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¿QUÉ ES LA SEGURIDAD SOCIAL?
A la mañana siguiente, antes de que el sol pudiera bañarme con sus rayos, me despertó el ruido de la gente recogiendo las escasas pertenencias diseminadas que ha¬bíamos usado la noche anterior. Me dijeron que los días se hacían cada vez más calurosos, así que caminaríamos durante las horas más frescas de la mañana, descansaría¬mos y reanudaríamos nuestro viaje hasta entrada la no¬che. Doblé la piel de dingo y se la entregué a un hom¬bre que estaba guardando las cosas. Las pieles quedaron a mano, porque cuando el calor apretara más buscaría¬mos refugio, construiríamos un wiltja, o paravientos de broza, o utilizaríamos nuestras pieles de dormir para hacernos sombra.
A casi ningún animal le gusta el resplandor del sol. Sólo los lagartos, arañas y moscas permanecen alerta y activos a cuarenta grados. Incluso las serpientes se han de enterrar en caso de calor extremo, de lo contrario mueren deshidratadas. A veces no es difícil distinguir a las serpientes porque nos oyen llegar y sacan la cabeza del suelo arenoso para descubrir la fuente de la vibración. Por suerte en aquella época yo no sabía que hay doscientos tipos diferentes de serpientes en Australia, de los que más de setenta son venenosos.
Lo que sí aprendí aquel día fue la extraordinaria re¬lación que tienen los aborígenes con la naturaleza. Antes de iniciar la marcha formamos un cerrado semicírculo, encarados todos hacia el este. El Anciano de la Tribu se colocó en el centro y entonó un cántico. El ritmo lo es¬tablecieron y mantuvieron los miembros del grupo, ba-tiendo palmas, dando patadas en el suelo o golpeándose los muslos. Duró unos quince minutos. Era una rutina que se repetía cada mañana y que, según descubrí, cons¬tituía una parte muy importante de nuestra vida en co¬mún. Era la plegaria matutina, o el modo de centrarse o de fijar un objetivo cada mañana, como queramos llamarlo. Esta gente cree que todo en el planeta existe por una razón. Todo tiene un propósito. No hay mons¬truos, inadaptados ni accidentes. Sólo hay malentendi¬dos y misterios que aún no se han revelado al hombre mortal.
El propósito del reino vegetal es alimentar a los ani¬males y los humanos, mantener la tierra firme, realzar la belleza y equilibrar la atmósfera. Me dijeron que las plantas y los árboles cantan a los humanos en silencio y todo lo que piden a cambio es que nosotros les cante¬mos a ellos. Mi mente científica interpretó al instante que se referían al intercambio entre oxígeno y dióxido de carbono de la naturaleza. El principal propósito del animal no es alimentar a los humanos, pero lo acepta cuando es necesario. En realidad está para equilibrar la atmósfera y ser compañero y maestro con el ejemplo. Así pues, cada mañana la tribu envía un pensamiento o mensaje a los animales y plantas que nos aguardan. Di¬cen: «Caminamos hacia vosotros para honrar el propó-sito de vuestra existencia.» Corresponde a animales y plantas decidir quiénes de entre ellos serán los elegidos.
La tribu de los Auténticos no se queda nunca sin comida. El universo responde siempre a su correspon-dencia mental. Ellos creen que el mundo es un lugar de abundancia. De igual modo que usted o yo podríamos reunirnos para oír a alguien tocar el piano y honrar su talento y su propósito, ellos hacen lo mismo con toda la naturaleza y con total sinceridad. Cuando aparecía una serpiente en nuestro camino, obviamente se encon¬traba allí para servirnos de comida. El alimento diario era una parte muy importante de nuestra celebración vespertina. Aprendí que el alimento no se daba por su¬puesto. Primero se solicitaba, se esperaba siempre que apareciera y así era, en efecto, pero se recibía con agra¬decimiento, mostrándose siempre una auténtica grati-tud. La tribu empieza cada día dando gracias a la Uni¬dad por el día, por sí mismos, por sus amigos y por el mundo. Algunas veces piden cosas concretas, pero siem¬pre se expresa así: «Es por mi supremo bien y el supre¬mo bien de la vida en todas partes.»
Después de la reunión matinal en semicírculo in¬tenté decirle a Outa que había llegado el momento de que me acompañara de vuelta al jeep, pero no conseguí encontrarlo. Finalmente admití que podía soportar un día más.
La tribu no llevaba provisiones. No plantaba semi¬llas y no participaba en ninguna cosecha. Caminaba por el ardiente Outback australiano, sabiendo que recibiría diariamente las generosas bendiciones del universo. El universo no le decepcionaba nunca.
El primer día no desayunamos nada, lo que resultó ser la pauta habitual. Algunas veces comíamos de no-che, pero por lo general lo hacíamos siempre que en¬contrábamos alimento, sin tener en cuenta la posición del Sol. Muchas veces echábamos un bocado aquí y otro allá, en lugar de hacer una comida tal como noso¬tros la entendemos.
Llevábamos con nosotros varios pellejos de agua hechos de vejigas de animales. Sé que los seres humanos son agua en un 70 por ciento y que necesitan un mínimo de tres litros y medio al día en condiciones ideales. Observando a los aborígenes me di cuenta de que ellos necesitaban mucho menos y bebían menos que yo. De hecho, apenas bebían de los pellejos de agua. Sus cuer¬pos parecían aprovechar al máximo la humedad de la comida. Ellos opinan que los Mutantes tienen muchos vicios y que el agua es uno de ellos.
Utilizábamos el agua para mojar lo que parecían hierbas secas y muertas en las comidas. Se introducían los tallos marrones como palos sin vida, deshidratados, y salían muchas veces con el milagroso aspecto de tallos de apio frescos.
Sabían encontrar agua donde no había el mas mí¬nimo indicio de humedad. En ocasiones se tumbaban en la arena y oían el agua bajo la superficie o colocaban las manos con las palmas hacia abajo y exploraban la tierra en busca de agua. Clavaban largas cañas huecas en la tierra, sorbían por el extremo y creaban una pe-queña fuente. El agua salía arenosa y de color oscuro, pero tenía un sabor puro y refrescante. Conocían la existencia de agua a lo lejos por los vapores que se for¬maban con el calor, e incluso podían olerla y sentirla en la brisa.
Cuando sacamos agua de una grieta rocosa me en¬señaron el modo de acercarme sin contaminar la zona con mi olor humano, para que no se asustaran los ani¬males. Después de todo, el agua también era suya. Los animales tenían tanto derecho a ella como las personas. La tribu no se la llevaba nunca toda, aunque su provi-sión de agua fuera escasa en ese momento. En todos los lugares en que había agua, la gente bebía siempre por el mismo sitio. Todas las especies observaban este mismo comportamiento. Sólo los pájaros hacían caso omiso de esta regla de acceso y bebían, salpicaban y excretaban a sus anchas.
A los miembros de la tribu les bastaba con examinar el terreno para saber qué criaturas andaban cerca. De niños se habituaban a la observación minuciosa y a re¬conocer así, de un vistazo, el tipo de marcas que dejan en la arena las criaturas que caminan, brincan o reptan. Están tan acostumbrados a verse las huellas de las pies que no sólo pueden identificarse unos a otros sino que incluso pueden saber, por la longitud de los pasos, si una persona se encuentra bien o si está enferma y cami¬na lentamente. La más leve desviación en la huella del pie sirve para indicarles el destino más probable del caminante. Su percepción traspasa con mucho las limi¬taciones de las personas que se educan en otras culturas. Su sentido del oído, de la vista y del olfato parece so¬brehumano. Las huellas de pisadas tienen vibraciones que indican mucho más de lo que puede verse mirando simplemente la arena.
Más tarde aprendí que se han registrado casos de perseguidores aborígenes que, por las huellas de los neumáticos, han sabido la velocidad, tipo de vehículo, fecha y hora, e incluso el número de pasajeros.
Durante los días siguientes comimos bulbos, tu¬bérculos y otros vegetales parecidos a las patatas y los ñames, que crecían bajo tierra. Podían localizar una planta lista para ser recolectada sin sacarla de la tierra. Movían las manos por encima de la planta y comenta¬ban: «Ésta está creciendo, pero aún no está lista» o «Sí, ésta está preparada para nacer». A mí todos los tallos me parecían iguales, así que después de desbaratar unos cuantos y ver cómo volvían a replantarlos, decidí que era mejor esperar hasta que me dijeran lo que tenía que extraer. Ellos lo explicaban como una habilidad natural para encontrar agua que tienen todos los humanos. De¬bido a que mi sociedad no fomentaba que los indivi¬duos se dejaran guiar por su intuición, e incluso lo mi-raban con desagrado, considerándolo sobrenatural y posiblemente nocivo, tuvieron que enseñarme para que aprendiera lo que se da de forma natural. Básicamente me enseñaron a preguntarle a las plantas si estaban listas para que las honraran por el propósito de su existencia. Pedía permiso al universo y luego exploraba con la pal¬ma de la mano. Algunas veces notaba calor y otras mis dedos parecían sentir un incontrolable tirón cuando se posaban sobre los vegetales maduros. Cuando aprendí a hacer esto noté que había dado un paso gigantesco para ser aceptada por los miembros de la tribu. Parecía indi¬car que yo era un poco menos mutante y que quizá, gradualmente, me estaba volviendo más auténtica.
Era importante que no usáramos nunca una planta en su totalidad; siempre se dejaba la raíz para que cre-cieran nuevos brotes. Los de la tribu tenían un extraor¬dinario sentido de lo que ellos llamaban la canción o los sonidos no expresados de la tierra. Ellos perciben la in¬formación que les envía su entorno, realizan una tarea única de decodificación y luego actúan conscientemen¬te, casi como si hubieran desarrollado un diminuto re-ceptor celestial a través del cual llegaran los mensajes del universo.
Uno de los primeros días cruzamos el lecho seco de un lago. En la superficie había amplias grietas irregula-res, cada una de las cuales parecía tener los bordes re¬torcidos. Algunas mujeres recogieron la arcilla blanca, que luego se convertía en fino polvo para usarla como pintura.
Las mujeres llevaban largos palos y los clavaban en la dura superficie de arcilla. A unas decenas de centíme-tros bajo la superficie encontraban humedad y extraían pequeñas bolas de barro. Ante mi sorpresa, una vez fro¬tadas las bolas para quitarles la suciedad, resultaron ser ranas. Aparentemente resisten la deshidratación enterrándose bajo la superficie. Asadas seguían teniendo bastante humedad y sabían a pechuga de pollo. En los meses siguientes una serie de alimentos apareció ante nosotros para ser honrados como nuestra celebración diaria de la vida universal; comimos canguro, caballo salvaje, lagarto, serpiente, insectos, gusanos de todos los tamaños y colores, hormigas, termitas, osos hormigue¬ros, pájaros, peces, semillas, frutos secos, fruta, plantas, tan variadas que su enumeración resultaría inacabable, e incluso cocodrilo.
Una de las mujeres se acercó a mí la primera maña¬na. Se quitó la sucia cinta de la cabeza y, recogiéndome los largos cabellos, la utilizó para sujetar un nuevo esti¬lo de peinado en alto. Su nombre era Mujer Espíritu. Yo no comprendía con qué estaba relacionada espi¬ritualmente, pero cuando nos hicimos buenas amigas decidí que era conmigo.
Perdí la noción de los días, de las semanas, del tiem¬po. No volví a pedir que me llevaran de vuelta al jeep. Parecía inútil, y además estaba sucediendo algo. Obra¬ban de acuerdo con un plan. Pero era evidente que en aquel momento no se me permitía saber de qué se tra¬taba. Continuamente ponían a prueba mi fuerza, mis reacciones, mis creencias, pero yo no sabía la razón, y me preguntaba si personas que no sabían leer ni escribir tendrían otro método para evaluar los progresos de sus alumnos.
¡Algunos días la arena se ponía tan caliente que yo oía literalmente mis pies! Chisporroteaban como ham-burguesas friéndose en la sartén. Cuando se me secaron las ampollas y se endurecieron, empezó a formarse una especie de pezuña.
A medida que iba pasando el tiempo, mis energías físicas alcanzaban cotas insospechadas. Sin nada que co¬mer para desayunar o almorzar, aprendí a alimentarme con la vista. Observé carreras de lagartos e insectos aci¬calándose y descubrí imágenes ocultas en las piedras y en el cielo.
Los de la tribu me señalaban los lugares sagrados del desierto. Al parecer todo era sagrado: rocas apiñadas, colinas, barrancos, incluso lechos secos y llanos. Pare¬cían existir líneas invisibles que delimitaban el territorio ancestral de antiguas tribus. Me mostraron cómo miden ellos la distancia con canciones en las que se dan detalles y ritmos muy específicos. Algunas canciones alcanza¬ban las cien estrofas. Cada una de sus palabras y pausas debían ser exactas. No se podía improvisar ni tener un lapsus de memoria porque se trataba, literalmente, de una vara de medir. En realidad nos llevaban cantando de un lugar a otro. La única comparación que se me ocurre para estos versos cantados es un método de me¬dición que desarrolló un amigo mío ciego. Ellos habían rechazado el lenguaje escrito porque consideran que se pierde capacidad memorística. Si se ejercita la memoria, se retiene un nivel óptimo.
El cielo mantenía su color azul pastel día tras día, sin nubes, con la única variación de una serie de matices. La brillante luz del mediodía se reflejaba en la arena relu¬ciente, obligándome a entrecerrar los ojos, pero también a esforzarlos, de modo que se convirtieron en nuevas válvulas de entrada para un río de vísion.
Empecé a apreciar mi capacidad de recuperación tras una noche de sueño, en lugar de darla por supuesta, y el hecho de que en realidad bastaran unos pocos sor¬bos de agua para apagar la sed, así como toda la gama de sabores desde el dulce al amargo. Durante toda mí vida me habían estado hablando de seguridad en el tra-bajo, de la necesidad de construirse un parapeto para protegerse de la inflación comprando bienes raíces y ahorrando para la jubilación. En el desierto la única se¬guridad era el ciclo infalible de amanecer y ocaso. Me asombraba que la raza más insegura del mundo según mí criterio no padeciera de úlceras, hipertensión ni en-fermedades cardiovasculares.
Empecé a descubrir la belleza y la armonía de toda la vida en las más extrañas visiones. En un nido de serpien¬tes, unas doscientas quizá, cada una con un diámetro del tamaño de mi pulgar; zigzagueaban entrando y saliendo como sí dibujaran la superficie de un jarrón ornamental de un museo. Siempre he detestado las serpientes, pero entonces las veía como necesarias para el equilibrio natu¬ral, necesarias para la supervivencia de nuestro grupo de viajeros, y criaturas tan difíciles de aceptar cariñosamente que se han convertido en objetos del arte y la religión. Nunca hubiera concebido la idea de sentir impaciencia por comer carne ahumada de serpiente y mucho menos cruda, pero llegó un momento en que ocurrió. Aprendí que el agua aportada por cualquier alimento puede tener un valor precioso.
A lo largo de los meses experimentamos los rigores opuestos del clima. La primera noche utilicé la piel que me habían asignado como estera, pero cuando llegaron las noches frías, la convertí en manta. Casi todos dor-mían sobre el suelo desnudo, acurrucados unos en bra¬zos de otros. Confiaban en el calor de otro cuerpo hu-mano más que en la fogata cercana. En las noches más frías encendían varios fuegos. En el pasado habían via¬jado con dingos domesticados que les servían de ayuda en la caza y como compañía, y les daban calor en las noches frías, de ahí la expresión coloquial «noche de perros».
Algunas noches nos tumbábamos en el suelo for¬mando un único circulo para conseguir un mejor uso de nuestras pieles, pues el apiñamiento parecía mantener y transmitir el calor del cuerpo con mayor eficacia. Cavá¬bamos hoyos en la arena para echar dentro ascuas ar¬dientes y luego arena por encima. Colocábamos en el suelo la mitad de las pieles y nos tapábamos con la otra mitad. Los huecos se compartían de dos en dos. Todos los pies se juntaban en el centro.
Recuerdo haber escudriñado el vasto cielo, con las manos apoyadas en el mentón. Notaba la esencia de la maravillosa gente que me rodeaba, pura, inocente y afectuosa. Aquel circulo de seres vivientes en forma de margarita, con fuegos diminutos entre cada dos cuer¬pos, constituiría sin duda una asombrosa vision para quien nos observara desde el espacio.
Parecía que se tocaban tan sólo con los dedos de los pies, pero día a día aprendí que su conciencia había es¬tado en contacto con la conciencia universal de la hu¬manidad desde siempre.
Empezaba a comprender por qué sentían sincera¬mente que yo era una Mutante, y yo era igualmente sin¬cera en mí gratitud por la oportunidad de despertar que me concedían.
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