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SALSA
No corría el más mínimo soplo de aire, así que no¬taba incluso el vello que me iba creciendo en las axilas. También notaba que los callos de las plantas de los pies se me estaban haciendo cada vez más gruesos a medida que se iban secando capas más profundas de piel.
Nuestra caminata se interrumpió bruscamente. Nos detuvimos en el lugar en que dos palos cruzados habían señalado una tumba en otro tiempo. El recordatorio ya no se sostenía derecho; las ataduras se habían podrido. Ahora sólo quedaban dos ramas viejas, una larga y otra corta.
Hacedor de Herramientas recogió las ramas, sacó una fina tira de piel de su vistosa dilli* y reconstruyó la cruz usando el tejido animal con precisión profesional. Varias personas recogieron grandes rocas esparcidas en las cercanías y las colocaron formando un óvalo sobre la arena. El recordatorio de la tumba quedó entonces anclado a la tierra. (DilIi no tiene traducción exacta. Es una palabra nativa para designar las bolsas de fibras vegetales y corteza de árbol tejidas por los aborígenes. (N. de la T)
—¿Es una tumba de la tribu? —pregunté a Outa.
—No —me contestó—. Albergaba a un Mutante. Hace muchos, muchos años que está aquí; olvidada des¬de hace tiempo por su gente y posiblemente incluso por el superviviente que la cayó.
—Entonces, ¿por qué la arreglan? —inquirí.
—¿Y por qué no? No comprendemos vuestras cos¬tumbres, no estamos de acuerdo con ellas ni las acepta-mos, pero no las juzgamos tampoco. Honramos vuestra posición en el mundo. Estáis donde se supone que de¬béis estar, dadas vuestras alternativas pasadas y vuestra libre voluntad actual para tomar decisiones. Este lugar nos sirve a nosotros para el mismo propósito que cual¬quier otro lugar sagrado. Es un momento para dete¬nerse a reflexionar, a confirmar nuestra relación con la Divina Unidad y con toda la vida. No queda nada ahí, ¿sabes?, ni siquiera los huesos. Pero mi nación respeta a tu nación. Bendecimos el lugar, lo liberamos y nos vol¬vemos mejores porque hemos pasado por aquí.
Esa tarde me entregué a una meditación para exami¬nar con todo cuidado los escombros de mi pasado. Fue un trabajo sucio, aterrador, peligroso incluso. Había de¬fendido montones de viejas costumbres y creencias por interés personal. ¿Me habría detenido yo a reparar una tumba judía o budista? Recordaba que me había puesto nerviosa en un atasco de tráfico provocado por la gente que abandonaba un templo religioso. ¿Sería capaz ahora de mostrar la comprensión necesaria para guardar mí equilibrio, mostrarme imparcial y permitir a los demás que siguieran su propio camino con mis bendiciones? Empezaba a comprender: automáticamente le damos algo a cada persona que conocemos, pero elegimos lo que queremos dar. Nuestras palabras, nuestros actos, de¬ben crear el escenario para la vida que deseamos llevar.
De repente sopló una ráfaga de viento. El aire me lamió la piel dolorida, como la lengua rasposa de un gato. Apenas duró unos segundos, pero en cierto modo supe que no iba a ser fácil honrar tradiciones y valores que no comprendía y con los que no estaba de acuerdo, pero también que me reportaría inmensos beneficios.
Por la noche, bajo un cielo dominado por la luna llena, nos congregamos en torno a la fogata del campa-mento. Un resplandor naranja nos teñía el rostro, y la conversación derivaba hacia el tema de la comida. Era un diálogo abierto. Ellos me preguntaron y yo respondí cuanto me fue posible. Escucharon cada una de mis palabras. Les hablé de las manzanas, de cómo creába¬mos híbridos, hacíamos compota o la tradicional tarta. Ellos me prometieron buscarme manzanas silvestres para que las probara. Aprendí que los Auténticos eran esencialmente vegetarianos. Durante siglos habían co¬mido frutas, ñames, bayas, frutos secos y semillas sil-vestres. Ocasionalmente añadían pescado y huevos a su dieta, cuando tales artículos se presentaban con el pro¬pósito de honrar su existencia, de formar parte del cuer¬po del aborigen. Ellos prefieren no comer cosas que tengan «cara». Siempre han molido el grano, y sólo cuando los empujaron desde la costa hacia el Outback se hizo necesaria la ingestión de carne.
Les describí un restaurante y el modo en que se ser¬vían las comidas en platos decorados. Mencioné la salsa. La idea resultó confusa para ellos. ¿Por qué cubrir la carne con salsa? Así que acepté hacerles una demostración. Desde luego no tenía la cacerola adecuada. Hasta entonces nuestra cocina había consistido en trozos pequeños de carne, que solían colocarse sobre la arena después de apartar las ascuas a un lado. Algunas veces la carne se clavaba en espetones apoyados en palos. Oca¬sionalmente se hacía una especie de estofado con carne, vegetales, hierbas y la preciosa agua. En el campamento hallé una piel de las que usábamos para dormir; era sua¬ve y sin pelo, y con ayuda de Maestra en Costura con¬seguimos unos bordes curvos. Ella siempre llevaba una bolsa especial alrededor del cuello; contenía agujas de hueso y tendones. Yo derretí grasa animal en el centro, y cuando quedó líquida añadí un poco de polvo del que habían molido antes, además de hierba de las salinas, una pepita de pimienta picante, triturada, y finalmente agua. Cuando espesó, la eché por encima de la carne troceada que habíamos servido antes, y que era de una criatura muy extraña llamada clamidosauro de King, un lagarto con una membrana en torno al cuello en forma de pechera. La salsa provocó nuevas expresiones facia¬les y comentarios de todos los que la probaron, pero mostraron mucho tacto. En aquel momento mi memo¬ria retrocedió quince años.
Yo me había inscrito para la elección de Señora América, y me había encontrado con que una parte del concurso nacional consistía en presentar una receta original a la cazuela. Cada día, durante dos semanas, es-tuve preparando platos a la cazuela. Catorce cenas con¬secutivas las dedicamos a comer y valorar el sabor, aspecto y textura de cada nuevo plato, en busca de un posible ganador. Mis hijos no se negaron nunca a co-mer, pero pronto se convirtieron en maestros en el arte de decir con tacto lo que pensaban. Tuvieron que so-portar algunos sabores muy poco convencionales para apoyar a su madre. Cuando gané el título de «Señora Kansas», ambos gritaron para celebrarlo: «¡Hemos su¬perado el Desafío de la Cazuela!»
En el desierto veía la misma expresión de mis hijos en el rostro de mis compañeros. Nos divertíamos con casi todo lo que hacíamos, y aquello también provocó grandes risas. Pero su búsqueda espiritual está tan pre-sente en todas sus actividades que no me sorprendí cuando alguien comentó que la salsa era un símbolo del sistema de valores de los Mutantes. En lugar de vivir la verdad, los Mutantes permiten que las circunstancias y condiciones entierren una ley universal bajo una mezcla de conveniencia, materialismo e inseguridad.
Lo más interesante de sus comentarios y observa¬ciones fue que nunca me sentí criticada ni juzgada. Ellos no juzgaban jamás que mi gente estuviera equivocada y que su tribu tuviera la razón. Era más bien como un adulto afectuoso observando a un niño que lucha por ponerse el zapato izquierdo en el pie derecho. ¿Quién dice que no se puede recorrer un buena distancia cami¬nando con los zapatos cambiados? Tal vez haya una va¬liosa lección en los juanetes y las ampollas, pero es un sufrimiento que a un ser mayor y más sabio le parece ciertamente innecesario.
También hablamos de los pasteles de cumpleaños y el sabroso glaseado. La analogía que establecieron con el glaseado me pareció muy convincente. Parecía simbo¬lizar todo el tiempo que pierden los Mutantes en objeti¬vos artificiales, hueros, temporales, decorativos y edul¬corados en el espacio de una generación, de modo que en realidad son muy escasos los momentos de su vida que dedican a descubrir quiénes son y cuál es su ser eterno.
Cuando les hablé de las fiestas de cumpleaños, me escucharon atentamente. Hablé del pastel, de las can-ciones, de los regalos, y de la nueva vela que se incorpo¬ra cada ano.
—¿Para qué lo hacéis? —me preguntaron—. Para nosotros una celebración significa algo especial. Pero no hay nada especial en hacerse viejo. No exige ningún esfuerzo. Ocurre, simplemente.
—Si no celebráis que os hacéis mayores —dije yo—, ¿qué celebráis?
—Que nos volvemos mejores —fue la respuesta—. Lo celebramos si este año somos personas mejores y más sabias que el año pasado. Sólo uno mismo puede saberlo, así que eres tú quien debe decirle a los demás cuándo ha llegado el momento de celebrar la fiesta.
«Vaya —pensé—, eso es algo que debo recordar.»
Es realmente asombrosa la cantidad de comida sil¬vestre nutritiva que hay disponible y el modo en que aparece cuando la necesitan. El aspecto de las regiones áridas, que parecen inhóspitas, es engañoso. En el suelo yermo hay semillas con vainas muy gruesas. Cuando lle¬gan las lluvias, las semillas enraizan y el paisaje se trans¬forma. Aun así, al cabo de unos pocos días las flores han completado el ciclo de su existencia, los vientos es¬parcen las semillas y la tierra vuelve a su estado áspero y agostado.
En diferentes lugares del desierto, en regiones más cercanas a la costa y en las zonas del norte, más tropica¬les, disfrutamos de comidas copiosas utilizando una es¬pecie de judías. Hallamos fruta y una miel estupenda para nuestro té de corteza de sasafrás silvestre. En otro lugar pelamos la corteza de los árboles. La utilizamos para abrigarnos, envolver comida y masticarla por sus propiedades aromáticas que aclaran las congestiones de cabeza.
Muchos arbustos tienen hojas con las que pueden hacerse aceites medicinales con los que tratar invasiones bacterianas. Actúan como astringentes que liberan al cuerpo de infecciones y parásitos estomacales. El látex, el fluido que contienen los tallos de algunas plantas y ciertas hojas, sirve para eliminar verrugas, callos y duricias. Los aborígenes disponen incluso de alcaloides, como la quinina. Se estrujan plantas aromáticas y se mo¬jan en agua hasta que el fluido cambia de color. Luego se frotan el pecho y la espalda con él. Si se calienta, se inha¬la el vapor. Al parecer sirven para limpiar la sangre, esti¬mular las glándulas linfáticas y como ayuda para el sis¬tema inmunológico. Existe un pequeño árbol semejante al sauce que tiene muchas de las propiedades de la aspi¬rina. Se toma para malestares internos, para el dolor producido por torceduras o fracturas, así como para ali¬viar dolores y punzadas menos importantes de múscu¬los y articulaciones. También es eficaz contra las erosio¬nes de la piel. Otras cortezas se utilizan para diarreas, y con la resma de algunas otras, disuelta en agua, se hace jarabe para la tos.
En general, aquella tribu aborigen era extraordina¬riamente saludable. Más tarde conseguí identificar algu¬nos de los pétalos de flores que comíamos por su acción contra la bacteria de la fiebre tifoidea. Me preguntaba sí tal vez así reforzaban su sistema inmunológico, de modo muy parecido al de nuestras vacunas. Lo que sí sé es que el cuesco de lobo australiano, una variedad de hongo muy grande, contiene una sustancia anticancerí-gena llamada calvacina, actualmente en estudio. Tam¬bién tienen una sustancia antitumoral llamada acronící¬na, que se encuentra en una corteza.
Los aborígenes descubrieron las extrañas propie¬dades del solano australiano hace siglos. La medicina moderna obtiene de él el esteroide solasodina, que se utiliza para los anticonceptivos orales. El Anciano me advirtió que ellos están seguros de que las nuevas vidas que llegan al mundo deben hacerlo por decisión propia, con el propósito de amarlas y darles la bienvenida. Una nueva vida para la tribu de los Auténticos ha sido siem¬pre, desde el principio de los tiempos, un acto creativo consciente. El nacimiento de un niño significa que han proporcionado un cuerpo terrenal a un alma compañe¬ra. Al contrario que nuestra sociedad, ellos no esperan siempre que los cuerpos aparezcan sin defectos. Es la joya invisible que se lleva en el interior la que carece de defectos y da, al tiempo que recibe, ayuda en el proyec¬to común de las almas para refinarse y mejorar.
Yo tuve la impresión de que si ellos rezaran a nues¬tro modo, no sería para pedir por el niño abortado sino por el niño no deseado. Todas las almas que deciden ex¬perimentar la existencia humana serán honradas, si no a través de un padre y unas circunstancias determinadas, a través de otro, en otro tiempo. El Anciano me comen¬tó que el promiscuo comportamiento sexual de ciertas tribus, sin tomar en consideración el nacimiento resul¬tante, era tal vez el mayor retroceso que había dado la humanidad. Ellos creen que el espíritu entra en el feto cuando anuncia su presencia al mundo mediante el movimiento. Para ellos un niño que nace muerto es un cuerpo que no albergaba ningún espíritu.
Los Auténticos han localizado también una planta silvestre del tabaco. Utilizan las hojas para fumar en pi¬pa en ocasiones especiales. Ellos siguen usando el taba¬co como una sustancia única y rara, porque no abunda, que puede producir una sensación de euforia y crear adicción. Se utiliza simbólicamente para saludar a los visitantes o iniciar reuniones. Yo encontré cierta simili¬tud entre su respeto por la planta del tabaco y las tra-diciones de los indios americanos. Mis amigos hablaban a menudo de la tierra que pisábamos, recordándome que era el polvo de nuestros antepasados. Ellos de¬cían que en realidad las cosas no mueren, sólo se trans-forman. Hablaron del cuerpo humano, que vuelve a la tierra para servir de alimento a las plantas, que a su vez son la única fuente de oxígeno para los humanos. Pare¬cían ser mucho más conscientes del valor de las molécu¬las de oxígeno que necesitan todos los seres vivientes que la inmensa mayoría de la gente norteamericana que conozco.
Los miembros de la tribu de los Auténticos tienen una vista increíble. El pigmento rutina, que se encuen¬tra en diversas plantas autóctonas, es una aceptable sus¬tancia química que se usa en drogas oftalmológicas para combatir la fragilidad de los capilares y vasos sanguí¬neos del ojo. Al parecer, a lo largo de los miles de años en los que los aborígenes fueron los únicos habitantes de Australia, supieron descubrir los efectos que produ-cían los alimentos en el cuerpo.
Uno de los problemas de comer lo que crece de for¬ma silvestre es que existen múltiples plantas venenosas. Ellos reconocen de inmediato lo que supera los límites permisibles. Han aprendido a eliminar las partes vene-nosas, pero me contaron con tristeza que algunas de las ramas del tronco de la raza aborigen, que habían vuelto al comportamiento agresivo, eran conocidas por utilizar el veneno contra enemigos humanos.
Cuando ya llevaba cierto tiempo viajando con el grupo, empezaron a aceptar mis preguntas como una parte realmente necesaria para mi comprensión perso¬nal. Abordé también el tema del canibalismo. Yo había leído los relatos que se hacían en los libros de historia y había oído bromas de mis amigos australianos con refe-rencia a los aborígenes que se comían a la gente, incluso a sus propios hijos recién nacidos. ¿Era eso cierto?, pre¬gunte.
Si. Desde el alba de los tiempos, los humanos han experimentado con todas las cosas. Tampoco allí, en aquel continente, se había podido evitar. Ciertas tribus aborígenes tuvieron reyes, hubo también gobernantes femeninos, otras raptaron a personas de grupos diferen¬tes, y otras comieron carne humana. Los Mutantes ma-tan y se van, dejando el cadáver para que se encarguen de él. Los caníbales mataban y usaban el cuerpo para alimentarse. El propósito de un grupo no es mejor ni peor que el del otro. Matar a un ser humano, tanto sí es para protegerse como para vengarse, por conveniencia o para comer, es siempre lo mismo. No matar a ningu-no es lo que diferencia a los Auténticos de las criaturas humanas mutantes.
«No hay moral en la guerra —dijeron—. Pero los caníbales jamás mataron en un día más de lo que podían comer. En vuestras guerras se matan miles de personas en unos minutos. Tal vez sería bueno sugerir a vuestros líderes que ambos bandos de vuestras guerras acordaran sólo cinco minutos de combate. Luego deberían permi¬tir a los padres acudir al campo de batalla para recoger los cuerpos y miembros de sus hijos, llevárselos a casa, llorarlos y enterrarlos. Después de eso, podrían acor¬darse otros cinco minutos de batalla, o quizá no. Es di¬fícil hallar sentido a lo absurdo.»
Esa noche, tumbada sobre la fina piel que impedía el contacto de mi boca y ojos con la tierra de arenisca, pensé en el largo camino recorrido por la humanidad en muchos aspectos, y en cuánto nos hemos desviado del rumbo correcto en muchos otros.
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