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MI JURAMENTO
Todos los días de la semana eran iguales en la vida de la tribu. Tampoco había modo de saber en qué mes vivíamos. Era evidente que el tiempo no contaba para ellos. Un día tuve la extraña sensación de que era Na-vidad. No estoy segura del motivo. En aquel lugar no había nada que sugiriera ni remotamente un árbol de Navidad o una jarra de cristal llena de ponche de hue¬vo. Pero probablemente era el 25 de diciembre. Eso me hizo pensar en los días de la semana y en un incidente que había ocurrido en mi consultorio unos años antes.
En la sala de espera había dos ministros de la Iglesia cristiana que entablaron una conversación en torno a la religión. Empezaron a acalorarse cuando se pusieron a discutir sobre si el auténtico Sabbath era el sábado o el domingo, según la Biblia. Allí, en el Outback, aquel re¬cuerdo me pareció cómico. En Nueva Zelanda era ya 26 de diciembre y en el mismo instante era Nochebuena en Estados Unidos. Imaginé la sinuosa línea roja que había visto pintada sobre el océano azul en el atlas. El tiempo empezaba y se detenía ahí, en una frontera invisible sobre un mar en constante movimiento, donde na¬cía cada nuevo día de la semana.
También recordé que en mi época de estudiante en el Instituto St. Agnes me hallaba sentada un viernes por la noche en un taburete de Allen’s. Teníamos unas ham¬burguesas gigantes ante nosotros y esperábamos a que el reloj diera la medianoche. Un mordisco de carne el viernes significaba el pecado mortal instantáneo y la condenación eterna. Años más tarde se cambió la regla, pero nadie me respondió a la pregunta de qué les ha-bía ocurrido a las pobres almas ya condenadas. En el desierto todo aquello parecía totalmente estúpido.
No se me ocurría un modo mejor de honrar el sen¬tido de la Navidad que la forma de vivir de los Auténti¬cos. No celebran días de fiesta anuales como nosotros. Cierto es que honran a cada miembro de la tribu alguna vez durante el año, pero no el día de su cumpleaños sino mas bien cuando desean expresar su gratitud a la persona por su talento, su contribución a la comunidad y su madurez espiritual. No celebran el hecho de enve-jecer; celebran que cada vez son mejores.
Una mujer me contó que su nombre y su talento en la vida significaban Guardiana del Tiempo. Ellos creen que todos tenemos múltiples talentos y que vamos pro¬gresando en sus diferentes niveles. En aquel momento, la mujer era una artista del tiempo y trabajaba con otra persona que tenía una gran capacidad memorística. Cuando le pedí que me explicara más cosas, me infor¬mó que los miembros de la tribu pedirían consejo y me dirían más tarde si podría tener acceso a aquel conoci¬miento.
Durante unas tres noches no me tradujeron las con¬versaciones. Supe sin preguntar que la discusión se cen-traba en decidir si me comunicarían cierta información especial o no. También sabía que no me consideraban únicamente a mí sino también el hecho de que yo representaba a todos los demás Mutantes. Me pareció que el Anciano hablaba claramente en mi favor durante esas tres noches. Tuve la sensación de que Quta era quien más se oponía. Comprendí que me habían elegido para tener una experiencia única que no se había permitido a ningún otro extraño. Tal vez el conocimiento del cóm¬puto del tiempo era pedir demasiado.
Continuamos nuestra marcha por un terreno acci¬dentado con rocas, arena y algo de vegetación, no tan llano como el que habíamos atravesado previamente. Parecía haber una depresión en la tierra por donde ha¬bían caminado generaciones de aquella raza negra. El grupo se detuvo sin previo aviso y se adelantaron dos hombres, que separaron los arbustos entre dos árboles e hicieron rodar unas rocas hacia un lado. Tras ellas había una abertura en la ladera de una colina. También retira¬ron la arena que se había acumulado ante la entrada. Outa se volvió hacia mi y me dijo:
«Ahora te permitiremos conocer el cómputo del tiempo. Cuando lo veas comprenderás el dilema en que se ha debatido mi gente. No puedes entrar en este lugar sagrado hasta que prestes juramento de que no revelarás el emplazamiento de esta cueva.»
Entraron todos, dejándome sola. Me llegó olor a humo y vi un tenue penacho que ascendía desde la roca que cubría la cima de la colina. Salieron y se acercaron a mí de uno en uno. El más joven fue el primero; me co¬gió las manos, me miró a los ojos y habló en su lengua, que yo no comprendía. Percibí su ansiedad por lo que yo pudiera hacer con el conocimiento que estaba a pun¬to de recibir. Con la inflexión de su voz, el ritmo y las pausas, me estaba diciendo que por primera vez el bie¬nestar de su gente quedaría a expensas de un Mutante.
La siguiente fue la mujer a la que conocía por Cuen¬tista. También ella me cogió las manos y me habló. Bajo el ardiente sol, su rostro parecía más negro, sus finas ce¬jas de color negro azulado como el de una pluma de pavo real, y el blanco de sus ojos como la tiza. Hizo una seña a Outa para que se acercara y sirviera de intér-prete. Mientras ella sostenía mis dos manos y me mira¬ba directamente a los ojos, él me tradujo sus palabras:
«La razón por la que has venido a este continente es el destino. Hiciste un pacto antes de nacer para encon-trarte con otra persona y trabajar juntas en beneficio mutuo. El acuerdo decía que no os buscaríais hasta que hubieran pasado cincuenta años por lo menos. Ahora ha llegado el momento. Conocerás a esa persona por-que nacisteis en el mismo momento y se producirá el reconocimiento a nivel de las almas. El pacto se hizo en el más alto nivel de vuestra existencia eterna.»
Quedé impresionada. Aquella anciana mujer del in¬terior de Australia me repetía lo mismo que me había dicho aquel extraño joven a mi llegada en el salón de té.
Entonces Cuentista cogió un puñado de arena y me lo puso en la palma de la mano. Luego cogió otro, abrió los dedos y dejó que la arena se filtrara entre ellos, indi¬cándome que la imítara. Lo mismo se repitió cuatro ve-ces en honor de los cuatro elementos: agua, tierra, aire y fuego. Un residuo de polvo se me quedó pegado a los dedos.
Fueron saliendo de uno en uno para cogerme las manos y hablarme. Pero Quta no volvió a hablar por ellos. Después de estar conmigo, todos volvían a entrar en la cueva. Guardiana del Tiempo fue una de las últi¬mas en salir, y lo hizo acompañada de Guardiana de la Memoria. Nos cogimos las tres de las manos y camina¬mos en círculo. Luego tocamos la tierra con los dedos aún entrelazados y después nos erguimos y extendimos los brazos hacia el cielo. Hicimos esto mismo siete ve¬ces para honrar a las siete direcciones: norte, sur, este, oeste, arriba, abajo, dentro.
Casi al final se acercó a mí Hombre Medicina. El Anciano fue el último. Quta lo acompañaba. Me dijo que los lugares sagrados de los aborígenes, incluyendo los de la tribu de los Auténticos, ya no les pertenecían. El punto de encuentro tribal más importante fue en Otro tiempo Uluru, que ahora se llama Ayers Rock, y que es un gigantesco montículo rojizo en el centro del país. Es un monolito de trescientos ochenta y cuatro metros, el más grande de la Tierra, que se eleva sobre la llanura. Ahora se ha convertido en un lugar para turis¬tas, que lo escalan como hormigas para luego regresar al autocar y pasarse el resto del día flotando en las piscinas antisépticas de los hoteles cercanos, tratadas con cloro. A pesar de que el gobierno afirma que pertenece tanto a los legitimistas ingleses como a los aborígenes, es evi¬dente que ya no es sagrado y que no puede utilizarse para nada que sea remotamente sagrado. Hace unos ciento setenta y cinco anos los Mutantes empezaron a tender las lineas del telégrafo por las vastas extensiones desiertas. Los aborígenes tuvieron que buscar un lugar diferente para la asamblea de sus naciones. Desde en¬tonces se han ido eliminando todas las tallas artísticas e históricas y todas las reliquias. Algunos de los objetos fueron depositados en museos australianos, pero la ma¬yoría se exportaron. Se saquearon las tumbas y se des¬pojaron los altares. La tribu cree que los Mutantes fue¬ron tan insensibles como para suponer que las formas de culto aborígenes desaparecerían si ellos les arrebata¬ban los lugares sagrados. Jamás les pasó por la cabeza que pudieran buscarse otros. Fue un golpe devastador para las asambleas multitribales y el principio de lo que ha degenerado en la destrucción total de las naciones aborígenes. Algunos intentaron luchar y murieron en una batalla perdida. La mayoría se sumergió en la socie¬dad del hombre blanco buscando la bondad prometida, que incluía alimentos sin límite, y murieron en la po¬breza, la forma legal de esclavitud.
Los primeros habitantes blancos de Australia fueron los presos que llegaron encadenados en barcos para resol¬ver el problema del hacinamiento en los penales británi¬cos. Incluso los militares que enviaban como guardianes eran hombres a los que los tribunales reales consideraban prescindibles.
No era de extrañar que los convictos liberados tras cumplir condena, sin dinero y sin ningún tipo de reha-bilitación, se convirtieran en salvajes capataces. Las per¬sonas sobre las que ejercían su poder tenían que ser me¬nos personas que ellos mismos.
Los aborígenes desempeñaron ese papel.
Outa me reveló que su tribu había sido guiada de vuelta a aquel lugar sagrado unas doce generaciones atrás:
«Este lugar sagrado ha mantenido viva a nuestra gen¬te desde el principio de los tiempos, cuando la tierra es¬taba cubierta de árboles, incluso cuando llegó el gran diluvio que lo cubrió todo. Nuestra gente se encontraba a salvo aquí. No ha sido detectado por vuestros avio¬nes, y tu gente no sobrevive en el desierto el tiempo su¬ficiente para localizarlo. Muy pocos seres humanos sa¬ben que existe. Tu gente nos ha arrebatado los objetos ancestrales de nuestra raza. Ya no poseemos nada salvo lo que verás aquí, bajo la superficie de la tierra. No hay ninguna otra tribu aborigen a la que le queden objetos materiales relacionados con su historia. Los Mutan¬tes los han robado todos. Esto es todo lo que queda de una nación entera, de una raza, de los Auténticos Hom¬bres de Dios, de los primeros hombres de Dios, los únicos seres humanos auténticos que quedan sobre el planeta. »
Esa tarde Mujer que Cura se acercó a mí por se¬gunda vez. Llevaba un recipiente con pintura roja. Los colores que ellos utilizan representan, entre otras cosas, los cuatro componentes del cuerpo: huesos, nervios, sangre y tejidos. Con gestos e instrucciones mentales me indicó que me pintara la cara de rojo. Así lo hice. Entonces salieron todos los demás y, mirando a cada uno de ellos a los ojos, juré de nuevo una y otra vez que jamás revelaría el emplazamiento exacto del lugar sa¬grado.
Tras esto, me escoltaron al interior.
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