13
LA CURACIÓN
Se acercaba la estación de las lluvias. Ese día divisa¬mos una nube que se mantuvo a la vista durante un cor-to período de tiempo. Fue una imagen que valoramos por su rareza. Ocasionalmente incluso pudimos cam¡¬nar bajo su gran sombra, desde donde teníamos la mis¬ma visión que posiblemente tenga una hormiga de la suela de una bota. Era una delicia hallarse entre gente adulta que no había perdido el sentido infantil de la di¬versión, tan importante siempre. Echaban a correr hacia el sol alejándose de la nube y mofándose de ella por la lentitud con que se movía. Luego volvían a refugiarse bajo su sombra y me decían que el aire fresco era un re¬galo maravilloso de la Divina Unidad. Resultó un día muy alegre y juguetón. Sin embargo, al caer de la tarde se desató la tragedia, o al menos lo que a mí me pareció una tragedia en ese momento.
En el grupo había un hombre de treinta y tantos años que se llamaba Gran Rastreador de Piedras. Su ta¬lento consistía en hallar piedras preciosas. Reciente¬mente se había añadido el «Gran», porque a lo largo de los años había desarrollado una habilidad especial para encontrar unos maravillosos y enormes ópalos e incluso pepitas de oro en las zonas mineras, después de que las compañías explotadoras hubieran abandonado las mi¬nas. Los Auténticos creían al principio que los metales preciosos eran superfluos. No se podían comer, y en una nación sin mercados no servían para comprar alimentos. Se valoraban tan sólo por su belleza y por el uso que se les pudiera dar. No obstante, con el tiempo los nativos descubrieron que eran muy apreciados por el hombre blanco, lo cual resultaba más extraño aún que su extraña creencia de que podían ser amos de las tierras y venderlas. La tribu utiliza las gemas para finan¬ciar los gastos del explorador de la tribu, que periódica-mente va a la ciudad y luego regresa con su informa¬ción. Gran Rastreador de Piedras no se aventura jamás por las cercanías de una mina que siga en funciona¬miento porque a los aborígenes les persigue el recuerdo de aquellos antepasados obligados a trabajar en las ex¬plotaciones mineras que entraban un lunes y no volvían a salir hasta el fin de semana. Cuatro de cada cinco mo¬rían. Habitualmente se les acusaba de algún crimen y eran condenados a trabajos forzados. También tenían que satisfacer ciertas cuotas, y muchas veces se obligaba a la mujer y a los hijos a trabajar con el reo; unas tres personas podían cumplir la cuota establecida para un individuo. Al parecer era muy fácil hallar alguna infrac¬ción para alargar las condenas. No había escapatoria posible. Por supuesto, aquella degradación de las vidas humanas era muy legal.
Aquel día en particular, Gran Rastreador de Piedras caminaba por el borde de un terraplén cuando cedió la tierra y él fue a caer por el risco hacia la superficie rocosa, seis metros más abajo. El terreno por el que caminába¬mos estaba formado por grandes capas de granito pulido natural, de láminas de roca y extensiones pedregosas.
Por entonces yo tenía unos buenos callos en las plan¬tas de los pies, parecidos a aquella especie de pezuñas de mis compañeros, pero ni siquiera esa capa de piel muerta bastaba para caminar cómodamente sobre las piedras. Te¬nía el pensamiento puesto en los pies. Recordaba un ar¬mario que tenía en casa, lleno de zapatos, donde no falta¬ban botas de excursionista y zapatillas deportivas. 0í el grito de Gran Rastreador de Piedras cuando ya volaba por los aires. Corrimos todos hasta el borde y miramos hacia abajo. Parecía un guiñapo, y se veía ya un charco oscuro de sangre. Varios miembros de la tribu corrieron cuesta abajo hasta la garganta y lo subieron en un san¬tiamén haciendo uso de un sistema de relevos. Dudo que hubiera tardado menos si hubiera subido flotando. Las manos que lo transportaban parecían la oruga de una línea de montaje.
Cuando lo depositaron sobre la pulimentada roca de la cima, la herida quedó a la vista. Era una fractura complicada y muy grave entre la rodilla y el tobillo. El hueso sobresalía unos cinco centímetros, como enorme y feo colmillo, a través de la piel de color chocolate con leche. Inmediatamente alguien se quitó una cinta del pe¬lo e hizo un torniquete con ella alrededor del muslo. Hombre Medicina y Mujer que Cura se hallaban a cada lado del herido. Otros miembros de la tribu empezaron a prepararlo todo para acampar allí aquella noche.
Yo me acerqué poco a poco hasta quedar junto a la figura postrada.
—¿Puedo mirar? —pregunté.
Hombre Medicina pasaba las manos por la pierna herida a unos dos centímetros de la piel con un suave movimiento deslizante, primero en paralelo y luego con una de arriba abajo y la otra al revés. Mujer que Cura me sonrió y habló a Outa, quien me tradujo su mensaje:
—Esto es para ti. Nos han dicho que tu talento, en¬tre tu gente, es el de mujer que cura.
—Bueno, supongo —respondí.
Nunca me había gustado la idea de que la curación de un enfermo dependa de los médicos o de sus trucos, porque años atrás, cuando tuve que enfrentarme con la polio, había aprendido que la curación tiene una única fuente. Los médicos ayudan al cuerpo eliminando par¬tículas extrañas, inyectando sustancias químicas o de-volviendo huesos a su sitio, pero eso no significa que el cuerpo vaya a curarse. De hecho, estoy convencida de que jamás ningún médico en ningún lugar de ningún país y en ninguna época de la historia ha curado a na-die. Cada persona lleva la curación en su interior. Los médicos son como mucho unas personas que han reco-nocido en sí mismas un talento individual, lo han desa¬rrollado y tienen el privilegio de servir a la comunidad haciendo lo que mejor se les da y más les gusta. Pero no era aquél el momento más adecuado para una discusión a fondo. Acepté los términos que Outa había decidido utilizar y convine con los nativos en que también yo, en mi sociedad, era considerada una mujer que curaba.
Según me explicaron, el movimiento de las manos a lo largo de la pierna sobre la zona herida, sin tocarla, era un método para devolver la antigua forma de la pierna sana y para eliminar la hinchazón. Hombre Medicina le refrescaba la memoria al hueso para que reconociera la auténtica naturaleza de su estado sano. Con esto se eli¬minaba el impacto provocado al partirse en dos y aban¬donar la posición desarrollada durante más de treinta años. Lo que hacían era «hablarle» al hueso.
A continuación los tres personajes principales del drama, Hombre Medicina a los pies, Mujer que Cura arrodillada a un lado y el paciente tumbado de espaldas sobre la tierra, empezaron a hablar con un sonsonete de plegaria. Hombre Medicina colocó las manos alrededor del tobillo. En realidad no parecía que tocara ni tirara del pie. Mujer que Cura hizo lo propio con la rodilla.
Hablaban en forma de cánticos, cada uno de ellos dife¬rente. En un momento dado alzaron la voz al unísono y gritaron algo. Debieron de utilizar un método de trac¬ción, pero yo no fui capaz de verlo. Sencillamente, el hueso volvió a meterse por el agujero del que asomaba. Hombre Medicina juntó los dos bordes de piel e hizo una seña a Mujer que Cura, que desató el extraño y lar¬go tubo que siempre llevaba consigo.
Unas semanas antes le había preguntado a Mujer que Cura qué hacían las mujeres cuando tenían la menstrua¬ción, y ella me había mostrado unas compresas he¬chas de juncos, paja y finas plumas de pájaros. Después, de vez en cuando, observaba que una mujer abandonaba el grupo para internarse en el desierto y ocuparse de sus necesidades. Enterraban la pieza sucia igual que en¬terrábamos nuestros excrementos diarios, como hacen los gatos. Ocasionalmente, sin embargo, había adverti¬do que una mujer volvía del desierto con algo en la pal¬ma de la mano, que llevaba a Mujer que Cura. Ésta abría el extremo superior de su largo tubo. Observé que estaba forrado de las hojas de plantas que usaron para curarme los pies llagados y las quemaduras del sol. Mujer que Cura metió dentro el enigmático objeto. Las pocas veces que me acerqué, me llegó un insoportable hedor. Finalmente descubrí lo que guardaban en se¬creto: grandes coágulos de sangre expulsados por las mujeres.
Aquel día Mujer que Cura no abrió el extremo su¬perior del tubo, sino el inferior. No salió ningún tufo. No desprendía ningún mal olor. La mujer apretó el tubo con la mano y surgió una brea negra, espesa y re¬luciente, que utilizó para unir los bordes desiguales de la herida. Literalmente los alquitranó, untando la sus¬tancia por toda la superficie de la herida. No hubo ven¬daje, ataduras, entablillado, muletas ni suturas.
Pronto se olvidó el accidente y nos ocupamos de la comida. Por la noche se hicieron turnos para colocar la cabeza de Gran Rastreador de Piedras sobre el regazo, de modo que viera mejor desde el lugar en que reposa¬ba. También yo hice un turno. Quería tocarle la frente y comprobar si tenía fiebre. Además quería tocar y estar cerca de una persona que, al parecer, había aceptado ser demostración viviente de sus métodos de curación en mi honor. Cuando tenía su cabeza en mi regazo, alzó la vista hacia mí y me guiñó un ojo.
A la mañana siguiente, Gran Rastreador de Piedras se levantó y caminó con nosotros. No cojeaba en abso-luto. Me habían dicho que el ritual practicado reduciría el trauma óseo y evitaría que se inflamara la pierna. Era cierto. Durante varios días la examiné de cerca y obser¬vé cómo se secaba la negra sustancia natural y empeza¬ba a desprenderse. Al cabo de cinco días había desa¬parecido; sólo quedaban unas delgadas cicatrices en el sitio por donde había salido el hueso. ¿Cómo podía aquel hombre, que pesaba unos sesenta y cinco kilos, apoyarse en aquel hueso completamente partido, sin muleta y sin que le volviera a salir de sopetón por el agujero? Estaba maravillada. Sabía que los miembros de la tribu gozaban de muy buena salud en general, pero además parecían poseer un talento especial para resol¬ver las urgencias.
Los que poseían talento para curar no habían estu¬diado nunca bioquímica ni patología, pero poseían las credenciales de la verdad, la intención y el compromiso con el bienestar físico.
Mujer que Cura me preguntó:
—¿Comprendes cuánto tiempo implica «para siem¬pre»?
—Sí —repliqué—. Lo comprendo.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura.
—Entonces podemos decirte algo más. Todos los humanos son espíritus que sólo están de paso en este mundo. Todos los espíritus son seres que existen para siempre. Todos los encuentros con otras personas son experiencias y todas las experiencias son relaciones para siempre. Los Auténticos cierran el círculo de cada expe¬riencia. No dejamos cabos sueltos como los Mutantes. Si te alejas con malos sentimientos en el corazón hacia otra persona y ese círculo no se cierra, se repetirá más adelante. No lo sufrirás una sola vez sino una y otra hasta que aprendas. Es bueno observar, aprender y al¬macenar la experiencia para ser más sabios. Es bueno dar las gracias, dejarlo bendecido, como vosotros decís, y alejarse luego en paz.
Yo no sé si el hueso de la pierna de aquel hombre se curó rápidamente o no. No tenía rayos X a mano para examinarlo antes y después, y él no era un superhom¬bre, pero a mí no me importó. No sufrió. No le queda¬ron secuelas, y en lo que concernía a los demás, la expe¬riencia había terminado. Nos alejamos en paz, y era de esperar que un poco más sabios. El círculo se había ce¬rrado. No se gastaron más energías, tiempo ni atención en él.
Outa me dijo que ellos no habían provocado el ac¬cidente. Sólo habían pedido que, si era por el supremo bien de la vida en todas partes, estaban abiertos a una experiencia con la que yo pudiera aprender en la prácti-ca sus métodos de curación. No sabían si se presentaría la oportunidad ni a quién podría tocarle, pero estaban dispuestos a ofrecérmela como experiencia. Cuando se produjo, se sintieron agradecidos una vez más por el don que habían podido compartir con la Mutante fo¬ránea.
También yo estaba agradecida aquella noche por la oportunidad de conocer las misteriosas mentes vírgenes de aquellos humanos a los que llamaban incivilizados. Quería aprender más cosas sobre sus técnicas de curación, pero no deseaba la responsabilidad de añadir nue¬vos retos a sus vidas. Tenía muy claro que la supervivencia en el Outback era un reto más que suficiente.
Debería haber comprendido que ellos me leían la mente y que sabían lo que pedía antes de expresarlo. Aquella noche hablamos largo y tendido sobre la rela¬ción entre el cuerpo físico, la parte eterna de nuestra existencia y un nuevo aspecto que no habíamos tocado antes: el papel de los sentimientos y las emociones en la salud y el bienestar.
Ellos creen que sólo las emociones tienen una ver¬dadera importancia; se quedan grabadas en cada célula del cuerpo, en el núcleo de personalidad, en la mente y en el ser eterno. Así como ciertas religiones hablan de la necesidad de alimentar al hambriento y dar agua al sediento, aquella tribu decía que el alimento y el lí¬quido que se dan y la persona que los recibe no son esenciales. Lo que cuenta es el sentimiento que se expe¬rimenta cuando se entrega uno con sinceridad y afecto. Dar agua a una planta o a un animal moribundos, o dar ánimos a una persona proporciona tanta sabiduría so¬bre la vida y nuestro Creador como dar de beber a una persona sedienta. Cada uno de nosotros abandona este plano de la existencia con una tarjeta de puntuación, por así decirlo, en la que se refleja momento a momen¬to el modo en que se han dirigido las propias emocio-nes. Son los sentimientos invisibles e incorpóreos que llenan nuestra parte eterna los que marcan la diferencia entre los buenos y los menos buenos. La acción es tan sólo un canal mediante el que se permite expresar y ex¬perimentar el sentimiento, la intención.
Para devolver el hueso a su sitio, los dos médicos nativos habían enviado pensamientos de perfección al cuerpo. Cabeza y corazón habían desempeñado un pa¬pel tan importante como el de las manos. El paciente estaba abierto y receptivo al bienestar y creía en un estado de restablecimiento total e inmediato. Ante mi asom¬bro, lo que para mi era milagroso, desde la perspectiva de la tribu era obviamente normal. Empecé entonces a preguntarme hasta qué punto en Estados Unidos el su¬frimiento, debido a enfermedad y experimentado por el paciente se debía a una predeterminación emocional, no a nivel consciente, por supuesto, sino a cierto nivel del subconsciente.
¿Qué ocurriría en Estados Unidos si los médicos pusieran tanta fe en la capacidad curativa del cuerpo humano como la que tienen en las drogas? Cada vez va¬loraba más la importancia del vínculo entre médico y paciente. Si el médico no cree que la persona se va a re¬cuperar, esa misma incredulidad puede dar al traste con su trabajo. Aprendí hace mucho tiempo que cuando un médico le dice a un paciente que no tiene cura, lo que en realidad quiere decir es que no tiene información para curarlo. No significa que no exista cura. Si cual-quier otra persona ha superado alguna vez esa misma enfermedad, es evidente que el cuerpo humano tiene la capacidad para curarla. En mis largas conversaciones con Hombre Medicina y Mujer que Cura, descubrí una nueva e increíble perspectiva sobre la salud y la enfer¬medad. «Curar no tiene absolutamente nada que ver con el tiempo —me dijeron—. Tanto la salud como la enfermedad se producen en un instante.» Según yo in-terpretaba estas palabras, el cuerpo es un conjunto, bue¬no y saludable a nivel celular pero de repente se produ¬ce el primer desarreglo o anomalía en una parte de una célula. Pueden pasar meses o años antes de que se iden¬tifiquen los síntomas o se establezca el diagnóstico. Y la curación es el proceso inverso. Uno está enfermo y su salud va decayendo; según la sociedad en la que viva, recibirá un tipo u otro de tratamiento. En un momento el cuerpo detiene su declive e inicia la primera etapa de su recuperación. La tribu de los Auténticos cree que somos víctimas al azar de una mala salud, sino que nues¬tro cuerpo es el único medio que tiene nuestro nivel su¬perior de conciencia para comunicarse con nuestra con¬ciencia personal. Con su declive, el cuerpo nos da la oportunidad de mirar en derredor y analizar las heridas que son realmente importantes y que hemos de reparar:
las relaciones en crisis, las brechas abiertas en nuestro sistema de valores, los tumores amurallados del miedo, la fe erosionada en nuestro Creador, las emociones insensibilizadas que impiden el perdón, y tantas otras cosas.
Yo pensé en los médicos norteamericanos que tra¬bajan ahora con las imágenes mentales positivas para tratar a los enfermos de cáncer. En su mayoría no son bien vistos por el resto de sus colegas. Lo que intentan explorar es demasiado «nuevo». Ante mí tenía el ejem¬plo de los seres humanos más antiguos de la Tierra, que usaban técnicas transmitidas de generación en gene¬ración y que me habían demostrado su valor. Sin embargo, nosotros, la llamada sociedad civilizada, no queremos utilizar la transmisión de pensamientos posi-tivos porque tememos que sea tan sólo una moda, y convenimos prudentemente en que sería mejor esperar un tiempo y ver cómo funciona bajo ciertas condicio¬nes. Cuando un Mutante en estado crítico ha recibido ya todos los tratamientos que le puede ofrecer la medi¬cina y está al borde de la muerte, el médico le dice a la familia que ha hecho cuanto estaba a su alcance. Es cier¬to, cuántas veces habré oído el comentario: «Lo siento, no podemos hacer nada más. Ahora está en manos de Dios.» Es curioso que nos su me a cosa del pasado.
No creo que los Auténticos sean superhombres por el modo en que tratan accidentes y enfermedades. Creo sinceramente que todo lo que ellos hacen tiene una ex¬plicación científica. El hecho es que nosotros construi-mos máquinas para que realicen ciertas técnicas, y los Auténticos son la prueba de que pueden llevarse a cabo sin aparatos eléctricos.
La humanidad explora a la aventura y con gran es¬fuerzo, pero en el continente australiano se aplican las más refinadas técnicas médicas a unos miles de kilóme¬tros tan sólo de las antiguas prácticas que han salvado vidas desde tiempos inmemoriales. Tal vez un día se unirán y se completará el círculo del conocimiento.
¡Qué día para una celebración mundial!
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