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ARREBATADA POR LAS AGUAS
El terreno que teníamos por delante era accidentado a causa de la erosión. Barrancos de tres metros de pro-fundidad nos impedían caminar en línea recta. De repente el cielo se oscureció. Sobre nuestras cabezas pendían densas nubes de tormenta; ante nuestros ojos se desataban los elementos. Un rayo cayó en el suelo a unos metros de distancia. Le siguió un restallido ensor¬decedor. El cielo se convirtió en una cúpula de relám-pagos centelleantes. Todos echamos a correr para po¬nernos a cubierto. Aunque nos diseminamos en todas direcciones, nadie parecía encontrar un auténtico re¬fugio. El terreno en aquella parte del país era más bien árido. Había maleza y unos cuantos árboles resistentes, y la tierra era quebradiza.
Vimos que el viento empujaba el chaparrón y la lluvia oblicuamente hacia el suelo. Yo lo oí a lo lejos, como si fuera un tren acercándose con gran estrépito. La tierra tembló bajo mis pies. Unas gotas gigantescas cayeron de los cielos. Los relámpagos y el retumbar de los truenos bastaron para poner alerta mi sistema ner-vioso. Automáticamente eché mano a la tira de cuero que llevaba alrededor de la cintura. La usaba para suje¬tar el pellejo de agua y una dilli bag hecha de varano del desierto, que Mujer que Cura había llenado de diversas grasas, aceites y polvos. Me había explicado cuidado¬samente el origen de cada cosa y su finalidad, pero yo comprendí que para aprender y dominar sus métodos de curación en la práctica, tardaría al menos los seis años que costaba en Estados Unidos realizar la carrera de medicina, o especializarse en osteopatía o en quiro-práctica. Tanteé el nudo para asegurarme de que estaba bien sujeta.
A pesar del ruido y el ajetreo percibí algo más, oí algo muy potente, nuevo, un sonido agresivo con el que no estaba familiarizada. Outa me gritó: «¡Cógete a un árbol! ¡Sujétate bien fuerte a un árbol!» No había nin¬guno cerca. Miré hacia arriba y vi algo que rodaba por el desierto a lo lejos. Era alto, negro, de diez metros de anchura, y se acercaba a toda velocidad. Me lo encontré encima antes de que tuviera tiempo de razonar. Agua, un torbellino de agua embarrada y espumosa me cubrió la cabeza. Todo mi cuerpo se retorció y dio vueltas con la avalancha. Luché por respirar. Extendí las manos en busca de algo donde agarrarme, cualquier cosa. No sabía dónde era arriba y dónde abajo. Los oídos se me llena¬ron de un lodo espeso. Mi cuerpo daba tumbos y vol¬teretas en el aire. Me detuve cuando di de costado con algo sólido, muy sólido. Me quedé clavada, enmarañada en un arbusto. Estiré el cuello cuanto pude para tomar aire. Tenía los pulmones a punto de estallar. Tenía que respirar. No me quedaba alternativa aunque estuviera bajo el agua. Sentía un terror indescriptible. Parecía que habría de rendirme a fuerzas que no estaba a mi alcance comprender. Preparada para ahogarme, abrí la boca y recibí aire en lugar de agua. No podía abrir los ojos, tal era la cantidad de lodo sobre mi rostro. Noté el arbusto clavándose en mi costado a medida que el agua me obli¬gaba a doblarme cada vez mas.
Se fue con la misma rapidez con la que vino. La ola pasó, el agua de su estela disminuyó progresivamente. Noté que caían grandes gotarrones sobre mi piel. Volví el rostro hacia el cielo y dejé que la lluvia limpiara el ba¬rro de mis ojos. Intenté erguirme y noté que mí cuerpo caía levemente. Por fin intenté abrir los ojos. Miré a mi alrededor y vi que las piernas me colgaban a metro y medio del suelo. Me hallaba a medio camino de la pen¬diente de un barranco. Oí las voces de los otros. Yo no podía trepar hasta arriba, así que me dejé caer hasta el fondo. Las rodillas se llevaron la peor parte del gol¬pe. Una vez abajo, me levanté tambaleante. Pronto me di cuenta de que las voces procedían de la dirección opuesta, así que di media vuelta.
Pronto volvimos a estar todos juntos. No había ningún herido de gravedad. Las pieles para dormir habían desaparecido, así como mi cinto y su preciosa carga. Permanecimos de pie bajo la lluvia y dejamos que el lodo que rebozaba nuestros cuerpos regresara a la madre tierra. Uno tras otro mis compañeros de viaje se quitaron las ropas y así, desnudos, se dejaron lim¬piar la arena de pliegues y arrugas de la ropa. También yo me quité la mía. Había perdido la cinta de la cabeza durante el ballet acuático, así que me pasé los dedos por los enmarañados cabellos. Debía tener una pin¬ta cómica porque los otros vinieron a ayudarme. Al¬gunas de las prendas dejadas en el suelo habían reco¬gido el agua de lluvia. Me indicaron con gestos que me sentara, y cuando lo hice me echaron el agua sobre la cabeza y separaron los mechones de pelo con los dedos.
Volvimos a ponernos la ropa cuando paró de llover.
Una vez seca, nos limitamos a sacudirle la arena restan¬te. El aire cálido parecía absorber la humedad, dejándo¬me la piel como una tela extendida sobre un caballete. Fue entonces cuando me dijeron que cuando hace un calor riguroso la tribu prefiere no llevar ropas, pero ha¬bían creído que tal vez me resultara muy embarazoso, por lo que habían respetado mis costumbres como ges¬to de cortesía de los anfitriones hacia su huésped.
Lo más asombroso de todo aquel episodio fue lo poco que duró la tensión que había provocado. Lo ha-bíamos perdido todo, pero en un abrir y cerrar de ojos estábamos todos riendo. Yo admití que me sentía mejor, y hasta es posible que también tuviera mejor aspecto después de la pequeña inundación. La tormenta había despertado mi conciencia de la magnitud de la vida y mi pasión por ella. Aquel roce con la muerte había desar¬mado mi creencia en que la alegría o la desesperación eran fruto de cosas externas. Literalmente nos habían despojado de todo cuanto llevábamos excepto de los trapos con que nos cubríamos el cuerpo. Los pequeños regalos recibidos, que me hubiera llevado a Estados Unidos y legado a mis nietos, habían sido destruidos. Tenía ante mí una elección: reaccionar con lamentacio¬nes o con resignación. ¿Era un intercambio justo, mis únicas posesiones materiales a cambio de una lección inmediata sobre el desapego? Me dijeron que probable¬mente me hubieran permitido conservar los recuerdos barridos por el agua pero que, por la energía de la Divi¬na Unidad, al parecer seguía otorgándoles demasiada importancia. ¿Había aprendido por fin a valorar la ex¬periencia y no el objeto?
Esa noche cavaron un pequeño agujero en la tierra. En él encendieron fuego y colocaron varias piedras para que se calentaran. Cuando el fuego se extinguió y sólo quedaban las rocas, añadieron ramitas húmedas, luego gruesas raíces de plantas y finalmente hierba seca. Tapa¬ron el agujero con arena y aguardamos como si se tratase de pasteles metidos en el horno. Después de una hora aproximadamente, desenterramos aquel maravilloso ali¬mento y nos lo comimos agradecidos.
Antes de dormirme esa noche, sin la comodidad de una piel de dingo, me vino a la mente la conocida plega-ria de la serenidad: «Que Dios me conceda serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el va¬lor para cambiar las cosas que sí puedo, y la sabiduría para apreciar la diferencia.»
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