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miércoles, 25 de abril de 2012

Las Voces del desierto BAUTISMO

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BAUTISMO



Tras la lluvia torrencial aparecieron flores como por ensalmo. El paisaje pasó de la nada estéril a una alfom-bra de color. Caminamos sobre flores, las comimos y nos pusimos guirnaldas por todo el cuerpo. Fue mara-villoso.

Nos acercábamos a una costa, dejando el desierto tras de nosotros. La vegetación era cada día más fron-dosa. Las plantas y los árboles eran más altos y nume¬rosos. La comida, más abundante. Había una nueva variedad de semillas, brotes, granos y frutos silvestres. Un hombre hizo una pequeña incisión en un árbol. Sostuvimos los nuevos pellejos de agua bajo la incisión y vimos cómo el agua caía directamente del árbol al re¬cipiente. Tuvimos la primera oportunidad de pescar. El aroma del pescado ahumado persiste aun en mi memo¬ria como un preciado recuerdo. Hallamos también hue¬vos en abundancia, tanto de reptiles como de aves.

Un día llegamos a orillas de un magnífico estanque.

No habían dejado de bromear durante todo el día, pro¬metiéndome una sorpresa especial, y sin duda lo fue. El agua era fría y profunda. El amplio estanque ocupaba una rocosa depresión fluvial rodeada de densos mato¬rrales, en una atmósfera selvática. Verdaderamente yo estaba muy entusiasmada, tal como imaginaban mis compañeros de viaje. El estanque parecía lo bastante grande para nadar, así que pedí permiso para hacerlo. Me dijeron que tuviera paciencia. El permiso me lo concederían o negarían los habitantes que gobernaban aquel territorio. La tribu realizó un ritual por el que so¬licitaban permiso para compartir el estanque. Mientras entonaban su cántico, la superficie del agua empezó a rizarse. La ondulación pareció iniciarse en el centro y moverse en dirección a la orilla opuesta a la que estába¬mos. Apareció entonces una larga cabeza plana, seguida por la rugosa piel de un cocodrilo, de cerca de dos me¬tros. Había olvidado los cocodrilos. Acudió otro a la llamada y entonces ambos salieron del agua y se aden¬traron reptando entre el follaje. Cuando me dijeron que podía nadar, mi entusiasmo original se había esfumado.

«¿Estáis seguros de que han salido todos?», pregun¬té mentalmente. ¿Cómo podían estar seguros de que sólo había dos? Me tranquilizaron sumergiendo una larga rama de árbol en el agua y tanteando. No hubo re-acción en las profundidades. Apostaron un centinela para vigilar el regreso de los cocodrilos y nos bañamos. Resultó refrescante chapotear en el agua y flotar; por primera vez en mucho tiempo noté la columna total¬mente relajada.

Por extraño que parezca, el hecho de que me su¬mergiera sin miedo en el estanque de los cocodrilos fue en cierto modo el símbolo de un nuevo bautismo en mí vida. No había descubierto una nueva religión, pero sí una nueva fe.

Reanudamos la marcha del día evitando acampar cerca del estanque. El segundo cocodrilo con el que tro-pezamos era mucho más pequeño, y por la manera en que apareció pensé que se convertiría en nuestra cena. Los Auténticos no suelen comer carne de cocodrilo. Con¬sideran que el comportamiento de este reptil es agresivo y taimado. La vibración de la carne comida puede mez¬clarse con las vibraciones personales, haciendo que a la persona le resulte más difícil seguir siendo pacífica. An¬tes habíamos cocinado unos huevos de cocodrilo, que tenían un sabor horrible. Sin embargo, cuando le pides al universo que te proporcione el alimento, no rechazas lo que te envía. Sencillamente, sabes que en el gran esce¬nario del mundo todo está en orden, así que sigues la corriente, tragas de golpe.

Mientras caminamos a lo largo de la corriente halla¬mos numerosas culebras de agua. Las mantuvieron con vida para disponer de alimentos frescos a la hora de ce¬nar. Cuando acampamos observé que algunos sujetaban las serpientes con fuerza y se llevaban la siseante cabeza a la boca. Después las agarraron firmemente con los dientes y las retorcieron con un fuerte y súbito movi¬miento que les produjo la muerte instantánea e indolora en honor al propósito de la existencia de estas criaturas. Yo sabía que ellos creían firmemente en que la Divina Unidad no planeaba sufrimiento alguno para ningu¬na criatura viviente, excepto lo que la criatura aceptaba por sí misma, creencia que se aplica tanto a la huma¬nidad como a los animales. Mientras se ahumaban las serpientes, me senté sonriente pensando en un viejo amigo, el doctor Carl Cleveland, y en los años que se había pasado insistiendo en la precisión de movimien¬tos cuando enseñaba a los alumnos a reducir luxaciones. Algún día, me dije, compartiría la actividad de ese mo¬mento con él.

«No debería existir sufrimiento para criatura alguna excepto el que ella acepte por sí misma.» Era una idea a considerar. Mujer Espíritu me explicó que cada alma in¬dividual en el más alto nivel de nuestra existencia puede elegir, y en ocasiones lo hace, un cuerpo imperfecto para nacer; a menudo llegan para enseñar e influir en las vidas con las que entra en contacto. Mujer Espíritu dijo que los miembros de la tribu que habían sido asesina-dos en el pasado habían elegido vivir plenamente antes del nacimiento, pero en algún momento de su vida tam¬bién habían elegido ser parte de una prueba esclarece¬dora para otra alma. Si los mataban era porque así lo habían aceptado a un nivel eterno, e indicaba tan sólo hasta qué punto comprendían lo que era «eternamen¬te». Esa muerte significaba que el asesino había fraca¬sado y que volvería a ser puesto a prueba en algún momento del futuro. Todas las enfermedades y los tras¬tornos, creen ellos, tienen alguna relación espiritual, y serían como las piedras por las que se cruza un río si los Mutantes quisieran abrirse y escuchar a sus cuerpos para enterarse de lo que está ocurriendo.

Esa noche, en un desierto negro y uniforme, oí al mundo que cobraba vida y me di cuenta de que por fin había superado mi miedo. Tal vez hubiera comenzado siendo una reticente alumna de ciudad, pero al cabo de mi viaje me parecía bueno haber tenido la experiencia en el Outback, donde sólo existe la tierra, el cielo y la vida antigua, donde están presentes las escamas, los col¬millos y las garras prehistóricas, dominados sin embar¬go por gentes intrépidas.

Sentí que por fin estaba preparada para enfrentarme con la vida que al parecer había elegido heredar.

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