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miércoles, 25 de abril de 2012

Las Voces del Desierto LA DISTINGUIDA INVITADA


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LA DISTINGUIDA INVITADA






Al parecer debería haber recibido algún tipo de avi¬so, pero yo no me percaté de nada. Los acontecimientos ya se habían desencadenado. El grupo de depredadores se hallaba sentado a kilómetros de distancia aguardando su presa. Al día siguiente, una etiqueta sobre el equipaje que yo había deshecho una hora antes rezaría «sin re¬clamar» y éste permanecería almacenado, un mes tras otro. Iba a convertirme en uno de tantos norteamerica¬nos desaparecidos en un país extranjero.


Era una sofocante mañana de octubre. Estaba de pie con la vista fija en el camino de entrada al hotel aus-traliano de cinco estrellas, esperando a un mensajero desconocido. En lugar de recibir una advertencia, mí corazón cantaba. Me sentía muy bien, excitada, triun¬fante y preparada. Interiormente me decía: «Hoy es mi día.»


Un jeep descubierto enfiló la entrada circular. Re¬cuerdo que oí el chirrido de los neumáticos sobre el pa-vimento humeante. Una fina llovizna roció el metal oxidado por encima del follaje de los cayeputi intensa¬mente rojos que flanqueaban el sendero. El jeep se de¬tuvo y el conductor, un aborigen de treinta años, me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Él buscaba a una americana rubia. Yo esperaba que me es¬coltaran a una reunión tribal aborigen. Bajo la mirada crítica de ojos azules del portero aussie* (australiano), el conduc¬tor y yo convinimos mentalmente en nuestro acierto.


Antes incluso de realizar torpes esfuerzos para subir al vehículo todo terreno a causa de los tacones, resultó evidente que me había vestido de forma inadecuada. El joven conductor que tenía a mi derecha llevaba pantalo¬nes cortos, una sucia camiseta blanca y zapatillas de te¬nis sin calcetines. Yo había supuesto que utilizarían un automóvil normal, tal vez un Holden, el orgullo de la industria automovilística australiana, cuando me dijeron que pasarían a buscarme. Jamás hubiera imaginado que me enviarían un vehículo completamente abierto. Bue¬no, en cuestión de vestuario prefería pecar por exceso que por defecto para asistir a una reunión en mi honor, con banquete y entrega de premio.


Me presenté. Él se limitó a asentir y actuó como si supiera quién era yo. El portero frunció el ceño cuando pasamos por delante de él. Recorrimos las calles de la ciudad costera dejando atrás las hileras de casas con porche, las cafeterías y los parques de cemento sin hier¬ba. Me aferré a la manilla de la puerta cuando dimos la vuelta a una plaza circular en la que convergían seis ca¬rreteras. Cuando enfilamos una de ellas, el sol quedó a mi espalda. El traje de chaqueta de color melocotón que me había comprado y la blusa de seda a juego empeza¬ban a darme calor. Supuse que el edificio estaría al otro lado de la ciudad, pero me equivocaba. Entramos en la carretera principal, que discurría paralela a la costa. Al parecer la reunión se llevaba a cabo fuera de la ciudad, más lejos del hotel de lo que yo esperaba. Me quité la chaqueta, pensando en lo estúpida que había sido por no haberme informado mejor. Al menos llevaba un ce¬pillo en el bolso, y la media melena teñida y recogida en una elegante trenza.


No había perdido la curiosidad tras recibir la prime¬ra llamada telefónica, aunque no podía decir que aque¬llo me cogiera realmente por sorpresa. Después de todo, no era la primera muestra cívica de reconocimiento que recibía, y mi proyecto había tenido un gran éxito. Tarde o temprano había de notarse mi trabajo con los abo-rígenes adultos que vivían en las ciudades, en un am¬biente marginal, que habían demostrado abiertamente tendencias suicidas, y en quienes había conseguido in¬culcar el sentido de la utilidad y del éxito financiero. Me sorprendió que la tribu de la que procedía la invita¬ción viviera a tres mil doscientos kilómetros, en la costa opuesta del continente, porque yo sabía muy poco de las naciones aborígenes, excepto los comentarios super¬ficiales que oía ocasionalmente. No sabía si se trataba de una raza común o si, al igual que los nativos ameri¬canos, existían grandes diferencias entre sus distintas lenguas.


Sentía curiosidad sobre todo por saber qué pen¬saban regalarme. ¿Otra placa grabada de madera para almacenar en Kansas City? ¿Un simple ramo de flores? No, no podían ser flores, con cuarenta grados de tem-peratura; además, resultarían muy engorrosas de llevar en el vuelo de regreso. El conductor había llegado pun-tual, a las doce del mediodía, como se había acordado. Así que, por lógica, estaba segura de que me ofrecerían un almuerzo. Me pregunté qué demonios nos pondría para comer una asamblea de nativos. Esperaba que no fuera la tradicional comida australiana servida por un proveedor. Tal vez se tratara de un buffet improvisado y por primera vez podría probar platos aborígenes.


Esperaba ver una mesa cubierta de pintorescos cacharros. Me disponía a pasar por una experiencia maravillosa y única y esperaba con ansia que fuera un día memo¬rable. En el bolso, que había comprado expresamen¬te para la ocasión, llevaba una cámara fotográfica de 35 mm y un pequeño magnetófono. No me habían dicho nada sobre micrófonos ni focos, ni me habían hablado de que pronunciara un discurso, pero yo iba preparada. Una de mis mayores cualidades era la previsión. Después de todo tenía cincuenta años y en mi vida había sufrido la suficiente vergüenza y desilusión como para saber adoptar planes alternativos. Mis amigos destacaban mi eficacia. «Siempre con un plan B en la manga», les oía co¬mentar.


Un tren de carretera (como llaman los australianos a un grupo de enormes camiones remolque circulando en convoy) pasó por nuestro lado en dirección opuesta. Los camiones emergieron de repente de las ondula-ciones que producía el calor en el aire, justo en el centro de la carretera. Salí de mi ensoñación con una sacudida cuando el chófer dio un volantazo y dejamos la carrete¬ra para enfilar un camino de tierra desigual que se ex¬tendía durante kilómetros en medio de una niebla de polvo rojo. En algún lugar desaparecieron los dos pro¬fundos surcos y me di cuenta de que ya no había ca¬mino delante de nosotros, íbamos haciendo eses entre los arbustos y dando tumbos por el desierto accidenta¬do y arenoso. Intenté entablar conversación varias ve¬ces, pero el ruido del vehículo descubierto, el roce de los bajos del chasis y los botes que daba mi cuerpo lo hacían imposible. Tenía que mantener las mandíbulas apretadas con fuerza para no morderme la lengua. Evi-dentemente, el chófer no tenía interés en entablar con¬versación.


La cabeza me rebotaba como si fuera una muñeca de trapo. Cada vez hacía más calor. Tenía la impresión de que las medias se me habían derretido en los pies, pero temía quitarme los zapatos por miedo a que salie¬ran disparados a la planicie cobriza que nos rodeaba hasta donde alcanzaba la vista. No confiaba en que el conductor mudo se detuviera para recogerlos. Cada vez que se me empañaban las gafas de sol, me las limpiaba con el borde de la combinación. El movimiento de los brazos abría la compuerta a un río de sudor. Notaba que el maquillaje se estaba disolviendo y me imagina¬ba el colorete rosado de las mejillas resbalándome en churretes rojos hasta el cuello. Habrían de concederme veinte minutos para arreglarme antes de la presentación. ¡Insistiría!


Miré el reloj; habían transcurrido dos horas desde que entramos en el desierto. Hacía años que no pasaba tanto calor y que no me sentía tan incómoda. El con¬ductor permanecía callado, salvo algún canturreo oca-sional. De pronto me di cuenta: ¡No se había presenta¬do! ¡Quizá no me hallaba en el vehículo correcto! Pero eso era una tontería. Yo no podía bajarme, y él desde luego parecía seguro de llevar la pasajera correcta.


Cuatro horas más tarde nos acercábamos a una cons¬trucción de hojalata ondulada. En el exterior ardía un pequeño fuego y dos mujeres aborígenes se levantaron al vernos. Ambas eran bajas y de mediana edad, iban escasamente vestidas y nos recibieron con una cálida sonrisa. Una de ellas llevaba una cinta en el pelo de la que escapaban gruesos rizos negros en extraños án¬gulos. Las dos parecían delgadas y atléticas, con rostros llenos y redondos en los que relucían los ojos casta¬ños. Cuando me bajé del jeep, mi chófer dijo: «Por cierto, soy el único que habla inglés. Seré tu intérprete, tu amigo.»


« ¡Fantástico! —pensé—. Me he gastado setecientos dólares en el billete de avión, la habitación del hotel y ropa nueva para mi presentación a los nativos australianos, y ahora resulta que no saben inglés ni deben tener idea de la moda actual.»


Bueno, allí estaba, así que más valía que intentara adaptarme, aunque en el fondo sabía que no podía.


Las mujeres hablaron con ásperos sonidos extraños que no parecían frases sino palabras sueltas. Mi intér-prete se volvió hacia mí y me explicó que debía limpiar¬me para poder asistir a la reunión. No comprendí a qué se refería. Era cierto que estaba cubierta de varias capas de polvo y sudor por el viaje, pero no parecía que ése fuera el significado. Me tendió una pieza de tela para envolverme el cuerpo, y que al desplegaría adquirió el aspecto de un harapo. Me dijeron que debía quitarme la ropa y ponérmelo. «¿Qué? —pregunté, incrédula—. ¿Habla en serio?» Él repitió las instrucciones con seve¬ridad. Miré a mi alrededor buscando un lugar donde cambiarme; no había ninguno. ¿Qué podía hacer? El viaje había sido demasiado largo y había soportado ex-cesivas incomodidades como para negarme al final. El joven se alejó. «Oh, qué más da. Estaré más fresca que ahora», me dije. Así pues, con la mayor discreción posi¬ble, me quité la ropa nueva y manchada, la doblé con esmero y me puse el atuendo nativo. Coloqué mis cosas sobre la piedra que momentos antes había servido de asiento a las mujeres en su espera. Me sentí ridícula con aquel trapo descolorido y lamenté haberme gastado el dinero en ropa «para causar buena impresión». El joven reapareció. También él se había mudado.






Se acercó a mí casi desnudo, vestido únicamente con un trapo a modo de bañador y descalzo, como las mujeres junto al fuego. Me dio entonces instrucciones de quitármelo todo: zapatos, medias, ropa interior, y todas las joyas, incluso los pasadores con que me suje¬taba el pelo. Lentamente mi curiosidad empezaba a di-siparse para dar paso a la aprensión; aun así hice lo que me pedía.


Recuerdo que metí las joyas en un zapato. También hice algo que parece ser natural en las mujeres, aunque estoy segura de que no nos enseñan a hacerlo: coloqué la ropa interior escondida entre las demás prendas.


Un manto de espeso humo gris se elevó de los res¬coldos cuando añadieron más maleza seca. La mujer de la cinta en el pelo cogió lo que parecía el ala de un enor¬me halcón negro y lo abrió para formar un abanico. Lo agitó frente a mí desde la cabeza a los pies. El humo se arremolinó, sofocándome. Luego la mujer movió el dedo índice en un círculo, lo que interpreté como «date la vuelta». El ritual del humo se repitió a mi espalda. Después me dijeron que pasara por encima del fuego y a través del humo.


Finalmente me dijeron que había quedado limpia y que podía entrar en el cobertizo metálico. Cuando mi escolta masculino de color bronce rodeó conmigo el fuego en dirección a la entrada, vi que la misma mujer recogía todas mis cosas. Las sostuvo en alto sobre las llamas. Me miró, sonrió, y al tiempo que nos recono-cíamos con la mirada, dejó caer los tesoros que tenía en las manos. ¡Todas mis pertenencias arrojadas al fuego! La mujer me indicó entonces con un gesto que pasara sobre el fuego atravesando el humo.


Por un momento mí corazón dejó de latir; lancé un profundo suspiro. No comprendo cómo no solté un grito de protesta y corrí inmediatamente a recupe¬rarlo todo. Pero no lo hice. La expresión del rostro de la mujer indicaba que su acción carecía de malicia; lo había hecho como el que ofrece a un extraño una insóli¬ta muestra de hospitalidad. «Es sólo una ignorante —pensé—. No entiende de tarjetas de crédito ni de do¬cumentos importantes.» Di gracias por haber dejado el billete de avión en el hotel. Allí tenía también más ropa, y ya me las ingeniaría para atravesar el vestíbulo con aquel atuendo cuando llegara el momento. Recuerdo que me dije: «Hey, Marlo, eres una persona tolerante. No vale la pena que te salga una úlcera por esto.» Pero tomé nota mentalmente de sacar más tarde uno de los anillos de entre las cenizas. Con un poco de suerte el fuego se extinguiría antes de que tuviera que volver a la ciudad en el jeep.


Pero no iba a ser así.


Sólo después comprendí la simbología que encerra¬ba el acto de quitarme las valiosas joyas que yo conside¬raba tan necesarias. Aún me faltaba aprender que, para aquella gente, el tiempo no tenía absolutamente nada que ver con las horas del reloj de oro y diamantes en¬tregado para siempre al fuego.


Mucho tiempo después comprendería que aquella liberación del apego a los objetos y a ciertas creencias era un paso imprescindible en mi desarrollo humano hacia el ser.



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