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VOTOS FALSOS EN LA URNA
Entramos por el lado abierto del cobertizo, forma¬do por tres paredes y un techo. En realidad no había necesidad de puerta ni ventanas. Se había construido sencillamente para dar sombra o quizá como refugio para ovejas. En el interior, otro fuego rodeado por pie¬dras intensificaba el calor. El espacio no parecía estar acondicionado: no había sillas, pavimento, ni ventila¬dor; no tenía luz eléctrica. Aquel lugar estaba hecho de hojalata ondulada, que se sostenía precariamente en pie gracias a unos maderos viejos y podridos.
Mis ojos se adaptaron rápidamente a la penumbra y al humo, pese a la luminosidad a que habían estado ex-puestos durante las cuatro horas anteriores. Había un grupo de aborígenes adultos de pie o sentados en la are¬na. Los hombres llevaban vistosas cintas de colores en la cabeza y plumas sujetas a los brazos y en torno a los tobillos. Vestían el mismo tipo de taparrabos que el conductor. Éste no iba pintado, pero los demás tenían dibujos en el rostro, los brazos y las piernas. Habían usado el blanco para hacer puntos, rayas y otras figuras más complejas. Dibujos de lagartos adornaban sus bra¬zos, mientras que en las piernas y la espalda ostentaban serpientes, canguros y pájaros.
Las mujeres eran menos festivas. Tenían aproxima¬damente mi estatura: cerca del metro setenta. La mayo¬ría eran mayores, pero tenían la piel achocolatada, de aspecto suave y saludable. No vi ninguna con el pelo largo; la mayoría lo tenía rizado y muy corto. Las que lo tenían más largo lo llevaban bien sujeto con una es¬trecha cinta entrecruzada alrededor de la cabeza. Una anciana de cabellos blancos que estaba cerca de la entra¬da llevaba una guirnalda de flores pintada a mano en torno al cuello y los tobillos. Las hojas, dibujadas al de¬talle y las flores con sus estambres constituían el toque artístico. Todas las mujeres vestían dos piezas de tela o una prenda atada en torno al cuerpo como la mía. No vi niños pequeños, sólo un adolescente.
Mi mirada fue atraída por el hombre que lucía el atuendo más trabajado de todos. Tenía los cabellos ne¬gros salpicados de gris, y la barba recortada acentuaba la fuerza y la dignidad de su rostro. En la cabeza llevaba un asombroso tocado hecho de brillantes plumas de pa¬pagayo. También él se había adornado brazos y tobillos con plumas. Alrededor de la cintura llevaba atados di¬versos objetos y ostentaba un peto circular de intrinca¬da artesanía, hecho de piedras y semillas. Algunas muje¬res llevaban objetos similares aunque más pequeños, a modo de collares.
El hombre tendió sus manos hacia mi, sonriente. Cuando miré sus ojos negros y aterciopelados tuve una sensación de paz y seguridad absolutas. Creo que tenía el rostro más amable que jamás he visto.
No obstante, mis emociones eran contradictorias. Los rostros pintados y los hombres de pie al fondo con lanzas afiladas como cuchillas me atemorizaban y, sin embargo, todos tenían una agradable expresión, y un sentimiento de bienestar y amistad parecía impregnar el ambiente. Conseguí controlar mis emociones juzgando mi propia estupidez. Aquello no se parecía ni remota¬mente a lo que había esperado hallar. Ni en sueños ha¬bría podido imaginar una atmósfera tan amenazadora en la que hubiera tanta gente con aspecto amable. Si mí cá-mara no hubiera sido devorada por las llamas en el exte¬rior de la choza, habría podido hacer hermosas diaposi¬tivas para mostrar a un público cautivado de parientes o amigos. Mis pensamientos volvieron al fuego. ¿Qué más se estaba quemando? Me estremecí al pensarlo: el per¬miso de conducción internacional, billetes australianos de color naranja, el billete de cien dólares que había lle¬vado durante años en un compartimento secreto de mi monedero y que databa de mi época juvenil como em¬pleada de una compañía telefónica, uno de mis pintala¬bios favoritos, imposible de encontrar en este país, el re¬loj de diamantes, y el anillo que me regaló la tía Nola cuando cumplí dieciocho años; todo eso alimentaba el fuego.
Mi inquietud se desvaneció cuando Outa, el intér¬prete, me presentó a la tribu. Él pronunciaba su nombre alargando la «u», y luego terminaba bruscamente con el «ta».
Los aborígenes se referían al hombre fraternal de los increíbles ojos como el Anciano de la Tribu. No era el hombre más anciano del grupo, sino más bien lo que nosotros consideraríamos un jefe.
Una mujer se puso a entrechocar unos palos y pron¬to otros la imitaron. Los que portaban las lanzas em-pezaron a golpear el suelo con ellas, y algunos daban palmadas. Todo el grupo empezó a cantar y salmodiar. Con un ademán de la mano me invitaron a sentarme en el suelo de arena. El grupo celebraba un corroboree o fiesta. Al terminar una canción se iniciaba otra. Yo ya había notado que algunos llevaban en los tobillos bra-zaletes hechos de grandes vainas, y cuando las semillas secas que éstas contenían se convirtieron en carracas pa¬saron a ser el centro de atención. En algunos momentos bailaba una sola mujer, luego un grupo. Algunas veces los hombres bailaban solos, otras los acompañaron las mujeres. Estaban compartiendo su historia conmigo.
Finalmente el ritmo de la música se sosegó, y los movimientos fueron ejecutándose mucho más despacio hasta que cesaron por completo. Tan sólo quedó un rit¬mo muy regular que parecía sincronizado con los la-tidos de mi corazón. Todos permanecieron inmóviles y en silencio. Miraron a su jefe. Éste se levantó y se acercó hasta situarse frente a mí, con una sonrisa en los labios. Reinaba una indescriptible atmósfera de armo-nía. Yo tenía la sensación de que éramos viejos amigos, pero no era cierto, claro. Supuse que su presencia me hacía sentir cómoda y lo acepté, sencillamente.
El Anciano se quitó un largo tubo de piel de orni¬torrinco que llevaba atado a la cintura y lo sacudió en alto, lo abrió por el extremo y esparció el contenido en el suelo. A mi alrededor había rocas, huesos, dientes, plumas y discos de cuero. Varios miembros de la tribu señalaron el lugar en que había caído cada objeto. Para hacer las marcas en el suelo utilizaron indistintamente los dedos de los pies y de las manos. Después volvieron a meter los objetos en la bolsa. El Anciano dijo algo y me la tendió. Aquello parecía Las Vegas, así que sostuve el tubo en el aire y lo sacudí. Repetí el juego abriendo el extremo y arrojando el contenido, sin controlar en ab¬soluto dónde caía cada objeto. Dos hombres a cuatro patas midieron la distancia entre el lugar donde habían caído mis objetos y los del Anciano, tomando como re¬ferencia la longitud del pie de otro aborigen. Algunos miembros del grupo intercambiaron unos cuantos co¬mentarios, pero Outa no se ofreció a traducírmelos.
Hicimos varias pruebas esa tarde. En una de las más impresionantes se utilizaba una pieza de fruta de piel gruesa como la del plátano, pero en forma de pera. Me dieron la fruta de color verde claro y me pidieron que la bendijera. No tenía la menor idea de lo que eso signifi¬caba, así que me limité a decir mentalmente, «Señor mío, por favor, bendice este alimento», y se la devolví al Anciano. Éste cogió un cuchillo, cortó la parte supe-rior y empezó a pelarla. En lugar de pelarse hacia abajo como un plátano, la corteza se enrollaba en espira¬les. Todos los rostros se volvieron hacia mi. Me sentí incómoda con aquellos ojos oscuros fijos en mí. «Ah», dijeron todos al unísono, como si lo hubieran ensaya¬do. Ocurría lo mismo cada vez que el Anciano pelaba un trozo. Yo no sabía si cada «ah» significaba algo bue¬no o malo, pero me pareció notar que la piel no se en-roscaba normalmente cuando la cortaba y que, cuales¬quiera que fuesen los resultados de las pruebas, había conseguido pasarlas.
Una mujer joven se acercó a mí con una bandeja llena de piedras. Probablemente era un trozo de cartón más que una bandeja, pero había un montón de piedras tan alto que no podía ver el recipiente. Outa me miró muy serio y dijo: «Elige una. Elígela con acierto. Tiene el poder de salvarte la vida.»
Al punto noté que se me ponía la carne de gallina, a pesar de que tenía calor y sudaba. Mis tripas reacciona-ron con sonidos característicos. Los músculos contraí¬dos de mi estómago indicaban: «¿Qué significa eso? ¡Poder para salvarme la vida!»
Miré las piedras. Todas parecían iguales. En ninguna vi nada de particular. Sencillamente eran guijarros de color gris rojizo y del tamaño aproximado de una mo¬neda de cinco centavos o de un cuarto de dólar. Deseé que alguna brillara o pareciera especial. No tuve suerte. Así que fingí: las miré como si realmente las estuviera estudiando, y luego elegí una de encima y la levanté con aire triunfal. En los rostros que me rodeaban se dibuja¬ron sonrisas radiantes de aprobación, y yo me alegré mentalmente: «¡He escogido la piedra correcta!»
Pero ¿qué iba a hacer con ella? No podía dejarla caer y herir los sentimientos de aquella gente. Después de todo, aquella piedra no significaba nada para mí, aunque a ellos les pareciera importante. No tenía bolsillos donde guardarla, así que me la metí por el escote del atuendo que llevaba en ese momento, el único lugar en que se me ocurrió ponerla. Pronto me olvidé de la piedra puesta a buen recaudo en el bolsillo de la naturaleza.
Después de esto apagaron el fuego, desmontaron los instrumentos, recogieron sus escasas pertenencias y sa¬lieron al desierto. Sus torsos morenos, casi desnudos, brillaban bajo el fuerte sol mientras se colocaban en fila para el viaje. Al parecer la reunión había concluido.., sin almuerzo y sin premio. Outa fue el último en salir, pero también él echó a andar. Tras recorrer unos metros, se volvió y dijo:
—Ven. Nos vamos.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—De walkabout.
—¿Adónde?
—Al interior de Australia.
—¡Fantástico! ¿Cuánto durará eso?
—Aproximadamente tres cambios completos de la Luna.
—¿Te refieres a caminar durante tres meses?
—Sí, tres meses más o menos.
Suspiré profundamente. Luego anuncié a Outa, que permanecía inmóvil en la distancia:
—Bueno, eso suena muy divertido, pero verás, no puedo ir. Hoy no es precisamente un buen día para que me marche. Tengo responsabilidades, obligaciones, un alquiler, facturas sin pagar. No he hecho los preparativos. Necesitaría tiempo para arreglar las cosas antes de salir de excursión o de acampada. Quizá tú no lo compren¬das; yo no soy australiana, soy americana. No puedo ir a un país extranjero y desaparecer. Tus funcionarios de inmigración se alarmarían y mi gobierno enviaría he¬licópteros a buscarme. Quizás en otra ocasión pueda acompañaros, si lo sé con suficiente antelación, pero hoy no. Hoy no me puedo ir con vosotros. Hoy no es un buen día, sencillamente.
Outa sonrío.
—Todo está en orden. Todo el mundo sabrá lo que necesite saber. Mi gente oyó tu grito de auxilio. Si al-guien de la tribu hubiera votado en tu contra, no harían este viaje. Te han puesto a prueba y te han aceptado. Es un honor excepcional que no puedo explicar. Debes vi¬vir la experiencia. Es muy importante que lo hagas en esta vida. Es para lo que has nacido. La Divina Unidad ha intervenido; es tu mensaje. No puedo decirte más.
-Ven. Síguenos. —Dio media vuelta y se alejó cami¬nando.
Yo me quedé allí parada, mirando el desierto austra¬liano. Era vasto y desolado, aunque hermoso y, como las pilas Energizer, parecía durar y durar y durar. El jeep seguía allí, con la llave puesta en el contacto. Pero ¿por dónde habíamos venido? No había visto carretera algu¬na durante horas, tan sólo giros y más giros. No tenía zapatos, ni agua, ni comida. La temperatura del desierto en aquella época del año oscilaba entre los 38 y los 55 grados centígrados. Me alegraba de que hubieran vota¬do aceptarme pero, ¿y mi voto? Tenía la impresión de que la decisión no dependía de mí.
No quería ir. Me pedían que pusiera mi vida en sus manos. Acababa de conocer a aquella gente con la que ni siquiera podía hablar. ¿Y si perdía mi trabajo? Ya era bastante precario; no tenía la menor seguridad de que algún día cobrara una pensión. ¡Era una locura! ¡Por supuesto que no podía irme!
Pensé: «Seguro que hay dos partes. Primero juegan aquí, en este cobertizo, y luego salen al desierto y jue-gan un poco más. No irán muy lejos; no tienen comi¬da. Lo peor que podría ocurrirme es que quisieran que pasara la noche ahí fuera. Pero no, simplemente con mi¬rarr ie ya se habrán dado cuenta de que no tengo madera de campista. ¡Soy una mujer de ciudad, de las que toma baños espumosos! Pero —proseguí— puedo hacerlo si es necesario. Me mostraré tajante puesto que ya he pa¬gado una noche en el hotel. Les diré que debo regresar mañana antes de la hora en que he de dejar la habita¬ción. No voy a pagar un día más sólo por complacer a esta gente estúpida y analfabeta.»
Contemplé al grupo, que seguía caminando y que cada vez parecía más pequeño. No tuve tiempo de usar mi método Libra de sopesar pros y contras. Cuanto más tiempo permanecía allí pensando en qué hacer, más se alejaban ellos de mi vista. Las palabras exactas que pronuncié están grabadas en mi memoria con tanta cla-ridad como si fueran una hermosa incrustación en lus¬trosa madera. «De acuerdo, Dios. ¡Sé que tienes un pe-culiar sentido del humoi pero esta vez de verdad que no te entiendo!»
Con unos sentimientos que oscilaban rápidamente entre el miedo, el asombro, la incredulidad y la parálisis total, eché a andar en pos de la tribu de aborígenes que se llaman a sí mismos los Auténticos.
No estaba atada ni amordazada, pero me sentía pri¬sionera. Me parecía ser la víctima de una marcha forza¬da hacia lo desconocido.
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