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¿FINAL FELIZ?
Me alejé caminando con el convencimiento de que mi vida no volvería a ser jamás tan sencilla y plena de significado como lo había sido aquellos meses, y de que una parte de mí siempre desearía regresar.
Me llevó la mayor parte del día recorrer la distancia que me separaba de la ciudad. No tenía la menor idea de cómo me las arreglaría para volver desde aquel lugar, fuera el que fuese, a la casa que tenía alquilada. Vi la autopista, pero no creí que fuera buena idea caminar por ella, así que seguí por entre la maleza.
En cierto momento me volví para mirar atrás, y jus¬to entonces una ráfaga de viento surgió de la nada para eliminar mis huellas en la arena como una enorme goma que pareció borrar mi existencia en el Outback. Mi vi-gilante periódico, el halcón pardo, sobrevoló mi cabeza justo cuando llegaba a los límites de la ciudad.
Vi a lo lejos a un hombre mayor. Vestía tejanos, camisa deportiva metida bajo el grueso cinturón y un viejo sombrero verde desgastado, típico de Australia. Cuando me acerqué, sus ojos (en lugar de sonreír) se abrieron con incredulidad. El día anterior yo tenía todo lo que necesitaba: comida, ropa, abrigo, cuidados, com¬pañeros, música, entretenimiento, apoyo, una familia y mucha risa; todo gratis. Pero ese mundo había desapa¬recido.
En ese momento, a menos que mendigara dinero, no podría funcionar. Todo lo necesario para la subsis-tencia había de ser comprado. No me quedaba otra alternativa; me veía reducida a una mendiga sucia y des-harrapada. Era una vagabunda de las que caminan con su hatillo por las calles, y ni siquiera tenía hatillo. Sólo yo conocía a la persona que se ocultaba bajo un exterior de pobreza y suciedad. Mi relación con los deshereda¬dos del mundo cambió para siempre en aquel instante.
Me acerqué al australiano y pregunté: «¿Podría prestarme una moneda? Acabo de salir del desierto y he de llamar por teléfono. No tengo dinero. Si quiere dar¬me su nombre y dirección, se lo devolveré.»
Él siguió mirándome, tan fijamente que las arrugas de su frente cambiaron de dirección. Luego se metió la mano derecha en el bolsillo y sacó una moneda, mien¬tras se tapaba la nariz con la mano izquierda. Yo sabía que volvía a oler mal. Hacia dos semanas que me había bañado sin jabón en el estanque de los cocodrilos. El hombre meneó la cabeza, poco interesado en que le de¬volviera el dinero, y se alejó a paso vivo.
Recorrí unas cuantas calles y vi a un grupo de niños esperando el autobús escolar de la tarde que los llevaría de vuelta a casa. Todos tenían el típico aspecto atildado de la juventud australiana uniformada. Sus ropas eran idénticas; sólo íos zapatos denotaban un cierto indicio de expresión individual. Los niños clavaron los ojos en mis pies desnudos, que más parecían una mutación en forma de pezuñas que los apéndices de una hembra humana.
Sabía que tenía un aspecto horrible y esperaba tan sólo que mi aspecto no les asustara por lo escaso de mis ropas y por mis cabellos sin peinar durante más de cien¬to veinte días. La piel del rostro, los hombros y los bra¬zos se me había pelado tan a menudo que estaba llena de pecas y manchas. ¡Además, me acababan de confir¬mar con toda franqueza que apestaba!
«Perdonadme —les dije—. Acabo de salir del de¬sierto. ¿Podéis decirme dónde puedo encontrar un telé¬fono y la oficina de telégrafos?»
Su reacción fue tranquilizadora. No estaban asus¬tados; se limitaron a sonreír y soltar risitas. Mi acento americano aportó una nueva prueba a la creencia básica de los aussies: todos los norteamericanos son unos ex¬céntricos. Me dijeron que había una cabina telefónica a dos manzanas.
Llamé a mi consultorio y les pedí que me mandaran un giro postal. Ellos me dieron la dirección de la com-pañía de telégrafos. Fui caminando hasta allí y, por la expresión de sus rostros cuando llegué, comprendí que les habían avisado de que debían esperar a alguien con un aspecto muy poco usual. La empleada me entregó el dinero sin la necesaria identificación, aunque con cierta reticencia. Mientras yo recogía el fajo de billetes, la mu¬jer nos roció al mostrador y a mi con un aerosol desin¬fectante.
Con dinero en la mano, cogí un taxi que me llevó a una tienda de artículos a precio reducido, donde compré pantalones, camisa, chancletas de goma, champú, cepillo para el pelo, pasta dentífrica, cepillo de dientes y pasa¬dores para el pelo. El taxista se detuvo en un mercado al aire libre, donde compré fruta fresca y media docena de diferentes zumos en envases de cartón. Luego me llevó a un motel y esperó hasta ver si me aceptaban. Ambos nos preguntábamos si lo harían, pero el dinero al contado parece tener más peso que un aspecto dudoso. Abrí el grifo de la bañera y di gracias por este bendito invento. Mientras se llenaba, reservé por teléfono un billete de avión para el día siguiente. Después pasé tres horas en la bañera, ordenando los detalles de mis últimos años y en especial de los últimos meses de mi vida.
Al día siguiente tomé un avión, con el rostro bien frotado, el cabello horrible pero limpio y caminando torpemente con las chancletas, que había tenido que cortar para que me cupieran los pies con sus nuevos cascos. ¡Pero olía maravillosamente! Había olvidado comprar ropa con bolsillos, así que llevaba el dinero metido dentro de la camisa.
La casera se alegró de yerme. Yo tenía razón: ella había dado la cara durante mi ausencia. No hubo nin¬gún problema; sencillamente debía unos meses de al¬quiler. El afable comerciante australiano que me había alquilado el televisor y el vídeo justo antes de que me fuera, no había enviado siquiera un aviso, ni había in-tentado recuperar su equipo. También él se alegró de yerme. Sabía que yo no me iría sin devolverle sus artí-culos y liquidar la cuenta. Mi proyecto seguía allí, aguardando que le prestara atención. Los participantes en el programa de salud estaban preocupados, pero bromearon y me preguntaron si había estado buscando un filón de ópalo en lugar de volver a la oficina.
Me enteré de que el propietario del jeep había acor¬dado con Outa que si él y yo no regresábamos, iría al desierto a buscar su vehículo y luego llamaría a la per¬sona que me había contratado. Fue él quien les dijo que yo me había ido de walkabout, lo que significaba desti¬no desconocido y atemporalidad de los viajes aboríge-nes. No habían tenido más remedio que aceptar mis ac¬ciones. Ningún otro podía completar mi proyecto, así que lo tenía allí, esperándome.
Llamé a mi hija. Se sintió emocionada al oír todo lo que me había ocurrido y confesó que en ningún mo-mento se había inquietado por mi desaparición. Estaba convencida de que si yo me hubiera encontrado en algún problema serio ella lo habría presentido. Abrí la correspondencia acumulada y me enteré de que el pa-riente encargado de tales menesteres me había excluido del habitual intercambio familiar navideño... No había excusa posible por no haberles enviado los regalos co¬rrespondientes.
Conseguí que mis pies aceptaran de nuevo medias y zapatos tras largo tiempo de tenerlos en remojo, utilizar piedra pómez y aplicarme pomada. Incluso llegué a uti¬lizar un cuchillo eléctrico para cortar la mayor parte del tejido muerto. Descubrí que me sentía agradecida por los más extraños objetos, como la maquinilla con que me afeité el vello de las axilas, el colchón en el que apo¬yaba la cabeza o un rollo de papel higiénico. Intenté una y otra vez hablar a la gente de la tribu que había lle¬gado a amar. Intenté explicarles su modo de vida, su sis¬tema de valores y la mayor parte de su preocupado mensaje sobre el planeta. Cada vez que leía algo nuevo en los periódicos sobre la gravedad del daño producido en el medio ambiente y las predicciones sobre la posibi¬lidad de que las más frondosas selvas acabaran carboni¬zadas, sabía que era cierto; la tribu de los Auténticos debía partir. Apenas podían sobrevivir con los alimen¬tos que les habían dejado, por no hablar de los efectos de futuras radiaciones. Tenían razón cuando afirmaban que los humanos no producen oxígeno; ésta es tarea re¬servada a árboles y plantas. En palabras suyas, «estamos destruyendo el alma de la Tierra». Nuestra avidez por la tecnología ha puesto al descubierto una profunda ig¬norancia que es una seria amenaza para toda la vida, una ignorancia que sólo el respeto por la naturaleza puede remediar. La tribu de los Auténticos se ha gana¬do el derecho a no preservar su raza en este planeta su¬perpoblado. Desde el principio de los tiempos han sido gentes sinceras, honestas y pacificas, que no han duda¬do jamás de su relación con el universo.
No conseguía comprender por qué ninguna de las personas con las que hablaba mostraba interés por los va¬lores de los Auténticos. Me di cuenta entonces de que veían una amenaza en comprender lo desconocido, en aceptar lo que parece diferente. Pero yo intenté expli¬carles que tal vez nuestra conciencia se ensancharía, que quizá solucionaría nuestros problemas sociales, y que tal vez incluso podría curar nuestras enferme¬dades. Fue como hablar a la pared. Los australianos se pusieron a la defensiva. Tampoco Geoff, que había insi¬nuado incluso la posibilidad de casarnos, quiso aceptar que de los aborígenes pudiera surgir la sabiduría. Me dio a entender que le parecía fantástico que yo hubiera experimentado una aventura en la vida y que esperaba que por fin sentara la cabeza y aceptara el papel que se esperaba de una mujer. Cuando terminó mi proyecto sanitario abandoné Australia sin haber transmitido mi experiencia con los Auténticos.
Parecía que la siguiente etapa de mi viaje vital esca¬paba a mi control, pero en realidad estaba siendo dirigi-do por el más alto nivel de poder.
De vuelta a Estados Unidos, el hombre que se senta¬ba a mi lado en el reactor entabló conversación. Era un hombre de negocios de mediana edad, con uno de esos vientres abultados que parecen a punto de estallar. Char¬lamos sobre temas diversos y finalmente sobre los aborí¬genes australianos. Le conté mi experiencia en el Out¬back. Él me escuchó atentamente, pero sus comentarios finales parecieron resumir la reacción que ya antes había obtenido de otras personas. Dijo: «Bueno, nadie sabía que esa gente existía, y si ahora se van, bueno, ¿y qué? Francamente, no creo que a nadie le importe un comino. Además —añadió—, son sus ideas contra las nuestras, ¿y va a estar equivocada toda una sociedad?»
Durante varias semanas mis pensamientos sobre los maravillosos Auténticos permanecieron envueltos en papel de regalo y sellados en mi corazón. Aquella gente había afectado mi vida con tanta intensidad que temía hablar, porque preveía una reacción negativa y me pare¬cía que era como echarle miel a los cerdos. Pero poco a poco empecé a notar que mis viejos amigos tenían un auténtico interés. Algunos me pidieron que contara mí increíble experiencia a grupos de gente. La respuesta fue siempre la misma: oyentes extasiados, personas que comprendían que lo hecho no podía deshacerse, pero sí cambiarse.
Cierto, la tribu de los Auténticos desaparecerá, pero quedará su mensaje entre nosotros, a pesar de nuestros estilos de vida y actitudes cubiertos de salsas y glasea¬dos. No es que deseemos convencer a la tribu para que se quede, para que tengan más hijos. Eso no es asunto nuestro. Lo que debe importarnos es poner en práctica sus valores pacíficos y llenos de significado. Ahora sé que todos tenemos dos vidas: la que nos sirve para aprender y la que vivimos según ese aprendizaje. Ha llegado la hora de escuchar los asustados lamentos de nuestros hermanos y hermanas y de la propia tierra do¬lorida. Tal vez el futuro del mundo se halle en mejores manos sí nos olvidamos de descubrir cosas nuevas y nos concentramos en recuperar nuestro pasado.
La tribu no critica nuestros modernos inventos. Ellos honran el hecho de que la existencia humana sea una experiencia de expresividad, creatividad y aventura. Pero creen que, en su búsqueda de conocimientos, los Mutantes no deben olvidar la frase «Si es por el bien su¬premo de la vida en todas partes». Su esperanza es que nosotros sepamos reconsiderar el valor de nuestras po¬sesiones materiales y adaptarlas en consonancia. Tam¬bién creen que la humanidad está más cerca que nunca de experimentar el paraíso. Tenemos la tecnología para alimentar a todos los seres humanos del planeta y los conocimientos para proporcionar libertad de expresión, autoestima, cobijo y demás necesidades a todos los ha¬bitantes del planeta si así lo deseáramos.
Con el aliento y apoyo de mis hijos y amigos más íntimos, empecé a redactar mi experiencia en el Out¬back y también a dar charlas allá donde me invitaran, en organizaciones cívicas, prisiones, iglesias, escuelas, y otros lugares. Las reacciones fueron encontradas. El Ku Klux Klan me declaró enemiga; otro grupo de Idaho adepto a la supremacía blanca colocó mensajes racistas en todos los coches del aparcamiento en el lugar de mi charla. Unos cristianos ultraconservadores respondie¬ron a mis palabras afirmando que ellos creían que la nación del Outback era pagana y estaba condenada al infierno. Cuatro reporteros de un programa de investi-gación de la televisión australiana se presentaron en Es¬tados Unidos, se escondieron en un armario durante una de mis conferencias e intentaron desmentir todo lo que yo decía. Tenían la absoluta certeza de que ningún aborigen había escapado al censo para seguir viviendo en el desierto. Me llamaron impostora. Pero también se produjo un maravilloso equilibrio de fuerzas. Por cada comentario despectivo hubo otra persona ansiosa por saber más sobre la telepatía, sobre el modo de reempla¬zar las armas por ilusiones y por conocer más detallada¬mente los valores y técnicas que utilizan los Auténticos en su estilo de vida.
Hay gente que me pregunta hasta qué punto ha cambiado mi vida tras esta experiencia. Mi respuesta es: profundamente. Mi padre falleció cuando regresé a Es¬tados Unidos. Yo estuve junto a él, sosteniéndole la mano, amándole y apoyándole en su viaje. El día des¬pués del funeral le pedí a mi madrasta un recuerdo de mi padre, un gemelo de camisa, una corbata, un viejo sombrero, cualquier cosa. Ella se negó. «No hay nada para ti», me dijo. En lugar de reaccionar con acritud, como tal vez hubiera hecho en otro tiempo, respondí bendiciendo mentalmente el alma querida de mi padre y abandonando la casa de mis padres por última vez, orgullosa de mi propia existencia; miré hacia el cielo despejado y le guiñé un ojo a mi padre.
Ahora creo que no hubiera aprendido nada si mi madrastra me hubiera respondido afectuosamente: «Por supuesto. Esta casa está llena de las cosas de tus padres; coge algo que te sirva como recuerdo de tu padre.» Eso era lo que yo esperaba. Mi evolución se produjo cuan¬do me negaron lo que era mío por derecho y yo re¬conocí la dualidad. Los Auténticos me dijeron que el único modo de superar una prueba es realizarla. Ahora estoy en un momento de mi vida en el que soy capaz de hallar una oportunidad para superar una prueba espi¬ritual aunque la situación parezca muy negativa. He aprendido la diferencia entre observar lo que ocurre y juzgarlo. He aprendido que todo es una oportunidad para el enriquecimiento espiritual.
Recientemente alguien que había oído una de mis conferencias quiso presentarme a un hombre de Holly-wood. Era enero, en Missouri, una fría noche de nieve. Cenamos juntos y me pasé horas hablando mientras Roger y los demás invitados permanecían sentados co¬miendo y bebiéndose el café. A la mañana siguiente el hombre llamó para discutir la posibilidad de hacer una película.
—¿Adónde se fue anoche? —preguntó—. Estába¬mos pagando la cuenta, recogiendo los abrigos y despi-diéndonos, cuando alguien señaló que usted había desa¬parecido. Miramos fuera, pero se había desvanecido. Ni siquiera había huellas en la nieve.
—Sí —repliqué. La respuesta se formó en mí mente como una idea escrita en cemento húmedo—. Tengo la intención de hacer uso durante el resto de mi vida de los conocimientos que adquirí en el Outback. ¡De todo! ¡Incluso de la magia de la ilusión!
* * *
Yo, Burnam Burnam, aborigen australiano de la tri¬bu wurundjeri, declaro por la presente que he leído todas y cada una de las palabras del libro Las voces del desierto.
Éste es el primer libro en toda mi experiencia vital que he leído de un tirón. Lo he hecho con gran emoción y respeto. Es un clásico y no viola la confianza deposita¬da en la autora por nosotros, los Auténticos. Retrata en cambio nuestro sistema de valores e ideas esotéricas de modo que me hacen sentir extremadamente orgulloso de mi herencia.
Al contarle al mundo sus experiencias la autora ha rectificado un error histórico. En el siglo XVI, el explora¬dor holandés William Dampier escribió de nosotros que éramos «el pueblo más primitivo y despreciable sobre la faz de la Tierra». Las voces del desierto nos eleva a un plano más alto de la conciencia y nos convierte en los se¬res regios y majestuosos que en realidad somos.
Carta de BURNAM BURNAM,
anciano wurundjeri
FIN
* * *
Este libro fue digitalizado para distribución libre y gratuita a través de la red
utilizando el software (O.C.R.) “OmniPage Pro Versión 11” y un scanner “Acer S2W”
Digitalización: Gaviota - Revisión y Edición Electrónica de Hernán.
Rosario - Argentina
13 de Noviembre 2003 – 10:03
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