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EL BANQUETE
La increíble mezcla oleaginosa curativa, que se hacía cociendo hojas y eliminando el residuo del aceite, hizo su efecto. Finalmente el alivio que noté en los pies me dio el valor necesario para pensar en volver a levantar-me. Un poco más lejos, a mi derecha, había un grupo de mujeres que parecían haber montado una cadena de producción. Recogían grandes hojas; mientras una hur¬gaba en los matorrales y árboles muertos con un largo palo, otra sacaba un puñado de algo y lo ponía sobre una hoja. Luego se tapaba el contenido con una se-gunda hoja y se doblaba todo para entregar el paquete a otro que echaba a correr hacia la fogata y que lo ente¬rraba entre las brasas. Sentí curiosidad. Aquélla iba a ser nuestra primera comida juntos, el menú sobre el que me había estado preguntando durante semanas. Me acerqué cojeando para verlo más de cerca y me quedé atónita. La mano que hurgaba sostenía un largo gusano blanco.
Volví a respirar hondo. Había perdido la cuenta del número de veces que me había quedado sin habla du-rante el día. Una cosa era segura: ¡jamás llegaría a estar tan hambrienta como para comerme un gusano! Pero en aquel mismo momento estaba aprendiendo una lec¬ción; nunca digas «jamás». Desde entonces he intentado borrar esa palabra de mi vocabulario. He aprendido que prefiero ciertas cosas y que otras las evito, pero la pala¬bra «jamás» no deja espacio para las situaciones inespe¬radas, y «jamás» indica un lapso de tiempo demasiado largo.
Las noches eran un auténtico gozo entre la gente de la tribu; contaban historias, cantaban, bailaban, jugaban y tenían conversaciones intimas. Fueron unos días de auténtica participación. Siempre había actividades que realizar mientras aguardábamos a que se preparara la comida. Se daban muchos masajes y friegas en hom-bros, espalda, e incluso en el cuero cabelludo. Yo los vi pasando las manos por el cuello y la columna. Más ade¬lante, durante el viaje, intercambiamos técnicas; yo les enseñé el método norteamericano de estiramientos de columna y articulaciones, y ellos me enseñaron el suyo.
Aquel primer día no vi que sacaran vasos, ni platos ni bandejas para servir la comida. Había acertado en mis suposiciones: iba a mantenerse una atmósfera infor¬mal en la que se harían todas las comidas al estilo cam-pestre. No tardaron mucho en sacar los recipientes de hojas dobladas de las brasas. Me tendieron la mía con la devoción de una enfermera particular. Observé que todo el mundo abría la suya y se comía el contenido con los dedos. Mi banquete, que sostenía con una mano, estaba caliente, pero no se movía, así que reuní el valor suficiente para mirar el interior. El gusano había desaparecido. Al menos ya no tenía el aspecto de un gu¬sano sino el de una capa marrón desmenuzada, como de cacahuetes tostados o cortezas de cerdo. «Creo que con esto sí que podré», me dije. Lo probé... y estaba bueno. No sabía que cocinaban por mí y que no era una prácti¬ca común, al menos eso de alterar completamente el as¬pecto de los alimentos.
Aquella noche me explicaron que les habían llega¬do noticias de mi trabajo con los aborígenes urbanos. A pesar de que aquellos jóvenes no eran nativos al cien¬to por ciento y no pertenecían a su tribu, mi trabajo les había demostrado que realmente me importaban. Me habían llamado porque ellos creían que yo pedía ayuda. Comprobaron que mis intenciones eran sinceras. El problema era que, tal como ellos lo veían, yo no com-prendía la cultura aborigen y menos aún el código de aquella tribu. Las ceremonias iniciales habían sido prue-bas, por las que me consideraron aceptable y digna de adquirir el conocimiento de la auténtica relación de los humanos con el mundo en que vivimos, con el mundo del más allá, con la dimensión de la que procedemos y la dimensión a la que todos habremos de regresar. Iba a serme revelada la comprensión de mi propia existencia.
Mientras permanecía sentada, con los pies aliviados dentro de su preciosa y limitada provisión de hojas, Outa me explicó el tremendo esfuerzo que suponía para aquellos nómadas del desierto caminar conmigo. Me habían permitido compartir su vida. Nunca hasta entonces se habían asociado con personas blancas ni habían considerado siquiera tener ningún tipo de rela¬ción con una de ellas. De hecho, siempre lo habían evi¬tado. Según afirmaban, el resto de tribus australianas se había sometido a las leyes del gobierno blanco. Ellos eran los únicos que resistían. Solían viajar en pequeñas familias de seis a diez miembros, pero se habían reuni¬do para esta ocasión.
Outa dijo algo al grupo y cada uno de sus compo¬nentes me dijo algo a mí. Me informaban de sus nom¬bres. Las palabras me resultaban difíciles, pero afortu¬nadamente los nombres tenían significado. Ellos no usaban los nombres del mismo modo en que nosotros usaríamos «Debbie» o «Cody» en Estados Unidos, así que relacioné a cada persona con el significado de su nombre en lugar de intentar pronunciar la palabra en si. Cada uno de los suyos recibe un nombre al nacer, pero se sobreentiende que lo perderá cuando crezca y que elegirá un apodo más apropiado por si mismo. Es de es¬perar que el nombre de cada persona cambiará varias ve¬ces durante su vida a medida que su sabiduría, su crea¬tividad y sus objetivos se definan asimismo con mayor claridad al transcurrir el tiempo. En nuestro grupo se hallaban Cuentista, Hacedor de Herramientas, Guar¬diana de los Secretos, Maestra en Costura y Gran Músi¬ca, entre otros muchos.
Finalmente Outa me señaló y repitió la misma pala¬bra a cada uno de ellos. Yo creí que intentaban aprender mí nombre de pila, pero luego pensé que lo que intenta¬ban pronunciar era mi apellido. Erraba en ambos casos. La palabra que usaron aquella noche, y el nombre por el que siguieron nombrándome durante el resto del via¬je, fue «Mutante». Yo no comprendí por qué Outa, que actuaba como intérprete entre nosotros, les enseña¬ba un término tan extraño. Mutante para mi denotaba un cambio significativo en una estructura básica que daba como resultado una forma de mutación en lugar de la original. Pero en realidad carecía de importancia pues, en ese punto, todo aquel día, mi vida entera estaba sumida en la confusión.
Outa me dijo que en algunas naciones aborígenes sólo usaban ocho nombres en total; era más bien un sis-tema de enumeración. Consideraban que todas las per¬sonas de la misma generación y el mismo sexo tenían igual parentesco, por lo que todos tenían varios padres, madres, hermanos, etc.
Estaba oscureciendo cuando me planteé el método más aceptable de hacer mis necesidades. Lamenté en-tonces no haber prestado más atención al gato de mí hija, Zuke, porque el único medio existente consistía en alejarse por el desierto, cavar un agujero en la arena, po¬nerse en cuclillas y cubrir lo depositado con arena. Me advirtieron que tuviera cuidado con las serpientes; se vuelven de lo más activas cuando amaina el calor del día, antes de que empiece el frío de la noche. Yo me imaginé ojos malvados y lenguas venenosas en la arena que se despertaban con mis movimientos. De viaje por Europa me había quejado sobre el horrible papel higié-nico que encontraba. A Sudamérica me lo había llevado de casa. En Australia la ausencia de papel era la última de mis preocupaciones.
Cuando regresé junto al grupo después de mi aven¬tura en el desierto, compartimos una bolsa comunitarla de té de roca aborigen. Se hacía echando rocas calientes en un recipiente de preciosa agua. El recipiente había servido previamente como vejiga de algún animal. Se añadían luego hierbas silvestres al agua caliente y se de-jaba reposar hasta que alcanzaba su punto. Este extra¬ordinario recipiente fue pasando de uno en uno en am-bos sentidos. ¡Estaba buenísimo!
Según descubrí, el té de roca de la tribu se reservaba para ocasiones especiales, como era el término de mi primer día de principiante en la caminata. Ellos eran conscientes de las dificultades que iba a experimentar sin zapatos, sombra o medio de transporte. Las hierbas añadidas al agua para hacer el té no pretendían dar va-riedad al menú, ni eran tampoco un medio sutil de me¬dicarse o alimentarse. Eran una celebración, un modo de reconocer el esfuerzo del grupo. Yo no me había rendido, no había pedido que me llevaran de vuelta a la ciudad ni tampoco había llorado. Sentían que me estaba impregnando de su espíritu aborigen.
Después cada cual se puso a aplanar su franja de arena y sacó un atado de pieles de animales enrolladas del fardo común que transportaban. Una anciana me había estado mirando toda la noche con rostro inexpre-sivo.
—¿En qué está pensando? —le pregunté a Outa.
—En que has perdido el olor a flores y en que pro¬bablemente provienes del espacio exterior. —Sonreí y ella me entregó mi atado de pieles. Su nombre era Maestra en Costura—. Es de dingo —me advirtió Outa. Yo sabia que el dingo era el perro salvaje de Australia, similar al coyote o al lobo—. Lo puedes usar para po-nértelo debajo, en el suelo, para cubrirte o para apoyar la cabeza.
«Fantástico —me dije—. ¡Podré elegir el medio me¬tro de mi cuerpo que quiero tener cómodo!»
Decidí interponerlo entre mi cuerpo y las criaturas reptantes que imaginaba cercanas. Hacía años que no había dormido en el suelo. Recordaba haber estado sobre una gran roca plana en el desierto del Mojave, en California, cuando era niña. Entonces vivíamos en Barstow. La principal atracción de los alrededores era un gran montículo al que llamaban colina «B». Muchos días de verano cogía una botella de naranjada Nehi y un sandwich de mantequilla de cacahuete y me iba de ex¬cursión a la cima y al otro lado de la colina. Siempre co-mía sobre la misma roca plana y luego me tumbaba de espaldas para contemplar las nubes y descubrir objetos en ellas. La infancia parecía muy lejana. Era curioso que el cielo siguiera siendo igual. Supongo que no les había prestado demasiada atención a los cuerpos celestes a lo largo de los años. Sobre mi cabeza había un dosel de co¬balto salpicado de plata. Veía claramente la forma que se representaba en la bandera australiana, conocida co¬mo Cruz del Sur.
Mientras yacía allí, pensaba en mi aventura. ¿ Cómo podría describir lo que había ocurrido aquel día? Se ha-bía abierto una puerta y yo había entrado en un mundo que no sabía que existiera. Desde luego no era una vida de lujo. Hasta entonces había vivido en diferentes luga¬res y había viajado a muchos países en todo tipo de me¬dios de transporte, pero nunca había experimentado nada parecido. Supuse que estaría bien después de todo.
Al día siguiente les explicaría a los del grupo que en realidad tenía más que suficiente con un día para apre-ciar su cultura. Mis pies resistirían el viaje de vuelta al jeep. Tal vez pudiera llevarme un poco del magnifico bálsamo para los pies, porque realmente había fun¬cionado. Me bastaba una muestra de su estilo de vida, aunque el día no había sido tan malo, salvo para mis torturados pies.
En el fondo les estaba agradecida por haber apren¬dido nuevas cosas sobre el modo de vida de otras gen-tes. Empezaba a comprender que por el corazón huma¬no pasaba algo más que sangre. Cerré los ojos y articulé un silencioso «gracias» al más alto Poder.
Alguien del otro extremo del campamento dijo al¬go. Lo repitió otro, y luego otro más. Se lo estaban pa-sando, diciendo todos la misma frase, entrecruzando las voces de las figuras recostadas. Finalmente la frase llegó a Outa, cuya estera era la más cercana a la mía. Se vol¬vió y me dijo: «De nada; éste es un buen día.»
Algo sobresaltada por su respuesta a mis pensa¬mientos no expresados, contesté con un «gracias» y un «de nada», esta vez en voz alta.
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