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miércoles, 25 de abril de 2012

Las Voces del Desierto DULCE DE HORMIGAS

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DULCE DE HORMIGAS



El sol brillaba con una fuerza tan abrasadora que no podía abrir los ojos por completo. El sudor, producido por todas y cada una de las células de mi piel, corría en riachuelos por los pliegues de mi cuerpo hasta mojarme los muslos cuando se rozaban al andar. Hasta los em¬peines de los pies me sudaban. Jamás había visto cosa igual; eso quería decir que habían perdido la comodidad de los cuarenta grados y que estábamos sufriendo tem¬peraturas altísimas. También las plantas de mis pies so¬portaban una extraña transformación. Tenía ampollas desde los dedos hasta el talón, de lado a lado, pero las ampollas se habían formado bajo la superficie de ampo¬llas anteriores; los tenía como muertos.

Mientras caminábamos, una mujer desapareció en el desierto y volvió poco después con una enorme hoja de un intenso verde, que tenía medio metro de ancho aproximadamente. Yo no vi planta alguna por los alre-dedores de la que pudiera proceder aquella hoja, nueva y sana. Todo lo que nos rodeaba era pardo, seco y que¬bradizo. Nadie preguntó de dónde la había sacado. La mujer se llamaba Portadora de Felicidad; su talento en la vida consistía en organizar juegos. Esa noche iba a encargarse de las actividades participativas y dijo que jugaríamos al juego de la creación.

Tropezamos con un hormiguero de grandes hor¬migas, probablemente de dos centímetros y medio de longitud, con un extraño centro dilatado. «¡Te va a en¬cantar su sabor!», me dijeron. Las criaturas iban a ser honradas como parte de nuestra comida. Son una varie¬dad de la hormiga de miel cuyos vientres dilatados con¬tienen una sustancia dulce de un sabor parecido al de la miel. No llegan nunca a ser tan grandes como las que habitan en terrenos más próximos a una profusa vegeta¬ción, ni tienen un sabor tan dulce. Tampoco su miel es una sustancia pegajosa y densa, ni de un intenso color amarillo como la de las abejas. Más bien parece que ha¬yan extraído la sustancia del calor incoloro y del viento de los contornos. Probablemente aquellas hormigas eran lo más parecido a una golosina que la tribu haya llegado a conocer. Extienden los brazos para que las hormigas trepen por ellos, y luego se meten las manos en la boca para comérselas. Por su expresión, las hormi¬gas tenían un sabor delicioso. Yo sabia que tarde o tem¬prano iban a pensar que había llegado el momento de que las probara, así que decidí tomar la iniciativa. Cogí sólo una y me la metí en la boca. El truco consistía en triturar el insecto con los dientes y disfrutar del dulzor, no tragárselo de golpe. Yo no conseguí hacer ninguna de las dos cosas. No pude tragarme aquellas patas que se retorcían alrededor de mi lengua, y además la hormi¬ga se me subía por las encías. Más tarde, cuando ya ha¬bíamos encendido el fuego, mis compañeros enterraron las hormigas en las brasas cubiertas por hojas. Cuando estuvieron cocinadas, chupé la superficie de las hojas como si fuera una chocolatina derretida en el envolto¬rio. Para cualquiera que no hubiera comido nunca miel de azahar, probablemente serían un festín. Sin embargo, en la ciudad no tendrían demasiado éxito.

Esa noche, Mujer de los Juegos partió la hoja en pedazos. No los contó en el sentido convencional que nosotros le damos a la palabra, pero utilizó su propio método para que todos recibiéramos nuestro trozo. Mientras ella trajinaba con la hoja, nosotros hacíamos música y cantábamos. Después empezó el juego.

La primera pieza se depositó sobre la arena, mien¬tras proseguían los cánticos. A ésta le siguieron otras hasta que paró la música. Observamos entonces el di¬bujo formado como un rompecabezas. A medida que se colocaban más piezas sobre la arena, comprendí que las reglas permitían mover cualquier pieza si uno creía que la suya encajaba mejor en otro sitio. No había turnos específicos. En realidad se trataba de un juego colectivo sin afán competitivo. Pronto se completó la parte supe¬rior de la hoja, que recuperó su forma original. En ese momento nos felicitamos todos mutuamente, nos estre¬chamos las manos, nos abrazamos y nos pusimos a dar vueltas. Todos habían participado en el juego, que aún estaba a medias. Nos concentramos de nuevo en com¬pletar la tarea. Yo me acerqué al rompecabezas y colo¬qué mi pieza. Después me acerqué de nuevo, pero no distinguí cuál era la mía, así que volví y me senté. Outa me leyó el pensamiento y dijo: «No pasa nada. Sólo pa¬rece que los trozos de hoja están separados, igual que las personas parecen separadas, pero todos somos uno. Por eso es el juego de la creación.»

Outa tradujo también las palabras de los demás: «Ser uno no significa que todos seamos el mismo. Cada ser es único. No hay dos que ocupen el mismo lugar. De igual manera que la hoja necesita de todos los trozos para completarse, cada espíritu tiene su lugar especial. Las personas intentan a veces cambiar de lugar, pero al final cada cual regresa al que le corresponde. Algunos de nosotros buscamos un camino recto, mientras que a otros les gusta la monotonía de trazar círculos.»

Noté entonces que todos ellos me estaban mirando, y por mí mente cruzó la idea de levantarme y acercarme al dibujo. Cuando lo hice, sólo quedaba un espacio va¬cío y el trozo de hoja correspondiente se hallaba a unos centímetros, en el suelo. Al colocar la última pieza del rompecabezas, un grito de júbilo quebró el silencio y resonó en la inmensidad del espacio abierto que rodea¬ba a nuestro pequeño grupo.

A lo lejos, unos dingos alzaron los hocicos puntia¬gudos y aullaron al cielo de negro terciopelo salpicado por los destellos de los diamantes celestes.

«Tú lo has acabado y eso confirma tu derecho a este viaje —continuó Outa—. Nosotros recorremos un ca-mino recto en la Unidad. Los Mutantes tienen muchas creencias; ellos dicen que vuestras costumbres no son las mías, que vuestro salvador no es mi salvador, que vues¬tra eternidad no es la mía. Pero la verdad es que toda la vida es una. Sólo hay un juego. Sólo hay una raza y mu¬chos tonos diferentes. Los Mutantes discuten sobre el nombre de Dios, sobre qué edificio, qué día, qué ritual. ¿Vino Él a la Tierra? ¿Qué significan sus historias? La verdad es la verdad. Si hieres a alguien, te hieres a ti mismo. Si ayudas a alguien, te ayudas a ti mismo. La sangre y los huesos los encuentras en todos los hom¬bres. En lo que difieren es en el corazón y la intención. Los Mutantes piensan sólo en los cien años inmediatos, en si mismos, separados unos de otros. Los Auténticos pensamos en la eternidad. Todo es uno, nuestros an¬tepasados, nuestros nietos no nacidos, la vida toda en todas partes.»

Cuando concluyó el juego, uno de los hombres me preguntó si era cierto que algunas personas no llegaban a saber en toda su vida cuál era el talento que les había otorgado Dios. Tuve que admitir que algunos de mis pacientes estaban muy deprimidos y les parecía que la vida había pasado de largo por su puerta, pero que otros habían hecho su contribución. Si, tuve que admitir, muchos Mutantes no creían que tuvieran talento al-guno, y no pensaban en el propósito de la vida hasta que estaban moribundos. Grandes lágrimas afluyeron a los ojos del hombre, que meneó la cabeza para demos¬trar lo difícil que le resultaba creer que ocurriera seme-jante cosa.

«¿Por qué los Mutantes no comprenden que si mi canción hace feliz a una persona es un buen trabajo? Ayudas a una persona, buen trabajo. Además, sólo se puede ayudar a una cada vez.»

Les pregunté si habían oído el nombre de Jesús. «Desde luego —me dijeron—. Los misioneros nos en-señaron que Jesús es el Hijo de Dios. Nuestro hermano mayor. La Divina Unidad en forma humana. Es objeto de la mayor de las veneraciones. La Unidad vino a la Tierra hace muchos años para decirles a los Mutantes cómo debían vivir, lo que ellos habían olvidado. Jesús no vino a la tribu de los Auténticos. Hubiera podi¬do hacerlo, naturalmente, nosotros estábamos aquí, pe¬ro no era nuestro mensaje. No se destinaba a nosotros porque nosotros no hemos olvidado. Nosotros ya vi¬víamos Su Verdad. Para nosotros —prosiguieron—, la Unidad no es una cosa. Los Mutantes parecen adictos a la forma. No aceptan nada invisible y sin forma. Para nosotros, Dios, Jesús, la Unidad no es una esencia que rodea a las cosas o que está presente en su interior; ¡es todo!»

Según esta tribu, la vida y la vivencia se mueven, avanzan y cambian. Me hablaron del tiempo en que se vive y del tiempo en que no se vive. La gente no vive cuando está furiosa o deprimida, cuando se compadece de si misma o está llena de temor. Respirar no es un fac¬tor determinante de la vida. Simplemente sirve para in-dicar a los demás qué cuerpo está listo para el funeral y cuál no. No todas las personas que respiran están vivas. Está muy bien poner a prueba las emociones negati¬vas y comprobar qué se siente, pero desde luego no es prudente ahondar en ellas. Cuando el alma se halla en forma humana, la persona juega a ver qué se siente sien¬do feliz o desgraciado, celoso o agradecido, o cualquier otro sentimiento. Pero se supone que ha de aprender de esa experiencia y, en último término, descubrir qué le produce placer y qué le produce dolor.

A continuación charlamos sobre juegos y deportes. Les conté que en Estados Unidos nos interesan mucho los acontecimientos deportivos, y que de hecho les pa¬gamos mucho más a los jugadores de baloncesto que a los maestros. Me ofrecí a mostrarles uno de nuestros juegos y sugerí que nos colocáramos todos en línea y que corriéramos lo más deprisa posible. El más rápido sería el ganador. Ellos me miraron atentamente con sus hermosos y grandes ojos, y luego se miraron entre sí. Por fin alguien dijo: «Pero si gana una persona, todos los demás tendrán que perder. ¿Eso es divertido? Los juegos son para divertirse. ¿Para qué someter a una per¬sona a semejante experiencia y tratar de convencerla luego de que en realidad ha ganado? Esa costumbre es difícil de entender. ¿Funciona con tu gente?» Yo me li¬mité a sonreír y a negar con la cabeza.

Había un árbol muerto cerca de allí. Con ayuda de los demás construimos un balancín, colocando una de las largas ramas sobre una roca alta. Fue muy diver¬tido; incluso los miembros más ancianos del grupo lo probaron. Me señalaron que hay ciertas cosas que uno no puede hacer solo, entre ellas usar ese juguete. Perso¬nas de setenta, ochenta y noventa años de edad libera¬ron al niño que llevaban dentro y se divirtieron con jue¬gos en los que no había ganadores ni perdedores, sino diversión para todos.

También les enseñé a saltar a la comba, para lo que utilicé varias tiras largas de tripas de animal atadas unas con otras. Intentamos dibujar un cuadro en la arena para jugar a la rayuela, pero estaba demasiado oscu¬ro y el cuerpo nos pedía descanso. Lo aplazamos para otro día.

Esa noche me tumbé de espaldas y contemplé un cielo increíblemente brillante. Ni siquiera una expo¬sición de diamantes en el escaparate de negro terciope¬lo de una joyería hubiera resultado más impresionante. Ante aquel cielo, mi atención se sentía atraída como por un imán. Parecía que abría mi mente, porque compren¬día que mis compañeros de viaje no envejecían como nosotros. Cierto es que sus cuerpos también acaban por desgastarse, pero es un proceso similar al de una vela que se extingue lenta y uniformemente. A ellos no se les estropea un órgano a los veinte y otro a los cuarenta. Lo que en Estados Unidos llamamos estrés allí, parecía una excusa para no hacer nada.

Por fin mi cuerpo empezaba a enfriarse. Aquel apren¬dizaje llevaba consigo muchos litros de sudor, pero era sin duda un método de instrucción muy eficaz. ¿Cómo iba a compartir con mi sociedad lo que estaba apren-diendo allí? Tenía que prepararme para el hecho de que nadie querría creerme. A la gente le resultaría difícil creer en este estilo de vida. Pero por alguna razón, yo sabia que la importancia de cuidar la salud física iba unida a la auténtica curación. de los seres humanos, la curación de su existencia etevna herida, sangrante y en-ferma.

Miré fijamente al cielo, y me pregunté: «¿Cómo?»

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