21
LA GUÍA
Llegó un calor instantáneo al aparecer el sol. Aque¬lla mañana el rito matutino fue especial. Yo me hallaba en el centro de nuestro semicírculo de cara al este. Outa me indicó que reconociera a la Divina Unidad a mi mo¬do y que lanzara mi plegaria para que el día fuera propi¬cio. Al concluir la ceremonia, mientras nos preparába¬mos para partir, me dijeron que me había llegado el turno de guiar a la tribu. Yo habría de caminar al frente y conducirla. «Pero no puedo —protesté—. No sé adónde vamos ni cómo encontrar nada. Agradezco la oferta, de verdad, pero no puedo.»
«Debes hacerlo —me insistieron—. Ha llegado el momento. Para que conozcas tu casa, la tierra, todos sus niveles de vida y tu relación con todo lo visible y lo invisible, tienes que guiar. Está bien caminar durante un tiempo a remolque de un grupo, y es aceptable pasar cierto tiempo mezclado en el medio, pero al final todo el mundo ha de guiar durante un tiempo. No podrás comprender el papel del liderazgo a menos que asumas esa responsabilidad. Todo el mundo debe experimentar todos los diferentes papeles alguna vez, sin excepción, tarde o temprano, si no es en esta vida, en alguna otra. El único modo de superar una prueba es realizarla. To-das las pruebas a todos ios niveles se repiten siempre de un modo u otro hasta que las superas.»
Así pues echamos a andar, conmigo como guía. Era un día muy caluroso. La temperatura parecía superar los cuarenta grados. Al mediodía nos detuvimos y uti¬lizamos las pieles de dormir para protegernos del sol. Cuando empezó a aflojar el calor, proseguimos nuestro camino hasta bien pasada la hora en que solíamos acampar. No aparecieron plantas ni animales en nuestro ca¬mino para ser honrados como alimento. No hallamos agua. El espacio era un vacío ardiente e inmóvil. Final¬mente me rendí y detuve la marcha para acampar.
Aquella noche pedí ayuda. No teníamos comida ni agua. Pedí ayuda a Outa, pero no me hizo caso. La pedí a otros, sabiendo que no entendían mi idioma, aunque sí podían entender lo que les decía mi corazón. Les dije:
«¡Ayudadme, ayudadnos!» Lo repetí una y otra vez, pero nadie me respondió.
Por el contrario, se pusieron a hablar sobre el hecho de que todo el mundo en un momento determinado camina en la retaguardia. Empecé a preguntarme si tal vez los mendigos y gentes sin hogar de Estados Unidos no seguirían siendo víctimas por voluntad propia. Cier¬tamente la mayoría de norteamericanos tiende a con¬fundirse en la posición central. Ni demasiado ricos ni demasiado pobres. Ni mortalmente enfermos ni entera¬mente sanos. Ni moralmente puros ni abiertamente de¬lincuentes. Y más tarde o más temprano habremos de dar un paso al frente de verdad. Habremos de conducir a los demás si queremos ser responsables de nosotros mismos.
Me dormí lamiéndome los labios agrietados con una lengua entumecida, seca y abrasada. No sabía si estaba mareada por el hambre, la sed, el calor o el agota¬miento.
Al día siguiente caminamos de nuevo bajo mi guía. El calor volvió a ser sofocante. La garganta se me cerra-ba; me resultaba imposible tragar. Tenía la lengua tan seca y tan hinchada que parecía tres veces más grande de su tamaño normal, como si fuera una esponja seca entre los dientes. Me resultaba difícil respirar. Al intentar que el aire caliente me bajara por el pecho, empecé a com¬prender por qué los aborígenes bendecían el don de una nariz semejante a la del koala. Su amplia nariz y largos conductos nasales eran más adecuados para las tempera¬turas abrasadoras del aire que mi naricita europea.
El horizonte yermo se volvía cada vez más hostil. Parecía desafiar a la humanidad, como si no pertene¬ciera a los humanos. Era una tierra que había ganado todas las batallas contra el progreso y ahora parecía considerar la vida como una intrusa. No había carre¬teras, ni aviones sobre nuestras cabezas, ni siquiera se veían huellas de animales.
Yo sabia que si la tribu no me ayudaba pronto, mo¬riríamos todos sin remedio. Nuestra marcha era lenta; cada paso que dábamos resultaba doloroso. Vi a lo lejos una nube oscura de tormenta. Nos torturaba perma-neciendo siempre a una distancia que no nos permitía alcanzarla ni recibir su generoso regalo. Ni siquiera conseguimos acercarnos lo suficiente para compartir el beneficio de su sombra. Sólo podíamos verla a lo lejos y saber que aquella agua vivificadora corría frente a noso¬tros como una zanahoria balanceándose frente a un bo¬rrico.
En un momento dado lancé un grito, tal vez para demostrarme a mí misma que podía hacerlo, tal vez por simple desesperación. Pero no sirvió de nada. El mundo se limitó a tragarse el grito como un monstruo voraz.
Ante mis ojos veía espejismos de estanques de agua fresca, pero cuando llegaba al lugar, sólo encontraba arena.
Pasó un segundo día sin comida, agua ni ayuda. Aquella noche estaba demasiado exhausta, demasiado enferma y desanimada para utilizar siquiera la piel de dingo como almohada; creo que en lugar de dormirme me desmayé.
A la tercera mañana abordé a cada miembro de la tribu y les rogué de rodillas, con toda la fuerza que me permitía mi cuerpo agotado: «Ayúdame, por favor. Por favor, sálvanos.» Me había despertado con la boca tan seca que me resultaba muy difícil hablar.
Ellos me escucharon, mirándome fijamente, pero se limitaron a sonreír. Tuve la impresión de que pensaban:
«Nosotros también tenemos hambre y sed, pero ésta es tu experiencia, así que te apoyamos totalmente en lo que tienes que aprender.» Nadie me ofreció ayuda.
Caminamos y caminamos sin parar. El aire estaba quieto, el mundo era totalmente inhóspito. Parecía retar mí intrusión. No había ayuda ni escape posible. Tenía el cuerpo entumecido e insensible por el calor. Me estaba muriendo. Eran los síntomas de una deshidratación mortal. Si, me estaba muriendo.
Mis pensamientos saltaban de un tema a otro. Re¬cordé mi juventud. Mi padre trabajó duramente toda su vida en los Ferrocarriles de Santa Fe. Era muy apues¬to. Siempre encontraba tiempo para dar amor, apoyo y aliento. Mi madre siempre estaba en casa para cui¬darnos. Recordé que daba comida a los vagabundos quienes, por arte de magia, sabían en qué casa no los re¬chazarían nunca. Mi hermana era una estudiante bri-llante, tan guapa y popular que me pasaba horas miran¬do cómo se arreglaba para una cita. Cuando creciera quería ser exactamente como ella. Evoqué la imagen de mi hermano pequeño abrazando al perro de la familia y quejándose de que las niñas del colegio le querían coger la mano. De niños, los tres hermanos éramos muy bue¬nos amigos. Nos hubiéramos defendido unos a otros en cualquier circunstancia, pero con los años acabamos distanciándonos. Sabía que aquel día ni siquiera hu¬bieran percibido mi desesperación. Había leído que cuando uno muere recuerda toda su vida en unos ins¬tantes. Las imágenes de mi vida no se desplegaron ante mi como en un video, pero intenté aferrarme a los más extraños recuerdos. Me imaginaba a mi misma de pie en la cocina, secando platos y estudiando ortografía. La frase que más me costaba deletrear siempre fue «aire acondicionado». Me imaginaba enamorándome de un marino, nuestra boda en la iglesia, el milagro del naci¬miento, primero mi hijo, y luego mi hija, que nació en casa. Recordé todos mis trabajos, estudios y títulos, y luego comprendí que me estaba muriendo en el desierto australiano. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Había cumplido ya todo lo que me destinaba la vida? «Dios mío —dije para mis adentros—. Ayúdame a compren¬der lo que está sucediendo.»
La respuesta me llegó al instante.
Yo había viajado más de quince mil kilómetros des¬de una ciudad norteamericana, pero mí mentalidad no se había movido un ápice. Procedía de un mundo en el que primaba el hemisferio cerebral izquierdo. Me ha¬bían educado en la lógica, el razonamiento, la lectura y escritura, las matemáticas, la ley de causa-efecto; pero ahora me hallaba en una realidad del hemisferio cere¬bral derecho entre personas que no usaban ninguno de los conceptos educativos y artículos que se considera¬ban de primera necesidad. Ellos eran maestros del he-misferio cerebral derecho y utilizaban creatividad, ima¬ginación, intuición y conceptos espirituales. Ellos no creían necesario expresar oralmente sus mensajes; lo hacían mediante el pensamiento, la plegaria, la meditación, como se quiera llamar. Yo había suplicado y solicitado ayuda verbalmente. Cuán ignorante debía parecerles. Cualquier Auténtico hubiera pedido en silencio, en comunicación mental, de corazón a corazón, del indivi¬duo a la conciencia universal que une a todo lo vivo. Hasta aquel momento yo me había considerado dife¬rente, separada de los Auténticos. Ellos no cesaban de decir que todos somos Uno, y ellos viven en la natura¬leza como Uno, pero hasta entonces yo sólo había sido una observadora. Me había mantenido siempre al mar¬gen. Tenía que volverme Uno con ellos, con el universo, y comunicarme como los Auténticos. Y eso fue lo que hice. Di las gracias en silencio a la fuente de aquella re¬velación, y grité con la mente: «Ayudadme. Por favor, ayudadme.» Utilicé las palabras que oía a la tribu decir cada mañana: «Si es por mi supremo bien y el supremo bien de la vida en todas partes, enseñadme.»
Me vino a la mente una idea: «Métete la piedra en la boca.» Miré a mi alrededor. No había piedras. Cami-nábamos sobre arena fina. La idea me llegó de nuevo:
«Métete la piedra en la boca.» Entonces recordé la pie¬dra que había elegido el primer día y que guardaba aún en el escote. Hacia tres meses que estaba ahí. La había olvidado. La saqué y me la metí en la boca, le di unas vueltas y, milagrosamente, la boca empezó a humede¬cerse. Noté que recuperaba la capacidad de tragar. Aún había esperanzas. Tal vez no había llegado aún el día de mí muerte.
«Gracias, gracias, gracias», repetí en silencio. Me hu¬biera echado a llorar, pero mi cuerpo no tenía agua su-ficiente para las lágrimas. Así que continué pidiendo ayuda mentalmente: «Puedo aprender. Haré cuanto sea necesario, pero ayudadme a encontrar agua. No sé qué hacer, qué buscar, adónde ir.»
La idea me llegó de nuevo: «Sé agua. Sé agua. Cuando aprendas a ser agua, encontrarás agua.» No sabia qué significaban esas palabras. No tenía sentido. ¡Sé agua! Eso no era posible. Pero una vez más intenté olvi-dar mi educación en una sociedad dominada por el he¬misferio cerebral izquierdo. Cerré mi mente a la lógica y a la razón. Me abrí a la intuición y, cerrando los ojos, empecé a ser agua. Utilicé todos mis sentidos mientras caminaba. Olía a agua, la saboreaba, la sentía, la oía, la veía. Era fría, azul, clara, fangosa, quieta, ondulada, he¬lada, derretida, vapor, corriente, lluvia, nieve, húmeda, vivificante, salpicaba, se extendía ilimitada. Fui toda imagen posible del agua que me vino a la mente.
Caminábamos por una llanura uniforme hasta don¬de alcanzaba la vista. Tan sólo había una pequeña loma rojiza, una duna de arena de poco menos de dos metros de altura con un saliente de roca en la cima. Parecía fue¬ra de lugar en aquel paisaje inhóspito. Subí por la pen¬diente con los ojos entrecerrados a causa de la luz cega¬dora del sol, como sumida en un trance, y me senté en la roca. Miré hacia abajo y allí, ante mi, se habían de¬tenido todos mis amigos, que me habían ofrecido su apoyo y su afecto sin condiciones, sonriendo de oreja a oreja. Les devolví la sonrisa débilmente. Luego eché la mano izquierda hacia atrás para apoyarme y noté algo húmedo. Giré la cabeza como un resorte. Detrás de mí, en la continuación de la repisa de roca sobre la que me había sentado, había un estanque de unos tres metros de diámetro y medio metro de profundidad, lleno de una hermosa agua limpia y cristalina procedente de la lluvia que había descargado la escurridiza nube del día ante¬rior.
Creo de todo corazón que el primer sorbo de agua tibia me acercó más a nuestro Creador que el sabor de cualquier comunión que hubiera recibido antes en una iglesia.
No puedo estar segura del tiempo puesto que care¬cía de reloj, pero yo diría que no transcurrieron más de treinta minutos entre el momento en que empecé a ser agua y el momento en que sumergimos la cabeza en el estanque y lanzamos gritos de júbilo.
Celebrábamos aún nuestro éxito cuando un gigan¬tesco reptil se acercó lentamente. Era enorme y parecía un vestigio de tiempos prehistóricos. Pero no había es¬pejismo, era real. En aquel momento, ninguna otra apa-rición hubiera resultado más apropiada para la comida que aquella criatura que parecía un ser de ciencia fic-ción. La carne trajo consigo la euforia que se apodera de cualquiera ante un festín.
Aquella noche comprendí por primera vez la creen¬cia de la tribu en la relación de la tierra con las caracte-rísticas de los antepasados propios. Nuestra gran taza de roca parecía haber surgido bruscamente en medio de la llanura que nos rodeaba como el pecho nutrido de una antepasada, cuya conciencia corporal se hubiera convertido en materia inorgánica para salvarnos la vida. Bauticé en silencio la loma: Georgia Catherine, el nom-bre de mi madre.
Alcé la vista hacia la vasta extensión de tierra que nos rodeaba y, al tiempo que daba las gracias, compren¬dí finalmente que el mundo es verdaderamente un lugar de abundancia. Está lleno de personas buenas que nos apoyan y comparten nuestra vida si se lo permitimos. Hay comida y agua para todos los seres vivientes en to-das partes si nos abrimos para recibir y también para dar. Pero entonces, por encima de todo, valoré la abun-dante guía espiritual que había en mi vida. Disponía de esa ayuda en cualquier momento de angustia, incluidos la proximidad de la muerte y el mismo acto de morir, porque había conseguido superar «mi estilo de vida».
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