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SORPRESA DURANTE LA CENA
Amigo de los Grandes Animales habló durante nues¬tra plegaria ritual de la mañana. Sus hermanos deseaban ser honrados. Todos se mostraron de acuerdo; no sabían nada de ellos desde hacía tiempo.
En Australia no hay muchos animales grandes. No es como Africa, con sus elefantes, leones, jirafas y ce-bras. Yo sentí curiosidad por ver lo que nos deparaba el universo.
Ese día caminamos a paso vivo. El calor parecía me¬nos intenso, y hasta es posible que estuviéramos a unos cuantos grados por debajo de los cuarenta. Mujer que Cura me untó la cara con una mezcla de un aceite de la¬gartos y plantas, poniendo especial cuidado en la parte superior de las orejas. No había contado las capas de piel caídas, pero sabía que habían sido varias. En reali¬dad me preocupaba que acabara quedándome sin ore¬jas, porque las quemaduras de sol no parecían tener fin. Mujer Espíritu acudió en mi ayuda. La tribu convocó una reunión para resolver el problema y, a pesar de que mí situación era extraña para ellos, rápidamente encon¬traron la solución. Se construyó un artefacto que se pa¬recía a las antiguas orejeras para el invierno. Mujer Es¬píritu tomó un ligamento de animal, lo ató formando un círculo, y Maestra en Costura le cosió plumas en de¬rredor. El artefacto en cuestión, que me colgaron sobre las orejas, unido al ungüento, me produjo un maravillo¬so alivio.
El día resultó divertido. Jugamos a las adivinanzas mientras viajábamos. Se turnaban para imitar animales y reptiles o para representar acontecimientos pasados, y nosotros intentábamos adivinar qué era. Hubo risas du-rante todo el día. Las huellas de mis compañeros de via¬je ya no parecían marcas de viruela en la arena; empeza¬ba a distinguir las leves variaciones características del porte peculiar de cada uno.
Cuando empezó a oscurecer, observé la llanura dis¬tante en busca de vegetación. El color de la tierra frente a nosotros variaba del beige a distintos tonos de verde. Vi también unos árboles cuando nos acercamos a un nuevo terreno. Para entonces no debía sorprenderme ya que las cosas surgieran de la nada para los Auténti-cos, pero su genuino entusiasmo al recibir cada uno de esos dones se había convertido en una parte de mi pro¬fundo yo.
Allí estaban los grandes animales que deseaban cumplir el propósito de su existencia: cuatro camellos salvajes. Tenían una única y alta joroba y no estaban en absoluto acicalados como los que yo había visto en el circo y en el zoológico. Los camellos no son animales autóctonos de Australia. Habían llegado como medio de transporte y al parecer algunos habían sobrevivido, aunque no así el grupo que los montaba.
La tribu se detuvo. Partieron seis exploradores por separado. Tres se acercaron desde el este y los otros tres desde el oeste. Avanzaron sigilosamente y encorvados. Cada uno de ellos llevaba un bumerán, una dardo y un lanzadardos. Éste consiste en un artefacto de madera que se utiliza para propulsar el dardo. La distancia que alcanza el dardo y la precisión se triplican cuando se suma el movimiento completo del brazo al golpe de mu¬ñeca. La manada de camellos se componía de un macho, dos hembras adultas y una cría.
Los penetrantes ojos de los cazadores vigilaban la manada. Más tarde me explicaron que se había decidido cazar la hembra más vieja. Los de la tribu usan los mis¬mos métodos que su animal hermano, el dingo, para detectar las señales del animal más débil. Su deseo de cumplir ese día el propósito de su existencia y dejar a los fuertes para que perpetúen la especie, parece llamar a los cazadores. Sin intercambiar palabras ni señas con las manos que yo pudiera observar, se produjo el rápido ataque con una total coordinación. Un dardo certero dio en la frente de la camella y otro se clavó simultánea¬mente en su pecho, causándole la muerte instantánea. Los tres camellos restantes se alejaron al galope y el so¬nido de sus pezuñas se desvaneció en la distancia.
Preparamos un profundo agujero y cubrimos el fon¬do y los lados con varias capas de hierba seca. Cuchillo en mano, Amigo de los Grandes Animales rajó el vientre de la camella como sí accionara una cremallera. Brotó una bolsa de aire caliente, y con ella el fuerte y cálido olor a sangre. Se sacaron los órganos uno a uno, dejan-do aparte el corazón y el hígado. Estos dos órganos eran muy apreciados por la tribu debido a las propieda-des de fuerza y resistencia que contienen. Como cientí¬fica, yo sabía que eran una increíble fuente de hierro para una dieta que era irregular e impredecible en nu¬trientes. La sangre se vertió en un recipiente especial que llevaba al cuello la joven aprendiza de Mujer que Cura. Las pezuñas se guardaron; me dijeron que tenían múltiples usos. Yo no imaginé cuáles podrían ser.
«Mutante, esta camella llegó a ser adulta por ti», gri¬tó uno de los carniceros, y levantó en alto la enorme bolsa acuosa de la vejiga.
Mi adicción al agua era bien conocida por ellos, que esperaban encontrar una vegija apropiada para hacer con ella un pellejo que yo habría de transportar. La habían encontrado.
Era evidente que aquel terreno era uno de los luga¬res favoritos de los animales para apacentar como suge-rían los montones de excrementos. Irónicamente, en¬tonces yo había acabado por apreciar como un tesoro lo que unos meses antes era demasiado repugnante incluso para hablar de ello. Aquel día recogí excrementos, agra¬decida por aquella maravillosa fuente de combustible.
Nuestro alegre día terminó con más risas y bromas mientras debatían si llevaría la vejiga de camella atada alrededor de la cintura, colgada del cuello o a modo de mochila. Al día siguiente partimos con la piel de la ca-mella extendida sobre las cabezas de varios miembros del grupo. Además de proporcionar sombra, servía para que la piel se secara y curtiera durante el camino. Le habían quitado toda la carne y tratado con tanino, que sacaban de la corteza de una planta. La camella nos pro¬veyó de más carne de la que necesitábamos para la co¬mida, así que el resto se cortó en tiras. Una parte no se había asado bien en la fogata, y se llevaba ensartada en un palo.
Varios de nosotros transportamos esas banderas por el desierto; carne de camello ondeando al viento, secán¬dose y preservándose de manera natural.
¡Extraño desfile, realmente!
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