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ENTERRADA VIVA
La comunicación entre nosotros no era tarea fácil. Me costaba pronunciar las palabras aborígenes. En muchos casos eran realmente largas. Por ejemplo, me hablaron de una tribu llamada pitjantjatjara y de otra llamada yankuntjatjara. Muchas cosas me sonaban igua¬les hasta que aprendí a escuchar con extrema atención. Comprendo que los periodistas de todo el mundo no se pongan de acuerdo en el modo de escribir las palabras de los aborígenes. Algunos usan B, DJ, D y G, mientras que Otros usan P, T, TJ y K para los mismos términos. No es que una cosa sea mejor que otra, porque los abo¬rígenes no utilizan un alfabeto. Nadie saldrá ganando con una discusión al respecto. Mi problema era que la gente con la que viajaba utilizaba sonidos nasales que a mí me resultaba dificilisimo imitar. Para el sonido «ny» tuve que aprender a apretar la lengua contra la parte posterior de los dientes. Comprenderán ustedes a qué me refiero silo hacen con la palabra «indio». También hay un sonido que se emite elevando la lengua y chas¬queándola rápidamente. Cuando cantan, a menudo los sonidos son muy dulces y musicales, pero también tie¬nen ruidos bruscos y contundentes.
En lugar de usar una sola palabra para nombrar la arena, tienen más de veinte términos diferentes que des-criben las texturas, tipos y características del suelo en el Outback. Pero también hay unas cuantas palabras sencillas, como kupi, que significa agua. Ellos parecían divertirse aprendiendo palabras de mi idioma, y eran más hábiles aprendiendo mis sonidos que yo los su¬yos. Yo usaba cuanto creía que podía hacerles sentirse más cómodos, puesto que ellos eran mis anfitriones. Había leído en los libros de historia que me había pro-porcionado Geoff que cuando la colonia británica se es¬tableció por primera vez en Australia había doscientas lenguas aborígenes diferentes y seiscientos dialectos. Los libros no mencionaban la comunicación mental ni gestual. Yo utilicé una forma tosca de lenguaje de sig¬nos. Ése era el método más habitual para hablar durante el día, porque resultaba obvio que ellos compartían mensajes y se contaban historias por telepatía, así que lo más correcto era indicarle algo con un gesto a la perso¬na que caminara junto a mí en lugar de interrumpirla hablando. Utilizábamos el signo universal de mover los dedos para decir «ven», mostrar la palma levantada para indicar «alto», y colocar los dedos sobre los labios para expresar «silencio». Durante las primeras semanas que pasamos juntos, a menudo me pidieron que guardara si¬lencio, pero con el tiempo aprendí a no preguntar tanto y a esperar a que me explicaran las cosas.
Un día levanté un murmullo de risas en el grupo mientras caminábamos. Me picó un insecto, y yo reac¬cioné rascándome. Ellos se echaron a reír con expresión cómica e imitaron mi gesto. Al parecer había usado el signo específico para denotar que había divisado un co¬codrilo. Nos hallábamos a unos trescientos kilómetros, cuando menos, de la zona pantanosa más próxima.
Llevábamos juntos varias semanas cuando caí en la cuenta de que unos ojos me rodeaban cada vez que me aventuraba a alejarme del grupo. Cuanto más densa era la noche, más grandes parecían los ojos. Finalmente las formas se perfilaron y pude reconocerlas. Era una ma¬nada de terribles dingos salvajes que nos seguían.
Volví corriendo al campamento, por primera vez realmente asustada, e informé de mi hallazgo a Outa. Él se lo dijo al Anciano. Todos los que se hallaban cerca se mostraron también preocupados. Esperé a oír las pala-bras, porque para entonces sabía ya que en la tribu de los Auténticos las palabras no surgen de forma automá¬tica; siempre piensan antes de hablar. Podría haber con¬tado lentamente hasta diez antes de que Outa me diera el mensaje. Se trataba de un problema de olor. Yo había empezado a oler mal. Era cierto. Yo misma me olía y veía las caras que ponían los otros. Desgraciadamente no sabía qué hacer. El agua era tan escasa que no podía¬mos desperdiciarla en bañarnos, ni había bañera donde hacerlo. Mis compañeros no olían tan atrozmente como yo. Sufría a causa de ese problema y ellos sufrían por mi causa. Creo que en parte se debía a que me estaba que¬mando la piel y pelándome constantemente y a la ener¬gía que usaba para quemar las toxinas y la grasa acumu¬ladas. Era evidente que perdía peso de día en día. Desde luego la falta de desodorante y de papel higiénico no hacía más que empeorar las cosas, pero había notado algo más. Observé que al poco de comer, ellos se aden¬traban en el desierto para hacer sus necesidades, y que realmente sus deposiciones no tenían el olor tan fuerte que nosotros le asociamos. Estaba convencida de que, después de cincuenta años de dieta civilizada, tardaría cierto tiempo en desintoxicar mi cuerpo, pero me pare¬cía posible si me quedaba en el Outback.
No olvidaré nunca el modo en que el Anciano me explicó la situación y la solución definitiva. No les preo-cupaba por ellos mismos; me habían aceptado para lo mejor y lo peor. Tampoco les inquietaba nuestra seguri-dad, sino la de los pobres animales. Yo los tenía deso¬rientados. Outa dijo que los dingos creían que la tribu acarreaba un trozo de carne podrida y que eso los esta¬ba volviendo locos. No tuve más remedio que echarme a reír, porque ése era realmente mi olor, como el de un pedazo de hamburguesa tirado al sol.
Por mi parte, declaré que apreciaría cualquier su¬gerencia que pudiera ayudarme. Así que al día siguien¬te, cuando el sol estaba en su cenit, cavamos juntos una trinchera con un ángulo de cuarenta y cinco grados y yo me tumbé en ella. Luego me cubrieron de tierra por completo; sólo me dejaron la cara al descubierto. Dis-pusieron una sombra y me dejaron allí durante dos ho¬ras. Estar enterrada, completamente desvalida y sin po-der mover un solo músculo era toda una experiencia para mí. Si se hubieran marchado entonces, me habría convertido en un esqueleto allí mismo. Al principio me inquietaba que algún lagarto curioso, alguna serpiente, o rata del desierto, me corriera por la cara. Por primera vez en mi vida me identifiqué realmente con una vícti¬ma de la parálisis que, pensando en mover un brazo o una pierna, no consiguiera respuesta. Pero en cuanto me relajé y cerré los ojos, concentrándome en liberar las toxinas de mi cuerpo y absorber los maravillosos ele-mentos fríos y refrescantes de la tierra, el tiempo pasó más deprisa.
Ahora comprendo el viejo refrán: «De la necesidad nace el consejo.»
¡Funcionó! Dejamos el olor tras de nosotros, ente¬rrado en la tierra.
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