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LA MEDICINA DE LA MÚSICA
Varios miembros de la tribu poseían la medicina de la música. Medicina era la palabra que a veces se utiliza-ba en las traducciones. No tenía el sentido de producto medicinal, ni estaba relacionada únicamente con la cu-ración física. Medicina era cualquier cosa buena que uno aportaba al bienestar general del grupo. Outa explicó que era bueno tener el talento, o medicina, para arreglar huesos rotos, pero que eso no era mejor ni peor que el talento para la fertilidad y para hallar huevos. Ambos son necesarios y ambos son exclusivamente personales. Yo me mostré de acuerdo y aguardé con impaciencia un futuro festín a base de huevos.
Aquel día me advirtieron que se realizaría un gran concierto musical. No llevábamos instrumentos entre nuestras escasas pertenencias, pero hacia tiempo que había dejado de preguntar cómo y dónde aparecerían las cosas.
Por la tarde noté que iba creciendo la excitación, cuando atravesábamos un cañón. Era angosto, de unos tres metros y medio de ancho, y sus paredes se elevaban a más de cinco metros de altura. Nos detuvimos allí para pasar la noche, y mientras se preparaba la comida de vegetales e insectos, los músicos dispusieron el esce¬nario. Allí crecían unas plantas redondas con forma de tonel. Alguien les cortó la parte superior y sacó los meollos húmedos y de color calabaza, que chupamos todos. Las grandes semillas de la pulpa se guardaron aparte. Echaron unas cuantas pieles curtidas por encima de las plantas y las ataron fuertemente, convirtiéndolas así en unos increíbles instrumentos de percusión.
Cerca yacía un tronco de árbol muerto; algunas de cuyas ramas estaban cubiertas de termitas. Arrancaron una de ellas y mataron a los insectos. Las termitas se ha¬bían comido la parte central de la rama, que estaba llena de serrín. Con ayuda de un palo y soplando la parte muerta y desmenuzada, pronto consiguieron un largo tubo hueco. A mí me pareció que estaba presenciando la construcción de la trompeta del ángel Gabriel. Más tarde descubrí que aquello era a lo que los australianos se refieren comúnmente como didjeridu. Soplando por el tubo se produce un profundo sonido musical.
Uno de los músicos empezó a entrechocar unos pa¬los, y otro usó dos rocas para marcar el ritmo. Habían cogido unos trozos de esquisto y los habían colgado de unos hilos, creando el sonido tintineante de un carillón. Un hombre hizo un toro zumbador, que es una pieza de madera plana atada a una cuerda; cuando se le da vueltas, produce una especie de zumbido, cuyo volu¬men aumentan o disminuyen con gran pericia. La dis¬posición del cañón en que nos encontrábamos creaba una vibración y un eco fantásticos. La palabra concierto no podía haberse aplicado con mayor precisión.
Los miembros de la tribu cantan individualmente o en grupos, y a menudo en armonía. Me di cuenta de que algunas de sus canciones eran verdaderamente an¬cestrales. Repetían cánticos que se habían compuesto en el desierto antes de que nosotros inventáramos el calen¬dario. Pero también tuve ocasión de experimentar nue¬vas composiciones, música que componían precisamen¬te porque yo estaba allí. Me dijeron: «Del mismo modo que el músico busca la expresión musical, la música del universo busca ser expresada.»
Los conocimientos se transmiten de generación en generación mediante canciones y danzas, porque care-cen de lenguaje escrito. Los acontecimientos históricos se dibujan en la arena o se representan mediante música y drama. Hacen música todos los días porque es nece¬sario mantener fresca la memoria de los hechos y les lleva un año más o menos contar su historia completa. Si además pintaran cada acontecimiento y todos los cuadros se colocaran en el suelo en el orden correspon¬diente, tendríamos un mapa del mundo tal como ha sido durante los últimos milenios.
Sin embargo, lo que yo presencié en realidad fue el modo en que estas personas viven la vida al máximo, sin materialismo ninguno. Tras el festival, los instrumentos volvieron al lugar donde los habían encontrado. Se plantaron las semillas para garantizar nuevos brotes y se pintaron señales en la pared de roca para indicar la co¬secha a los viajeros que pudieran pasar por el lugar. Los músicos abandonaron palos, ramas y rocas, pero la ale¬gría de la composición creativa y el talento persistió como confirmación de la valía y amor propio de cada uno. Un músico lleva la música en su interior. No nece¬sita un instrumento específico. Él es la música.
Yo tuve la impresión aquel día de que había apren¬dido también que somos los creadores de nuestra pro¬pia vida; podemos enriquecerla, entregarnos a nosotros mismos y ser tan creativos y felices como queramos serlo. El compositor y los demás músicos reanudaron el camino con la cabeza bien alta. «Un gran concierto», comentó un músico. «Uno de los mejores», fue la respuesta. 0í que el músico principal decía: «Creo que muy pronto me cambiaré el nombre de Compositor por el de Gran Compositor.»
Sus palabras no eran producto del engreimiento. Se trataba meramente de personas que reconocían sus talen¬tos y la importancia de compartir y desarrollar las nume¬rosas maravillas que nos son dadas. Existe una impor¬tante relación entre el reconocimiento de la propia valía y la celebración de otorgarse personalmente un nuevo nombre.
Ellos afirman que han estado aquí desde siempre. Los científicos saben que han habitado Australia desde hace cincuenta mil años, como mínimo. Es realmente asombroso que después de cincuenta mil años no hayan destruido bosques ni contaminado aguas, que no ha¬yan puesto en peligro ninguna especie ni creado polu¬ción, y que al mismo tiempo hayan recibido comida abundante y cobijo. Han reído mucho y llorado muy poco. Tienen una vida larga, productiva y saludable, y la abandonan confortados espiritualmente.
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