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miércoles, 25 de abril de 2012

Las Voces del Desierto PREPARADOS, LISTOS, ¡YA!

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PREPARADOS, LISTOS, ¡YA!

Empezó en Kansas City. El recuerdo de aquella mañana concreta se ha grabado de forma indeleble en mi memoria. El sol había decidido honrarnos con su presencia tras ocultarse durante varios días. Yo había ido temprano al consultorio con el propósito de prepa¬rarme para los pacientes con necesidades especiales. La recepcionista no solía llegar hasta dos horas más tarde, y a mí me gustaba aquel tranquilo intervalo de preparación.

Mientras abría la puerta del consultorio con la llave, oí que sonaba el teléfono. ¿Seria una emergencia? ¿ Quién podía llamar tan temprano y fuera de horas de trabajo? Me apresuré a entrar en mi despacho para coger el teléfono con una mano y darle al interruptor de la luz con la otra.

Me saludó la voz excitada de un hombre. Era un australiano al que había conocido en una conferencia médica en California. Me llamaba desde Australia.

—Buenos días. ¿Qué le parecería trabajar en Aus¬tralia unos cuantos años?

Me quedé muda y el teléfono estuvo a punto de caérseme de las manos.

—¿Sigue ahí? —me preguntó.

—S-s-sí —conseguí balbucear—. Dígame de qué se trata.

—Me impresionó tanto su extraordinario programa educativo de medicina preventiva que hablé de usted a mis colegas. Quieren que consiga un visado para cinco años y que se venga aquí. Me pidieron que la llamara. Podría confeccionar material educativo por escrito y enseñar dentro de nuestro sistema de seguridad social. Sería maravilloso que pudiéramos implantarlo, y ade¬más a usted le daría la oportunidad de vivir en nuestro país unos cuantos años.

La sugerencia de abandonar la casa junto al lago en que vivía, el consultorio acreditado y los pacientes que se habían convertido en amigos íntimos con el paso de los años, fue como una estocada en mi tranquilidad, una in¬trusión como la que debe sentir el clavo al atravesar el ta¬blón. Cierto que yo sentía una gran curiosidad por la medicina pública en la que se eliminan los beneficios económicos del sistema sanitario privado, en el que las disciplinas funcionan conjuntamente sin que exista un abismo entre la medicina y los médicos naturistas. ¿Ha¬llaría colegas que se dedicaran realmente a la salud y a curar, a utilizar cualquier cosa que funcionase, o me ha¬llaría envuelta sencillamente en una nueva forma de ma¬nipulación negativa, que es en lo que se ha convertido el tratamiento de las enfermedades en Estados Unidos?

Lo que más me excitó fue la mera mención de Aus¬tralia. Desde niña, hasta donde me alcanzaba la me¬moria, siempre había sentido interés por leer todos los libros que caían en mis manos sobre las Antípodas. Desgraciadamente eran pocos. En el zoológico buscaba siempre al canguro, y la rara oportunidad de ver un koala. En algún nivel oculto y misterioso era una bús¬queda que siempre había anhelado llevar a cabo. Me consideraba una mujer segura de sí misma, educada, in¬dependiente y, que yo recordara, siempre había tenido el ansia en el alma, la atracción en el corazón, de visitar la tierra del otro lado del globo.

—Piénselo —me instó la voz australiana—. Volveré a llamarla dentro de quince días.

Desde luego no había podido ser más oportuno. Apenas dos semanas antes mi hija y su prometido ha¬bían establecido la fecha de la boda. Eso significaba que por primera vez en mi vida iba a ser libre para vivir en cualquier lugar de la Tierra que eligiera y para hacer cuanto deseara. Tanto mi hijo como mi hija me apoya¬rían plenamente, como de costumbre. Después de mi divorcio, más que hijos eran amigos íntimos. Pero ya eran adultos, tenían su propia vida, y yo experimentaba un deseo que se hacia realidad.

Seis semanas más tarde, tras celebrarse la boda y ha¬ber transferido mi clientela, mi hija y una querida amiga me acompañaron al aeropuerto. Fue una extraña sensa¬ción. Por primera vez en años no tenía coche, ni hogar, ni llaves; incluso las maletas que llevaba tenían cierres de combinación. Me había desembarazado de todas mis posesiones materiales excepto de unas cuantas cosas que había depositado en un guardamuebles. Las reliquias de la familia se hallaban a salvo, al cuidado de mi hermana Patci. Mi amiga Jana me entregó un libro y nos abraza¬mos. Mi hija Carri sacó una última foto y yo enfilé la rampa alfombrada en rojo hacia una experiencia en el continente australiano. No conocía la magnitud de las lecciones que me aguardaban. Mi madre solía decirme:

«Elige con prudencia, porque lo que pides podría muy bien ser lo que recibas.» A pesar de que ella había muer¬to varios años antes, hasta el día que emprendí el viaje no empecé a comprender realmente la frase que tan a menudo repetía.

El vuelo desde el Medio Oeste hasta Australia es extraordinariamente largo. Por fortuna para los viaje¬ros, incluso los grandes reactores tienen que detenerse periódicamente para repostar, por lo que se nos permi¬tió respirar aire fresco al hacer escala en Hawai y de nuevo en Fidji. El reactor Qantas era espacioso. Las pe¬lículas pertenecían al cine norteamericano más taquille¬ro del momento. Aun así, el viaje se hizo pesado.

En Australia el reloj va diecisiete horas por delante con respecto a Estados Unidos. Esto supone volar lite-ralmente hacia el mañana. Durante el viaje tuve que re¬cordarme que al día siguiente el mundo seguiría intacto y en marcha. En la tierra que nos aguardaba ya era el día siguiente. No era de extrañar que los marinos de an-taño se congratularan alborozados cuando cruzaban el ecuador y la línea marina imaginaria en que comienza el tiempo. Aún hoy este concepto asombra la mente.

Cuando llegamos a suelo australiano se fumigó tanto el avión como a los pasajeros para evitar posibles agentes contaminantes en aquel aislado continente. En la agen¬cia de viajes no me habían preparado para eso. Cuando aterrizó el avión nos dijeron que permaneciéramos sen¬tados. Dos empleados de tierra recorrieron el avión desde la cabina del piloto hasta la cola blandiendo los aerosoles por encima de nuestras cabezas. Yo compren¬día los motivos de los australianos, pero la comparación entre mí cuerpo y un insecto destructivo tenía un efecto desmoralizador. ¡ Menuda bienvenida!

Al salir del aeropuerto me sentí como en casa. De hecho hubiera dicho que aún me hallaba en Estados Unidos de no ser porque el tráfico transcurría en direc¬ción opuesta a la nuestra. El taxista se sentaba tras el volante, a la derecha. Sugirió un cajero de cambio de moneda donde compré unos billetes de dólar dema-siado grandes para mi monedero norteamericano, pe¬ro mucho más vistosos y decorativos que los nuestros, y descubrí unas maravillosas monedas de dos y veinte centavos.

En los años que siguieron me acostumbré a Austra¬lia sin ninguna clase de problemas. Todas las ciudades importantes están situadas en la costa. Todo el mundo está interesado en la playa y en los deportes acuáticos. El país tiene prácticamente los mismos kilómetros cua¬drados que Estados Unidos y una forma similar, pero el interior es un yermo desolado. Yo conocía nuestro Painted Desert y el Valle de la Muerte. Sin embargo, a veces a los aussies les cuesta imaginar que en el corazón de Estados Unidos crezca el trigo y haya hileras inter¬minables del alto maíz amarillo. El interior de Australia resulta tan inhóspito para la vida humana que el Real Servicio Aéreo de Medicina está siempre en funciona¬miento. A los pilotos los envían incluso en misiones de rescate con gasolina o repuestos para automovilistas in¬movilizados. A los pacientes los trasladan en aeroplano para recibir asistencia médica. No hay hospitales en cientos de kilómetros a la redonda. El sistema educativo tiene además un programa por radio para los niños que viven en las regiones más remotas.

Las ciudades me parecieron muy modernas, con hoteles Hilton, Holiday Inn y Ramada, galerías co¬merciales, casas de moda y un tráfico fluido. La comida era otra cosa. En mi opinión aún están aprendiendo a hacer algunas imitaciones básicas de los platos típicos norteamericanos, pero encontré un delicioso pastel de carne y patatas como el que había comido en Inglate¬rra. Raras veces servían agua con las comidas, y nunca con cubitos.

Me encantó la gente y su forma tan peculiar de utili¬zar la lengua inglesa.

En las tiendas me resultaba extraño cuando me da¬ban las gracias antes de decir por favor. «Será un dólar gracias», señala el dependiente.

La cerveza es el gran tesoro nacional. Personalmen¬te nunca me ha gustado demasiado la cerveza, así que no probé la variedad de la que están tan orgullosos. Cada uno de los estados australianos tiene su propia cervecería y sus ciudadanos son muy susceptibles en cuestiones de lealtad, por ejemplo, a la Foster’s Lager o ala Four X.

Los australianos utilizan palabras especificas para las diferentes nacionalidades. A menudo se refieren a los americanos como yanks, a un ciudadano de Nueva Ze¬landa como kiwi y a los británicos como bloody poms. Una autoridad me explicó que «pom» se refería al plu¬maje rojo de los militares europeos, pero otra persona afirmó que procedía de las iniciales POM que exhibían en la ropa los convictos del siglo xix enviados a Austra¬lia; POM significaba Prisionero de Su Majestad*. (Las siglas se corresponden con el original en inglés, Prisoner of His Majesty. Bloody se emplea aquí coloquialmente y significa «condenado», «maldito», «puñetero». (N. de la T)



Lo que más me gusta de los australianos es su ento¬nación cantarina al hablar. Por supuesto, me dijeron que era yo la que tenía un acento diferente. Me parecie¬ron gente muy acogedora, pues hacen que los extranje¬ros se encuentren como en casa y que desde un princi¬pio se sientan aceptados.

Los primeros días probé varios hoteles. Cada vez que me registraba en uno de ellos, me entregaban una jarrita metálica con leche. Observé que cada huésped recibía la suya. En la habitación encontraba una tetera eléctrica, bolsitas de té y azúcar. Al parecer los aussies adoran el té con leche y azúcar. No tardé mucho en descubrir que no era posible conseguir una taza de café al estilo americano.

La primera vez que probé con un motel, su anciano propietario me preguntó si quería encargar el desayuno y me mostró un menú escrito a mano. Solicité lo que quería y entonces él me preguntó a qué hora deseaba que me lo sirvieran en la habitación. A la mañana si¬guiente, mientras tomaba un baño, oi pasos que se acer¬caban a mi puerta, pero nadie entró ni llamó. Lo que sí oí fue un extraño ruido parecido al de un portazo. Mientras me secaba, me llegó un olor a comida. Busqué por todas partes; no encontré nada, pero yo olía a comi¬da sin lugar a dudas. «Debe venir de la habitación con¬tigua», me dije.

Tardé una hora más o menos en prepararme y en hacer la maleta. Cuando estaba cargándola en el coche alquilado, un joven se acercó por la acera.

—Buenos días, ¿le ha gustado el desayuno? —pre¬guntó.

—Sin duda se ha producido alguna confusión —dije yo, sonriendo—. No lo he recibido.

—Oh, si, está aquí. Lo he traído yo mismo —repli¬có, dirigiéndose hacia un pomo que había en la pared exterior de la habitación del motel y levantando una tapa. Dentro del pequeño compartimento había una bandeja agradablemente aderezada con huevos revuel¬tos fríos y gomosos. Luego entró en la habitación y abrió la puerta de un armarito para mostrar de nuevo la deprimente visión. Ambos nos echamos a reír. Lo había olido, pero no lo había encontrado. Era la primera de las muchas sorpresas que Australia me iba a deparar.

Los aussies fueron amables. Los encontré corteses cuando me ayudaron a buscar una casa de alquiler. Es-taba situada en una zona residencial bien atendida. To¬das las casas del barrio se habían construido más o me-nos en la misma época; todas tenían una sola planta y eran blancas, con porche en la fachada y a los lados. Ninguna de ellas, en principio, tenía cerraduras en las puertas. Los servicios estaban divididos, el wáter en un pequeño cuarto y la bañera y el lavabo en otra habita¬ción. Los armarios no eran empotrados, sino antiguos armarios independientes. Ninguno de mis aparatos ame¬ricanos funcionaba allí. La electricidad es diferente y los enchufes tienen otra forma. Tuve que comprar un nuevo secador de pelo y las tenacillas de rizar.

El jardín posterior estaba lleno de flores y árboles exóticos que florecían todo el año gracias al clima cáli¬do. Por la noche se acercaban los sapos para disfrutar del perfume del follaje y parecían aumentar en número a medida que pasaban los meses. Estos animales son una molestia nacional, su población está totalmente fue¬ra de control, por lo que se han de matar y controlar en cada barrio. Al parecer mi jardín era un refugio seguro.

Los australianos me introdujeron en el juego de los bolos sobre hierba, un deporte al aire libre en el que todos los jugadores visten de blanco. Yo había visto tiendas en las que no vendían más que camisas, pantalo-nes, faldas, zapatos y calcetines blancos, e incluso som¬breros blancos. Fue un alivio hallar la respuesta a tan extraordinario y limitado comercio. También me lleva¬ron a un partido de fútbol según las reglas australianas. Fue realmente rudo. Los jugadores de fútbol que yo ha¬bía visto hasta entonces llevaban gruesas protecciones acolchadas y cascos, e iban completamente tapados. Aquellos tipos vestían pantalón corto y camisetas de manga corta, y no llevaban ninguna protección. En la playa vi gente con sombreros de goma que se ataban bajo la barbilla. Según me explicaron, servían para indi¬car que el sujeto en cuestión era un salvavidas. También tienen patrullas especiales de salvavidas contra tiburo¬nes. No es corriente que a uno se lo coma un tiburón, pero el problema tiene suficiente importancia como para justificar un entrenamiento especial.

Australia es el continente más llano y seco del pla¬neta. La proximidad de las montañas a las costas hace que la mayor parte del agua de lluvia caída se dirija hacia el mar y deje el 90 por ciento de la tierra semiárida. Se puede recorrer en avión los tres mil doscientos kiló¬metros que separan Sidney de Perth sin ver una sola población.

Visité las principales ciudades del continente con motivo del proyecto sobre sanidad en el que trabaja¬ba. En Estados Unidos disponía de un microscopio especial con el que podía utilizarse sangre entera, sin necesidad de alterarla o disgregar sus componentes. Observando una gota de sangre entera al microscopio es posible ver gráficamente y en movimiento muchos aspectos de la química de los pacientes. Conectábamos el microscopio a una cámara de vídeo y a un monitor. Sentados junto al médico, los pacientes podían ver así sus leucocitos, hematíes, bacterias o grasas. Yo tomaba muestras, enseñaba a los pacientes su sangre y después pedía a los fumadores, por ejemplo, que salieran a fu¬marse un cigarrillo. Tras unos instantes, sacábamos otra muestra para que vieran los efectos del cigarrillo. Se uti¬lizaba este sistema para educar a los pacientes, pues éste es un modo directo de motivarles para que se hagan res¬ponsables de su propio bienestar. Los médicos pueden utilizarlo para numerosas situaciones, tales como mos¬trar a los pacientes el nivel de grasas en la sangre o una reacción inmunológica lenta, y luego pueden hablar con los pacientes sobre el modo de ayudarse a si mismos. Sin embargo, en Estados Unidos las compañías ase¬guradoras no cubren el coste de las medidas preventi¬vas, de modo que los pacientes deben pagárselo de su propio bolsillo. Nosotros confiábamos en que el siste¬ma australiano fuera más receptivo. Mi tarea consistía en demostrar la técnica, importar e instalar el equipo, redactar instrucciones y realizar las prácticas de entre¬namiento. Era un proyecto que realmente merecía la pena y yo estaba disfrutando de verdad en Australia.

Un sábado por la tarde visité el Museo de la Cien¬cia. El guía era una mujer alta, vestida con ropas caras, que mostró curiosidad por Estados Unidos. Estuvimos charlando y pronto nos hicimos buenas amigas. Un día propuso que comiéramos juntas en un pintoresco salón de té en el centro de la ciudad que anunciaba adivinas. Recuerdo que estaba sentada en el local aguardando la llegada de mi amiga y pensando en que yo siempre era puntual, así que, ¿por qué daba la impresión de tener un aura de magnetismo que atraía amigos impuntuales? Se acercaba la hora de cerrar. No iba a aparecer. Me incliné para recoger el bolso del suelo, donde lo había colocado tres cuartos de hora antes.

Un hombre joven, alto, delgado, de piel oscura y vestido de blanco desde las sandalias al turbante se acer-có a mi mesa.

—Tengo tiempo de leerle la mano ahora —me dijo en voz baja.

—Oh, estaba esperando a una amiga, pero me da la impresión de que no va a poder venir. Volveré otro día.

—Algunas veces no hay mal que por bien no venga—comentó, acercando una silla y sentándose al otro la-do de la pequeña mesa redonda para dos. Me cogió una mano. La volvió boca arriba y empezó. No me miraba la mano; sus ojos permanecían fijos en los míos—. La razón por la que ha venido a este lugar, no a este salón de té sino a este continente, es el destino. Hay alguien aquí con quien ha acordado una cita en beneficio mu¬tuo. El acuerdo se realizó antes de que ninguno de los dos hubiera nacido. De hecho, decidieron nacer en el mismo instante, uno en la parte de arriba del mundo y el otro aquí, en las Antípodas. El pacto se realizó en el más alto nivel de su yo eterno. Acordaron no buscarse el uno al otro hasta que hubieran pasado cincuenta años. Ahora ha llegado el momento. Cuando se en¬cuentren, se producirá el reconocimiento inmediato de sus almas. Esto es todo lo que puedo decirle.

El hombre se levantó y salió por la puerta que supuse que daría a la cocina del restaurante. Me había quedado muda. No tenía sentido nada de lo que me ha¬bía dicho, pero hablaba con tal autoridad que en cierto modo me sentí impelida a tomármelo en serio.

El incidente se complicó cuando mi amiga me llamó esa noche para disculparse y explicarme por qué no había acudido a nuestra cita para comer. Se entusiasmó cuando le conté lo que me había ocurrido y prometió ir a ver al adivinador al día siguiente para que le diera información sobre su propio futuro.

Cuando me telefoneó de nuevo, su entusiasmo ha¬bía dado paso a la duda. «El salón de té no tiene adivi¬nos —me dijo—. Cada día hay una persona diferente, pero todas son mujeres. El martes fue Rosa, y no lee las manos, echa las cartas. ¿Estás segura de que fuiste al lu¬gar que te dije?»

Yo sabía que no estaba loca. Siempre he considera¬do la adivinación como un mero entretenimiento, pero una cosa era segura: aquel joven no había sido una ima¬ginación mía. Oh, bueno, de todas formas los aussies creen que los yanquis son unos excéntricos. Además, todo el mundo lo considera una diversión más, y Aus-tralia está llena de cosas divertidas para entretenerse.

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