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LA PORTAVOZ
Al día siguiente me permitieron entrar en el espacio más protegido de aquel lugar subterráneo, por el que tenían la más alta consideración y en el que se centraron las discusiones previas sobre mi discutible acceso. Tu¬vimos que utilizar antorchas para iluminar la estancia cubierta de ópalo pulido. La luz del fuego que se re-flejaba en paredes, suelo y techo era tal vez el desplie¬gue más brillante de colores del arco iris que he visto en mi vida. Me sentí como si estuviera de pie dentro de un cristal en el que los colores danzaban por deba¬jo y por encima de mi, y me abrazaban por los lados. Allí era donde acudían de manera formal para comunicarse directamente con la Unidad en lo que nosotros podríamos llamar meditación. Me explicaron que la diferencia entre las plegarias de los Mutantes y la forma de comunicación de los Auténticos es que la plegaria consiste en hablarle al mundo espiritual, mientras que ellos hacen justamente lo contrario. Ellos escuchan. Bo¬rran la mente de pensamientos y esperan recibir. El razonamiento que siguen parece ser el siguiente: «No se puede oír la voz de la Unidad cuando se está ha¬blando. »
En esa cámara se han celebrado muchas ceremo¬nias de matrimonio y se han cambiado nombres oficial-mente. Con frecuencia es el lugar que desean visitar los miembros más ancianos cuando están a punto de morir. En el pasado, cuando esta raza era la única que habita¬ba el continente, los diferentes clanes tenían diversos métodos de enterramiento. Algunos enterraban a sus muertos envueltos a modo de momias y en tumbas ex¬cavadas en las laderas de las montañas. En otro tiempo Ayers Rock contenía muchos cuerpos, pero ahora, cla¬ro está, han desaparecido de allí. En realidad ellos no le concedían demasiado significado al cuerpo humano muerto, así que a menudo lo enterraban en un agujero poco profundo en la arena. Creen que el cuerpo, en últi¬mo término, debe regresar al suelo para reciclarse, como todos los elementos del universo. Algunos nativos pi¬den ahora que los abandonen sin cubrir en el desierto, convirtiéndose así en alimento para el reino animal que tan fielmente proporciona comida en el ciclo de la vida. La principal diferencia, según mi criterio, consiste en que los Auténticos saben adónde van cuando exhalan su último suspiro en este mundo, mientras que la ma¬yoría de los Mutantes lo ignoran. Si lo sabes, te marchas en paz y confiado, de lo contrario, es evidente que exis¬te un conflicto.
En la cámara opalina se practica asimismo una ense¬ñanza muy especial. Es el aula en que se enseña el arte de la invisibilidad. Antiguamente se decía que la raza aborigen se desvanece en el aire cuando topa con el pe-ligro. Muchos de los nativos urbanos dicen que ha sido siempre un bulo y que su gente nunca ha sido capaz de realizar acciones sobrehumanas, pero están equivoca¬dos. En el desierto se practica el arte de la ilusión con maestría. Los Auténticos saben crear también la ilusión de la multiplicación, por la que una persona sola aparenta ser diez o cincuenta. Se utiliza para sobrevivir en lugar de las armas, aprovechándose del miedo típico de otras razas. No necesitan de lanzas, sencillamente crean una ilusión colectiva y los individuos que huyen despa¬voridos, llenos de miedo, cuentan después historias de demonios y brujería.
Apenas permanecimos unos días en el lugar sagra¬do, pero antes de partir se celebró una ceremonia en la cámara sagrada para convertirme en su portavoz y reali¬zaron un ritual para asegurarme la protección futura. Iniciaron el ritual ungiendo mi cabeza. Sobre la frente me colocaron un aro hecho de piel de koala retorcida de color gris plateado, con un ópalo pulido y engarzado en resma en el centro. Me pegaron plumas por todo el cuerpo, incluido el rostro. Todo el mundo llevaba atuendos de plumas. Fue una celebración maravillosa en la que utilizaron carillones de viento accionados me¬diante abanicos hechos de plumas y cañas. El sonido que producían era tan asombroso como el de los órga¬nos que he oído en las mejores catedrales del mundo. También usaron caramillos de arcilla y un corto instru¬mento de madera que sonaba de un modo muy similar a nuestras flautas.
Yo sabía que había sido plenamente aceptada. Había pasado las pruebas que me habían impuesto, aunque al principio no sabía que me estuvieran probando ni co¬nocía su propósito. Me emocioné intensamente cuando me hallé en el centro de su círculo, objeto de sus cán¬ticos y escuchando los antiguos y puros sonidos de su música.
A la mañana siguiente sólo una parte del grupo ori¬ginal abandonó el lugar sagrado para seguir viaje con-migo. ¿Hacia dónde? Lo ignoraba.
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