién naci¬dos, regodeándose en las partes más tiernas. En uno se contaba la historia de dos hermanos: el más joven había apuñalado al mayor en una disputa por una mujer. Tras amputarse él mismo la pierna gangrenada, el hermano mayor cegaba al pequeño, y luego vivían los dos felices para siempre jamás. El mayor caminaba gracias a una prótesis de canguro y servia de lazarillo al otro, que le seguía cogido de un largo palo. La información era es¬pantosa, pero lo más difícil de digerir era un panfleto informativo del gobierno sobre la cirugía primitiva en la que se afirmaba que, afortunadamente, los aborígenes tenían un umbral de dolor infrahumano.
Mis compañeros de proyecto no eran salvajes. En cualquier caso eran comparables a los jóvenes margina-dos de mi propio país. Vivían en sectores aislados de la comunidad, y más de la mitad de las familias estaban en paro. A mí me dio la impresión de que se contentaban con un Levis de segunda mano, una lata de cerveza ca¬liente, y con que uno de ellos tuviera éxito cada tantos anos.
Al lunes siguiente, de vuelta a nuestro proyecto de fabricación de cortinillas, me di cuenta de que allí había un auténtico apoyo mutuo, ajeno a mi mundo competi¬tivo. Realmente fue un cambio muy agradable.
Interrogué a los jóvenes sobre su herencia. Me dije¬ron que la significación tribal se había perdido hacia mucho tiempo. Unos pocos recordaban lo que sus abuelos les habían contado sobre la vida de los aboríge-nes, cuando ellos eran los únicos habitantes del conti¬nente. Por aquel entonces había tribus de hombres de agua salada y hombres emú, entre otros pueblos; pero a decir verdad, no deseaban que les recordaran su piel oscura y la diferencia que ésta representaba. Confiaban en casarse con alguien de piel algo más clara y que, con el tiempo, sus hijos acabaran mezclándose.
Nuestra pequeña compañía tuvo un éxito induda¬ble, así que no me sorprendió recibir un día una llama¬da telefónica en la que se me invitaba a una reunión que iba a celebrar una tribu de aborígenes al otro lado del continente. La llamada me dio a entender que no era sólo una reunión sino una reunión en mi honor. «Por favor disponga lo necesario para asistir», me pidió una voz nativa.
Me compré ropa nueva y un billete de avión de ida y vuelta, e hice las reservas de hotel. Le dije a la gente con la que trabajaba que iba a estar ausente unos días y les hablé de la peculiar llamada. Compartí mi excitación con Geoff, con mi casera y, por carta, con mi hija. Para mi era un honor que una gente que vivía tan lejos hu¬biera oído hablar de nuestro proyecto y quisiera de¬mostrarme su reconocimiento.
«Le proporcionaremos el transporte desde el hotel hasta el lugar de reunión», me había dicho la voz. Pasa-rían a recogerme a mediodía. Evidentemente eso signifi¬caba que sería una comida con entrega de premio. Me pregunté qué tipo de menú servirían.
Outa se presentó a las doce en punto, pero persistía mi duda sobre lo que comen los aborígenes.
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