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jueves, 26 de abril de 2012

El Corazón Sabiendo sobre: EL TAMAÑO DE LOS CINCO ÓRGANOS Y LAS MANIFESTACIONES DE LAS SEIS VÍSCERAS

Libro I Pág. 19

V. EL TAMAÑO DE LOS CINCO ÓRGANOS Y LAS MANIFESTACIONES DE LAS SEIS VÍSCERAS

1. El Corazón

Huangdi pregunta:
Todo el ser humano recibe la energía del cielo,
y ¿por qué algunos tienen larga vida,
y otros no pueden huir de las enfermedades?

Qibo contesta:
Porque existe diferencias de los órganos internos, 
diferencias en tamaños, posición y solidéz;
y de las vísceras también hay diferencias de largo, de grosor, de tieso y curvo, etc.
Debido a éstas diferencias se diferencian los 25 cambios, benignos, malignos, felices ó infelices, etc. 

Si el corazón es pequeño, 
la energía del corazón está tranquila,
los factores patógenos exógenos no invaden facilmente,
pero es fácil ser lesionado por la angustia;

si el corazón es grande,
el ansia no le lesiona facilmente,
sin embargo puede ser dañado por los factores patógenos exógenos;

si el corazón está muy alto,
hasta alcanzar al pulmón, 
se siente oprimido en el pecho,
y a la persona se le presenta la anemia,

y si el corazón está muy bajo, y está fuera de los pulmones,
es fácil ser lesionado por el frío y por las palabras., ó amenazas de los demás;

si el corazón es fuerte,
la energía está quieta,
y shen puede estar bien tranquilo en él;

pero si el corazón es frágil, 
el paciente es fácil de padecer el calor en el jiao medio y de emaciación;

si el corazón tiene un puesto recto,
funciona normalmente,
y no lo lesionan con facilidad los factores patógenos exógenos,

pero si está incliunado hacia un lado,
puede tener una voluntad no decidida, y le falta la resolución.

Edición de José Luis Padilla Corral   Miraguano Ediciones

miércoles, 25 de abril de 2012

Sabiendo sobre : Energía para Ver Oler ...IV LOS CINCO SENTIDOS DE LOS ÓRGANOS Y LAS VISCERAS

Libro I Pág. 17

IV. LOS CINCO SENTIDOS DE LOS ÓRGANOS Y LAS VISCERAS


La naríz,

sentido abertura' del pulmón;
los ojos,
sentido 'abertura' del hígado;
los labios,
sentido 'abertura' del bazo;
la lengua,
sentido 'abertura' del corazón;
en el oído 'las orejas'.
sentido 'abertura' del riñón.
De sus aberturas se puede saber cómo funcionan sus cinco órganos.

Por la enfermedad del pulmón,

uno respira apresuradamente y se mueven mucho las alas nasales;
por la enfermedad del hígado,
los alrededores de los ojos se ponen verdosos;
las afecciones del bazo,
se pueden saber por el color amarillo de los labios;
y las afecciones del corazón,
hacen que se encoja la lengua y se presente rubor malar;
debido a las afecciones del riñón,
se observa color negro en la cara y en la parte del cigoma.

Cuando

 la energía del pulmón sube a la naríz, ésta huele;
y la energía del corazón sube a la lengiua, ella distingue el sabor.
[Suwen dice: el corazón tiene la abertura en el oído]

El corazón es el órgano de fuego y el riñón, de agua.

El fuego y el agua deben encontrarse en armonía.
La energía del corazón, sube hasta la lengua,
pero la lengua no es una abertura, por eso la abertura a que llega la energía del corazón está en el oído.

La energía del hígado, llega a los ojos,

por eso éstos pueden distinguir los colores.
Suwen dice: 'Todos los canales llegan a los ojos'
Jiujuan dice:
'El corazón controla los vasos, y en éstos está shen,
cuando los vasos llegan a los ojos,
shen y los ojos están ligados  por los vasos'
por eso dicen que todos los canales (vasos) llegan a los ojos.

La energía del bazo,

sube a la boca,
cuando ésta está en buenas condiciones,
siente gusto de los alimentos.

La energía del riñón,

sube al oído,
cuando éste está en buenas condiciones, oye.
Suwen dice: El riñón tiene su abertura en el oído. Así que la energía del riñón por arriba, lloega al oído,
y por abajo llega a los dos yin: el ano y los genitales externos.

Si sucede alguna afección en los cinco órganos,

las nueve aberturas, no funcionan bien;
mientras que si suceden afecciones en las seis vísceras,
se presentan furúnculos ó úlceras.

Esto quiere decir que si el factor patógeno está en las vísceras,

los canales yang se estancan.
Si los canales yang se estancan,
la energía se detiene.
Si la energía se detiene, sucede exceso de yang.

Cuando el factor patógeno se encuentra en los órganos,

los canales yin se estancan,
si se estancan los canales yin, la sangre se retiene,
causa el exceso de yin.
Debido al exceso de yin,
la energía yang no puede circular con fluidez,
eso se llama 'guan' cerrar.
Por el exceso de yang,
la energía yin no puede circular bien,
y eso se llama estar separado 'ge'.
'Guan ge' quiere decir el divorcio y la separación de yin y yang.

Si a uno se presenta 'guan ge', no puede vivir el tiempo debido.


Edición de José Luis Padilla Corral   Miraguano Ediciones




Las Voces del Desierto ¿FINAL FELIZ?

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¿FINAL FELIZ?



Me alejé caminando con el convencimiento de que mi vida no volvería a ser jamás tan sencilla y plena de significado como lo había sido aquellos meses, y de que una parte de mí siempre desearía regresar.

Me llevó la mayor parte del día recorrer la distancia que me separaba de la ciudad. No tenía la menor idea de cómo me las arreglaría para volver desde aquel lugar, fuera el que fuese, a la casa que tenía alquilada. Vi la autopista, pero no creí que fuera buena idea caminar por ella, así que seguí por entre la maleza.

En cierto momento me volví para mirar atrás, y jus¬to entonces una ráfaga de viento surgió de la nada para eliminar mis huellas en la arena como una enorme goma que pareció borrar mi existencia en el Outback. Mi vi-gilante periódico, el halcón pardo, sobrevoló mi cabeza justo cuando llegaba a los límites de la ciudad.

Vi a lo lejos a un hombre mayor. Vestía tejanos, camisa deportiva metida bajo el grueso cinturón y un viejo sombrero verde desgastado, típico de Australia. Cuando me acerqué, sus ojos (en lugar de sonreír) se abrieron con incredulidad. El día anterior yo tenía todo lo que necesitaba: comida, ropa, abrigo, cuidados, com¬pañeros, música, entretenimiento, apoyo, una familia y mucha risa; todo gratis. Pero ese mundo había desapa¬recido.

En ese momento, a menos que mendigara dinero, no podría funcionar. Todo lo necesario para la subsis-tencia había de ser comprado. No me quedaba otra alternativa; me veía reducida a una mendiga sucia y des-harrapada. Era una vagabunda de las que caminan con su hatillo por las calles, y ni siquiera tenía hatillo. Sólo yo conocía a la persona que se ocultaba bajo un exterior de pobreza y suciedad. Mi relación con los deshereda¬dos del mundo cambió para siempre en aquel instante.

Me acerqué al australiano y pregunté: «¿Podría prestarme una moneda? Acabo de salir del desierto y he de llamar por teléfono. No tengo dinero. Si quiere dar¬me su nombre y dirección, se lo devolveré.»

Él siguió mirándome, tan fijamente que las arrugas de su frente cambiaron de dirección. Luego se metió la mano derecha en el bolsillo y sacó una moneda, mien¬tras se tapaba la nariz con la mano izquierda. Yo sabía que volvía a oler mal. Hacia dos semanas que me había bañado sin jabón en el estanque de los cocodrilos. El hombre meneó la cabeza, poco interesado en que le de¬volviera el dinero, y se alejó a paso vivo.

Recorrí unas cuantas calles y vi a un grupo de niños esperando el autobús escolar de la tarde que los llevaría de vuelta a casa. Todos tenían el típico aspecto atildado de la juventud australiana uniformada. Sus ropas eran idénticas; sólo íos zapatos denotaban un cierto indicio de expresión individual. Los niños clavaron los ojos en mis pies desnudos, que más parecían una mutación en forma de pezuñas que los apéndices de una hembra humana.

Sabía que tenía un aspecto horrible y esperaba tan sólo que mi aspecto no les asustara por lo escaso de mis ropas y por mis cabellos sin peinar durante más de cien¬to veinte días. La piel del rostro, los hombros y los bra¬zos se me había pelado tan a menudo que estaba llena de pecas y manchas. ¡Además, me acababan de confir¬mar con toda franqueza que apestaba!

«Perdonadme —les dije—. Acabo de salir del de¬sierto. ¿Podéis decirme dónde puedo encontrar un telé¬fono y la oficina de telégrafos?»

Su reacción fue tranquilizadora. No estaban asus¬tados; se limitaron a sonreír y soltar risitas. Mi acento americano aportó una nueva prueba a la creencia básica de los aussies: todos los norteamericanos son unos ex¬céntricos. Me dijeron que había una cabina telefónica a dos manzanas.

Llamé a mi consultorio y les pedí que me mandaran un giro postal. Ellos me dieron la dirección de la com-pañía de telégrafos. Fui caminando hasta allí y, por la expresión de sus rostros cuando llegué, comprendí que les habían avisado de que debían esperar a alguien con un aspecto muy poco usual. La empleada me entregó el dinero sin la necesaria identificación, aunque con cierta reticencia. Mientras yo recogía el fajo de billetes, la mu¬jer nos roció al mostrador y a mi con un aerosol desin¬fectante.

Con dinero en la mano, cogí un taxi que me llevó a una tienda de artículos a precio reducido, donde compré pantalones, camisa, chancletas de goma, champú, cepillo para el pelo, pasta dentífrica, cepillo de dientes y pasa¬dores para el pelo. El taxista se detuvo en un mercado al aire libre, donde compré fruta fresca y media docena de diferentes zumos en envases de cartón. Luego me llevó a un motel y esperó hasta ver si me aceptaban. Ambos nos preguntábamos si lo harían, pero el dinero al contado parece tener más peso que un aspecto dudoso. Abrí el grifo de la bañera y di gracias por este bendito invento. Mientras se llenaba, reservé por teléfono un billete de avión para el día siguiente. Después pasé tres horas en la bañera, ordenando los detalles de mis últimos años y en especial de los últimos meses de mi vida.

Al día siguiente tomé un avión, con el rostro bien frotado, el cabello horrible pero limpio y caminando torpemente con las chancletas, que había tenido que cortar para que me cupieran los pies con sus nuevos cascos. ¡Pero olía maravillosamente! Había olvidado comprar ropa con bolsillos, así que llevaba el dinero metido dentro de la camisa.

La casera se alegró de yerme. Yo tenía razón: ella había dado la cara durante mi ausencia. No hubo nin¬gún problema; sencillamente debía unos meses de al¬quiler. El afable comerciante australiano que me había alquilado el televisor y el vídeo justo antes de que me fuera, no había enviado siquiera un aviso, ni había in-tentado recuperar su equipo. También él se alegró de yerme. Sabía que yo no me iría sin devolverle sus artí-culos y liquidar la cuenta. Mi proyecto seguía allí, aguardando que le prestara atención. Los participantes en el programa de salud estaban preocupados, pero bromearon y me preguntaron si había estado buscando un filón de ópalo en lugar de volver a la oficina.

Me enteré de que el propietario del jeep había acor¬dado con Outa que si él y yo no regresábamos, iría al desierto a buscar su vehículo y luego llamaría a la per¬sona que me había contratado. Fue él quien les dijo que yo me había ido de walkabout, lo que significaba desti¬no desconocido y atemporalidad de los viajes aboríge-nes. No habían tenido más remedio que aceptar mis ac¬ciones. Ningún otro podía completar mi proyecto, así que lo tenía allí, esperándome.

Llamé a mi hija. Se sintió emocionada al oír todo lo que me había ocurrido y confesó que en ningún mo-mento se había inquietado por mi desaparición. Estaba convencida de que si yo me hubiera encontrado en algún problema serio ella lo habría presentido. Abrí la correspondencia acumulada y me enteré de que el pa-riente encargado de tales menesteres me había excluido del habitual intercambio familiar navideño... No había excusa posible por no haberles enviado los regalos co¬rrespondientes.

Conseguí que mis pies aceptaran de nuevo medias y zapatos tras largo tiempo de tenerlos en remojo, utilizar piedra pómez y aplicarme pomada. Incluso llegué a uti¬lizar un cuchillo eléctrico para cortar la mayor parte del tejido muerto. Descubrí que me sentía agradecida por los más extraños objetos, como la maquinilla con que me afeité el vello de las axilas, el colchón en el que apo¬yaba la cabeza o un rollo de papel higiénico. Intenté una y otra vez hablar a la gente de la tribu que había lle¬gado a amar. Intenté explicarles su modo de vida, su sis¬tema de valores y la mayor parte de su preocupado mensaje sobre el planeta. Cada vez que leía algo nuevo en los periódicos sobre la gravedad del daño producido en el medio ambiente y las predicciones sobre la posibi¬lidad de que las más frondosas selvas acabaran carboni¬zadas, sabía que era cierto; la tribu de los Auténticos debía partir. Apenas podían sobrevivir con los alimen¬tos que les habían dejado, por no hablar de los efectos de futuras radiaciones. Tenían razón cuando afirmaban que los humanos no producen oxígeno; ésta es tarea re¬servada a árboles y plantas. En palabras suyas, «estamos destruyendo el alma de la Tierra». Nuestra avidez por la tecnología ha puesto al descubierto una profunda ig¬norancia que es una seria amenaza para toda la vida, una ignorancia que sólo el respeto por la naturaleza puede remediar. La tribu de los Auténticos se ha gana¬do el derecho a no preservar su raza en este planeta su¬perpoblado. Desde el principio de los tiempos han sido gentes sinceras, honestas y pacificas, que no han duda¬do jamás de su relación con el universo.

No conseguía comprender por qué ninguna de las personas con las que hablaba mostraba interés por los va¬lores de los Auténticos. Me di cuenta entonces de que veían una amenaza en comprender lo desconocido, en aceptar lo que parece diferente. Pero yo intenté expli¬carles que tal vez nuestra conciencia se ensancharía, que quizá solucionaría nuestros problemas sociales, y que tal vez incluso podría curar nuestras enferme¬dades. Fue como hablar a la pared. Los australianos se pusieron a la defensiva. Tampoco Geoff, que había insi¬nuado incluso la posibilidad de casarnos, quiso aceptar que de los aborígenes pudiera surgir la sabiduría. Me dio a entender que le parecía fantástico que yo hubiera experimentado una aventura en la vida y que esperaba que por fin sentara la cabeza y aceptara el papel que se esperaba de una mujer. Cuando terminó mi proyecto sanitario abandoné Australia sin haber transmitido mi experiencia con los Auténticos.

Parecía que la siguiente etapa de mi viaje vital esca¬paba a mi control, pero en realidad estaba siendo dirigi-do por el más alto nivel de poder.

De vuelta a Estados Unidos, el hombre que se senta¬ba a mi lado en el reactor entabló conversación. Era un hombre de negocios de mediana edad, con uno de esos vientres abultados que parecen a punto de estallar. Char¬lamos sobre temas diversos y finalmente sobre los aborí¬genes australianos. Le conté mi experiencia en el Out¬back. Él me escuchó atentamente, pero sus comentarios finales parecieron resumir la reacción que ya antes había obtenido de otras personas. Dijo: «Bueno, nadie sabía que esa gente existía, y si ahora se van, bueno, ¿y qué? Francamente, no creo que a nadie le importe un comino. Además —añadió—, son sus ideas contra las nuestras, ¿y va a estar equivocada toda una sociedad?»

Durante varias semanas mis pensamientos sobre los maravillosos Auténticos permanecieron envueltos en papel de regalo y sellados en mi corazón. Aquella gente había afectado mi vida con tanta intensidad que temía hablar, porque preveía una reacción negativa y me pare¬cía que era como echarle miel a los cerdos. Pero poco a poco empecé a notar que mis viejos amigos tenían un auténtico interés. Algunos me pidieron que contara mí increíble experiencia a grupos de gente. La respuesta fue siempre la misma: oyentes extasiados, personas que comprendían que lo hecho no podía deshacerse, pero sí cambiarse.

Cierto, la tribu de los Auténticos desaparecerá, pero quedará su mensaje entre nosotros, a pesar de nuestros estilos de vida y actitudes cubiertos de salsas y glasea¬dos. No es que deseemos convencer a la tribu para que se quede, para que tengan más hijos. Eso no es asunto nuestro. Lo que debe importarnos es poner en práctica sus valores pacíficos y llenos de significado. Ahora sé que todos tenemos dos vidas: la que nos sirve para aprender y la que vivimos según ese aprendizaje. Ha llegado la hora de escuchar los asustados lamentos de nuestros hermanos y hermanas y de la propia tierra do¬lorida. Tal vez el futuro del mundo se halle en mejores manos sí nos olvidamos de descubrir cosas nuevas y nos concentramos en recuperar nuestro pasado.

La tribu no critica nuestros modernos inventos. Ellos honran el hecho de que la existencia humana sea una experiencia de expresividad, creatividad y aventura. Pero creen que, en su búsqueda de conocimientos, los Mutantes no deben olvidar la frase «Si es por el bien su¬premo de la vida en todas partes». Su esperanza es que nosotros sepamos reconsiderar el valor de nuestras po¬sesiones materiales y adaptarlas en consonancia. Tam¬bién creen que la humanidad está más cerca que nunca de experimentar el paraíso. Tenemos la tecnología para alimentar a todos los seres humanos del planeta y los conocimientos para proporcionar libertad de expresión, autoestima, cobijo y demás necesidades a todos los ha¬bitantes del planeta si así lo deseáramos.

Con el aliento y apoyo de mis hijos y amigos más íntimos, empecé a redactar mi experiencia en el Out¬back y también a dar charlas allá donde me invitaran, en organizaciones cívicas, prisiones, iglesias, escuelas, y otros lugares. Las reacciones fueron encontradas. El Ku Klux Klan me declaró enemiga; otro grupo de Idaho adepto a la supremacía blanca colocó mensajes racistas en todos los coches del aparcamiento en el lugar de mi charla. Unos cristianos ultraconservadores respondie¬ron a mis palabras afirmando que ellos creían que la nación del Outback era pagana y estaba condenada al infierno. Cuatro reporteros de un programa de investi-gación de la televisión australiana se presentaron en Es¬tados Unidos, se escondieron en un armario durante una de mis conferencias e intentaron desmentir todo lo que yo decía. Tenían la absoluta certeza de que ningún aborigen había escapado al censo para seguir viviendo en el desierto. Me llamaron impostora. Pero también se produjo un maravilloso equilibrio de fuerzas. Por cada comentario despectivo hubo otra persona ansiosa por saber más sobre la telepatía, sobre el modo de reempla¬zar las armas por ilusiones y por conocer más detallada¬mente los valores y técnicas que utilizan los Auténticos en su estilo de vida.

Hay gente que me pregunta hasta qué punto ha cambiado mi vida tras esta experiencia. Mi respuesta es: profundamente. Mi padre falleció cuando regresé a Es¬tados Unidos. Yo estuve junto a él, sosteniéndole la mano, amándole y apoyándole en su viaje. El día des¬pués del funeral le pedí a mi madrasta un recuerdo de mi padre, un gemelo de camisa, una corbata, un viejo sombrero, cualquier cosa. Ella se negó. «No hay nada para ti», me dijo. En lugar de reaccionar con acritud, como tal vez hubiera hecho en otro tiempo, respondí bendiciendo mentalmente el alma querida de mi padre y abandonando la casa de mis padres por última vez, orgullosa de mi propia existencia; miré hacia el cielo despejado y le guiñé un ojo a mi padre.

Ahora creo que no hubiera aprendido nada si mi madrastra me hubiera respondido afectuosamente: «Por supuesto. Esta casa está llena de las cosas de tus padres; coge algo que te sirva como recuerdo de tu padre.» Eso era lo que yo esperaba. Mi evolución se produjo cuan¬do me negaron lo que era mío por derecho y yo re¬conocí la dualidad. Los Auténticos me dijeron que el único modo de superar una prueba es realizarla. Ahora estoy en un momento de mi vida en el que soy capaz de hallar una oportunidad para superar una prueba espi¬ritual aunque la situación parezca muy negativa. He aprendido la diferencia entre observar lo que ocurre y juzgarlo. He aprendido que todo es una oportunidad para el enriquecimiento espiritual.

Recientemente alguien que había oído una de mis conferencias quiso presentarme a un hombre de Holly-wood. Era enero, en Missouri, una fría noche de nieve. Cenamos juntos y me pasé horas hablando mientras Roger y los demás invitados permanecían sentados co¬miendo y bebiéndose el café. A la mañana siguiente el hombre llamó para discutir la posibilidad de hacer una película.

—¿Adónde se fue anoche? —preguntó—. Estába¬mos pagando la cuenta, recogiendo los abrigos y despi-diéndonos, cuando alguien señaló que usted había desa¬parecido. Miramos fuera, pero se había desvanecido. Ni siquiera había huellas en la nieve.

—Sí —repliqué. La respuesta se formó en mí mente como una idea escrita en cemento húmedo—. Tengo la intención de hacer uso durante el resto de mi vida de los conocimientos que adquirí en el Outback. ¡De todo! ¡Incluso de la magia de la ilusión!



* * *



Yo, Burnam Burnam, aborigen australiano de la tri¬bu wurundjeri, declaro por la presente que he leído todas y cada una de las palabras del libro Las voces del desierto.

Éste es el primer libro en toda mi experiencia vital que he leído de un tirón. Lo he hecho con gran emoción y respeto. Es un clásico y no viola la confianza deposita¬da en la autora por nosotros, los Auténticos. Retrata en cambio nuestro sistema de valores e ideas esotéricas de modo que me hacen sentir extremadamente orgulloso de mi herencia.

Al contarle al mundo sus experiencias la autora ha rectificado un error histórico. En el siglo XVI, el explora¬dor holandés William Dampier escribió de nosotros que éramos «el pueblo más primitivo y despreciable sobre la faz de la Tierra». Las voces del desierto nos eleva a un plano más alto de la conciencia y nos convierte en los se¬res regios y majestuosos que en realidad somos.

Carta de BURNAM BURNAM,

anciano wurundjeri



FIN



* * *



Este libro fue digitalizado para distribución libre y gratuita a través de la red

utilizando el software (O.C.R.) “OmniPage Pro Versión 11” y un scanner “Acer S2W”

Digitalización: Gaviota - Revisión y Edición Electrónica de Hernán.

Rosario - Argentina

13 de Noviembre 2003 – 10:03

Las Voces del Desierto LIBERADA

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LIBERADA



Tras una buena escalada acampamos en un terreno elevado, a una altitud mucho mayor a la acostumbrada. El aire era fresco y vivificante y me dijeron que el océa¬no estaba cerca, aunque no se veía.

Era de mañana, muy temprano. Todavía no había salido el sol, pero muchos de mis compañeros se habían levantado ya. Prepararon una fogata matinal, raro acon¬tecimiento. Alcé la vista y vi al halcón posado en un ar-bol sobre mi cabeza.

Realizamos el acostumbrado ritual de cada mañana y luego Cisne Negro Real me cogió de la mano y me acercó más al fuego. Quta me dijo que el Anciano que¬ría expresar una bendición especial. Los demás se con-gregaron en derredor; yo me hallaba dentro de un círculo de brazos extendidos. Todos los ojos estaban ce-rrados y los rostros apuntaban hacia el cielo. Cisne Ne¬gro Real habló a las alturas. Quta me tradujo:

«Hola, Divina Unidad. Nos hallamos aquí ante ti con una Mutante. Hemos caminado con ella y sabemos que todavía conserva una chispa de tu perfección. Hemos influido en ella y la hemos cambiado, pero trans¬formar a un Mutante es una tarea muy difícil.

»Verás que su extraña piel pálida se está volviendo de un tono moreno más natural y que su pelo blanco crece y se aparta de su cabeza en el que ha enraizado un hermoso cabello oscuro. Pero no hemos podido alterar el extraño color de sus ojos.

»Hemos enseñado mucho a la Mutante y hemos aprendido de ella. Parece ser que los Mutantes tienen algo en su vida llamado salsa. Conocen la verdad, pero la entierran bajo el espesor y las especias de la con-veniencia, el materialismo, la inseguridad y el miedo. También tienen algo en sus vidas que llaman glaseado. Al parecer representa el modo en que malgastan casi toda su existencia en proyectos superficiales, artificiales, temporales, de agradable sabor y atractiva apariencia, pero dedican muy pocos segundos a desarrollar su ser eterno.

»Hemos elegido a esta Mutante y la liberamos, como un pájaro al borde del nido, para que se aleje volando, muy alto y muy lejos, y para que chille como la cucaburra, y le cuente a sus oyentes que nosotros nos vamos.

»No juzgamos a los Mutantes. Rezamos por ellos y los liberamos, al igual que rezamos y nos liberamos a nosotros mismos. Rezamos para que examinen deteni¬damente sus acciones y sus valores y para que aprendan antes de que sea demasiado tarde que toda la vida es una. Rezamos para que dejen de destruir la Tierra y de destruirse a sí mismos. Rezamos para que haya sufi¬cientes Mutantes a punto de convertirse en Auténticos que cambien las cosas.

»Rezamos para que el mundo Mutante escuche y acepte a nuestra mensajera.

»Fin del mensaje.»

Mujer Espíritu me acompañó un trecho y, cuando el sol empezaba a despuntar, señaló la ciudad que se ex-tendía ante nosotros. Había llegado la hora de regresar a la civilización. Su arrugado rostro moreno y sus pene¬trantes ojos negros miraron más allá del borde del risco. Habló entonces en su áspera lengua nativa, sin dejar de señalar la ciudad, y yo comprendí que aquélla sería una mañana de liberación, que la tribu me liberaba, que mis maestros me dejaban marchar. ¿Hasta qué punto había aprendido sus lecciones? Sólo el tiempo lo diría. ¿Lo re¬cordaría todo? Era extraño, pero me preocupaba más el mensaje que debía entregar que mi vuelta a la sociedad aussie.

Regresamos al grupo, y cada uno de los miembros de la tribu se despidió de mí. Intercambiamos lo que parece ser una forma universal de despedida entre ami¬gos verdaderos, un abrazo. Outa dijo: «Nada podíamos darte que tú no tuvieras ya, pero creemos que, aunque no pudiéramos darte nada, tú has aprendido a aceptar, a recibir y a tomar de nosotros. Ese es nuestro regalo.» Cisne Negro Real me cogió las manos. Me pareció que tenía lágrimas en los ojos. Recuerdo que yo sí las tenía. «Por favor, no pierdas jamás tus dos corazones, amiga mía —dijo, y Outa me tradujo sus palabras—. Viniste a nosotros con dos corazones abiertos. Ahora están llenos de comprensión y emoción tanto para nuestro mundo como para el tuyo. Tú también me has dado a mí el regalo de un segundo corazón. Ahora tengo cono¬cimientos y comprensión que van más allá de lo que hubiera podido imaginar. Aprecio tu amistad. Ve en paz, nuestros pensamientos están puestos en tu protección. »

Sus ojos parecieron iluminarse desde el interior cuando añadió con aire pensativo: «Volveremos a en-contrarnos, sin nuestros molestos cuerpos humanos.»

Las Voces del desierto BAUTISMO

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BAUTISMO



Tras la lluvia torrencial aparecieron flores como por ensalmo. El paisaje pasó de la nada estéril a una alfom-bra de color. Caminamos sobre flores, las comimos y nos pusimos guirnaldas por todo el cuerpo. Fue mara-villoso.

Nos acercábamos a una costa, dejando el desierto tras de nosotros. La vegetación era cada día más fron-dosa. Las plantas y los árboles eran más altos y nume¬rosos. La comida, más abundante. Había una nueva variedad de semillas, brotes, granos y frutos silvestres. Un hombre hizo una pequeña incisión en un árbol. Sostuvimos los nuevos pellejos de agua bajo la incisión y vimos cómo el agua caía directamente del árbol al re¬cipiente. Tuvimos la primera oportunidad de pescar. El aroma del pescado ahumado persiste aun en mi memo¬ria como un preciado recuerdo. Hallamos también hue¬vos en abundancia, tanto de reptiles como de aves.

Un día llegamos a orillas de un magnífico estanque.

No habían dejado de bromear durante todo el día, pro¬metiéndome una sorpresa especial, y sin duda lo fue. El agua era fría y profunda. El amplio estanque ocupaba una rocosa depresión fluvial rodeada de densos mato¬rrales, en una atmósfera selvática. Verdaderamente yo estaba muy entusiasmada, tal como imaginaban mis compañeros de viaje. El estanque parecía lo bastante grande para nadar, así que pedí permiso para hacerlo. Me dijeron que tuviera paciencia. El permiso me lo concederían o negarían los habitantes que gobernaban aquel territorio. La tribu realizó un ritual por el que so¬licitaban permiso para compartir el estanque. Mientras entonaban su cántico, la superficie del agua empezó a rizarse. La ondulación pareció iniciarse en el centro y moverse en dirección a la orilla opuesta a la que estába¬mos. Apareció entonces una larga cabeza plana, seguida por la rugosa piel de un cocodrilo, de cerca de dos me¬tros. Había olvidado los cocodrilos. Acudió otro a la llamada y entonces ambos salieron del agua y se aden¬traron reptando entre el follaje. Cuando me dijeron que podía nadar, mi entusiasmo original se había esfumado.

«¿Estáis seguros de que han salido todos?», pregun¬té mentalmente. ¿Cómo podían estar seguros de que sólo había dos? Me tranquilizaron sumergiendo una larga rama de árbol en el agua y tanteando. No hubo re-acción en las profundidades. Apostaron un centinela para vigilar el regreso de los cocodrilos y nos bañamos. Resultó refrescante chapotear en el agua y flotar; por primera vez en mucho tiempo noté la columna total¬mente relajada.

Por extraño que parezca, el hecho de que me su¬mergiera sin miedo en el estanque de los cocodrilos fue en cierto modo el símbolo de un nuevo bautismo en mí vida. No había descubierto una nueva religión, pero sí una nueva fe.

Reanudamos la marcha del día evitando acampar cerca del estanque. El segundo cocodrilo con el que tro-pezamos era mucho más pequeño, y por la manera en que apareció pensé que se convertiría en nuestra cena. Los Auténticos no suelen comer carne de cocodrilo. Con¬sideran que el comportamiento de este reptil es agresivo y taimado. La vibración de la carne comida puede mez¬clarse con las vibraciones personales, haciendo que a la persona le resulte más difícil seguir siendo pacífica. An¬tes habíamos cocinado unos huevos de cocodrilo, que tenían un sabor horrible. Sin embargo, cuando le pides al universo que te proporcione el alimento, no rechazas lo que te envía. Sencillamente, sabes que en el gran esce¬nario del mundo todo está en orden, así que sigues la corriente, tragas de golpe.

Mientras caminamos a lo largo de la corriente halla¬mos numerosas culebras de agua. Las mantuvieron con vida para disponer de alimentos frescos a la hora de ce¬nar. Cuando acampamos observé que algunos sujetaban las serpientes con fuerza y se llevaban la siseante cabeza a la boca. Después las agarraron firmemente con los dientes y las retorcieron con un fuerte y súbito movi¬miento que les produjo la muerte instantánea e indolora en honor al propósito de la existencia de estas criaturas. Yo sabía que ellos creían firmemente en que la Divina Unidad no planeaba sufrimiento alguno para ningu¬na criatura viviente, excepto lo que la criatura aceptaba por sí misma, creencia que se aplica tanto a la huma¬nidad como a los animales. Mientras se ahumaban las serpientes, me senté sonriente pensando en un viejo amigo, el doctor Carl Cleveland, y en los años que se había pasado insistiendo en la precisión de movimien¬tos cuando enseñaba a los alumnos a reducir luxaciones. Algún día, me dije, compartiría la actividad de ese mo¬mento con él.

«No debería existir sufrimiento para criatura alguna excepto el que ella acepte por sí misma.» Era una idea a considerar. Mujer Espíritu me explicó que cada alma in¬dividual en el más alto nivel de nuestra existencia puede elegir, y en ocasiones lo hace, un cuerpo imperfecto para nacer; a menudo llegan para enseñar e influir en las vidas con las que entra en contacto. Mujer Espíritu dijo que los miembros de la tribu que habían sido asesina-dos en el pasado habían elegido vivir plenamente antes del nacimiento, pero en algún momento de su vida tam¬bién habían elegido ser parte de una prueba esclarece¬dora para otra alma. Si los mataban era porque así lo habían aceptado a un nivel eterno, e indicaba tan sólo hasta qué punto comprendían lo que era «eternamen¬te». Esa muerte significaba que el asesino había fraca¬sado y que volvería a ser puesto a prueba en algún momento del futuro. Todas las enfermedades y los tras¬tornos, creen ellos, tienen alguna relación espiritual, y serían como las piedras por las que se cruza un río si los Mutantes quisieran abrirse y escuchar a sus cuerpos para enterarse de lo que está ocurriendo.

Esa noche, en un desierto negro y uniforme, oí al mundo que cobraba vida y me di cuenta de que por fin había superado mi miedo. Tal vez hubiera comenzado siendo una reticente alumna de ciudad, pero al cabo de mi viaje me parecía bueno haber tenido la experiencia en el Outback, donde sólo existe la tierra, el cielo y la vida antigua, donde están presentes las escamas, los col¬millos y las garras prehistóricas, dominados sin embar¬go por gentes intrépidas.

Sentí que por fin estaba preparada para enfrentarme con la vida que al parecer había elegido heredar.

Las Voces del Desierto ARREBATADA POR LAS AGUAS

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ARREBATADA POR LAS AGUAS



El terreno que teníamos por delante era accidentado a causa de la erosión. Barrancos de tres metros de pro-fundidad nos impedían caminar en línea recta. De repente el cielo se oscureció. Sobre nuestras cabezas pendían densas nubes de tormenta; ante nuestros ojos se desataban los elementos. Un rayo cayó en el suelo a unos metros de distancia. Le siguió un restallido ensor¬decedor. El cielo se convirtió en una cúpula de relám-pagos centelleantes. Todos echamos a correr para po¬nernos a cubierto. Aunque nos diseminamos en todas direcciones, nadie parecía encontrar un auténtico re¬fugio. El terreno en aquella parte del país era más bien árido. Había maleza y unos cuantos árboles resistentes, y la tierra era quebradiza.

Vimos que el viento empujaba el chaparrón y la lluvia oblicuamente hacia el suelo. Yo lo oí a lo lejos, como si fuera un tren acercándose con gran estrépito. La tierra tembló bajo mis pies. Unas gotas gigantescas cayeron de los cielos. Los relámpagos y el retumbar de los truenos bastaron para poner alerta mi sistema ner-vioso. Automáticamente eché mano a la tira de cuero que llevaba alrededor de la cintura. La usaba para suje¬tar el pellejo de agua y una dilli bag hecha de varano del desierto, que Mujer que Cura había llenado de diversas grasas, aceites y polvos. Me había explicado cuidado¬samente el origen de cada cosa y su finalidad, pero yo comprendí que para aprender y dominar sus métodos de curación en la práctica, tardaría al menos los seis años que costaba en Estados Unidos realizar la carrera de medicina, o especializarse en osteopatía o en quiro-práctica. Tanteé el nudo para asegurarme de que estaba bien sujeta.

A pesar del ruido y el ajetreo percibí algo más, oí algo muy potente, nuevo, un sonido agresivo con el que no estaba familiarizada. Outa me gritó: «¡Cógete a un árbol! ¡Sujétate bien fuerte a un árbol!» No había nin¬guno cerca. Miré hacia arriba y vi algo que rodaba por el desierto a lo lejos. Era alto, negro, de diez metros de anchura, y se acercaba a toda velocidad. Me lo encontré encima antes de que tuviera tiempo de razonar. Agua, un torbellino de agua embarrada y espumosa me cubrió la cabeza. Todo mi cuerpo se retorció y dio vueltas con la avalancha. Luché por respirar. Extendí las manos en busca de algo donde agarrarme, cualquier cosa. No sabía dónde era arriba y dónde abajo. Los oídos se me llena¬ron de un lodo espeso. Mi cuerpo daba tumbos y vol¬teretas en el aire. Me detuve cuando di de costado con algo sólido, muy sólido. Me quedé clavada, enmarañada en un arbusto. Estiré el cuello cuanto pude para tomar aire. Tenía los pulmones a punto de estallar. Tenía que respirar. No me quedaba alternativa aunque estuviera bajo el agua. Sentía un terror indescriptible. Parecía que habría de rendirme a fuerzas que no estaba a mi alcance comprender. Preparada para ahogarme, abrí la boca y recibí aire en lugar de agua. No podía abrir los ojos, tal era la cantidad de lodo sobre mi rostro. Noté el arbusto clavándose en mi costado a medida que el agua me obli¬gaba a doblarme cada vez mas.

Se fue con la misma rapidez con la que vino. La ola pasó, el agua de su estela disminuyó progresivamente. Noté que caían grandes gotarrones sobre mi piel. Volví el rostro hacia el cielo y dejé que la lluvia limpiara el ba¬rro de mis ojos. Intenté erguirme y noté que mí cuerpo caía levemente. Por fin intenté abrir los ojos. Miré a mi alrededor y vi que las piernas me colgaban a metro y medio del suelo. Me hallaba a medio camino de la pen¬diente de un barranco. Oí las voces de los otros. Yo no podía trepar hasta arriba, así que me dejé caer hasta el fondo. Las rodillas se llevaron la peor parte del gol¬pe. Una vez abajo, me levanté tambaleante. Pronto me di cuenta de que las voces procedían de la dirección opuesta, así que di media vuelta.

Pronto volvimos a estar todos juntos. No había ningún herido de gravedad. Las pieles para dormir habían desaparecido, así como mi cinto y su preciosa carga. Permanecimos de pie bajo la lluvia y dejamos que el lodo que rebozaba nuestros cuerpos regresara a la madre tierra. Uno tras otro mis compañeros de viaje se quitaron las ropas y así, desnudos, se dejaron lim¬piar la arena de pliegues y arrugas de la ropa. También yo me quité la mía. Había perdido la cinta de la cabeza durante el ballet acuático, así que me pasé los dedos por los enmarañados cabellos. Debía tener una pin¬ta cómica porque los otros vinieron a ayudarme. Al¬gunas de las prendas dejadas en el suelo habían reco¬gido el agua de lluvia. Me indicaron con gestos que me sentara, y cuando lo hice me echaron el agua sobre la cabeza y separaron los mechones de pelo con los dedos.

Volvimos a ponernos la ropa cuando paró de llover.

Una vez seca, nos limitamos a sacudirle la arena restan¬te. El aire cálido parecía absorber la humedad, dejándo¬me la piel como una tela extendida sobre un caballete. Fue entonces cuando me dijeron que cuando hace un calor riguroso la tribu prefiere no llevar ropas, pero ha¬bían creído que tal vez me resultara muy embarazoso, por lo que habían respetado mis costumbres como ges¬to de cortesía de los anfitriones hacia su huésped.

Lo más asombroso de todo aquel episodio fue lo poco que duró la tensión que había provocado. Lo ha-bíamos perdido todo, pero en un abrir y cerrar de ojos estábamos todos riendo. Yo admití que me sentía mejor, y hasta es posible que también tuviera mejor aspecto después de la pequeña inundación. La tormenta había despertado mi conciencia de la magnitud de la vida y mi pasión por ella. Aquel roce con la muerte había desar¬mado mi creencia en que la alegría o la desesperación eran fruto de cosas externas. Literalmente nos habían despojado de todo cuanto llevábamos excepto de los trapos con que nos cubríamos el cuerpo. Los pequeños regalos recibidos, que me hubiera llevado a Estados Unidos y legado a mis nietos, habían sido destruidos. Tenía ante mí una elección: reaccionar con lamentacio¬nes o con resignación. ¿Era un intercambio justo, mis únicas posesiones materiales a cambio de una lección inmediata sobre el desapego? Me dijeron que probable¬mente me hubieran permitido conservar los recuerdos barridos por el agua pero que, por la energía de la Divi¬na Unidad, al parecer seguía otorgándoles demasiada importancia. ¿Había aprendido por fin a valorar la ex¬periencia y no el objeto?

Esa noche cavaron un pequeño agujero en la tierra. En él encendieron fuego y colocaron varias piedras para que se calentaran. Cuando el fuego se extinguió y sólo quedaban las rocas, añadieron ramitas húmedas, luego gruesas raíces de plantas y finalmente hierba seca. Tapa¬ron el agujero con arena y aguardamos como si se tratase de pasteles metidos en el horno. Después de una hora aproximadamente, desenterramos aquel maravilloso ali¬mento y nos lo comimos agradecidos.

Antes de dormirme esa noche, sin la comodidad de una piel de dingo, me vino a la mente la conocida plega-ria de la serenidad: «Que Dios me conceda serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el va¬lor para cambiar las cosas que sí puedo, y la sabiduría para apreciar la diferencia.»

Las Voces del Desierto FELIZ NO CUMPLEAÑOS

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FELIZ NO CUMPLEAÑOS



Durante nuestro viaje se realizaron dos celebracio¬nes para honrar el talento de sendas personas. Todos los miembros de la tribu reciben este reconocimiento me¬diante una fiesta especial, pero no tiene nada que ver con la edad ni los cumpleaños; con ella se reconoce el carácter único de ese talento y su contribución a la vida. Según sus creencias, el paso del tiempo cumple el propósito de permitir a las personas que se vuelvan mejores, que expresen más y mejor su propio ser. Así pues, si eres mejor persona este año que el anterior, y sólo tú lo sabes con seguridad, debes ser tú quien con¬voque la fiesta. Cuando tú dices que estás preparado, todos lo aceptan.

Una de las celebraciones que presencié se dedicaba a una mujer cuyo talento o medicina en la vida era es-cuchar. Su nombre era Guardiana de los Secretos. Ella siempre estaba dispuesta a escuchar a quien fuera, sin importar sobre qué quisiera hablar, confesar o desaho¬garse, o qué peso deseara quitarse de encima. Conside-raba que las conversaciones eran privadas; en realidad no ofrecía consejos ni tampoco juzgaba. Sostenía la mano o la cabeza de la otra persona sobre su regazo y se limitaba a escuchar. A su modo parecía animar a la gente a hallar la solución por sí misma, a seguir los dic¬tados de su corazón.

Yo pensé en mis compatriotas, en la gran cantidad de jóvenes norteamericanos que no tienen la menor no-ción del sentido que deben dar a su vida, en las personas sin hogar que creen que no tienen nada que ofrecer a la sociedad, en los adictos a cualquier droga que quieren vivir en una realidad diferente a la única que hay. Sentí deseos de llevarles al desierto para que fueran testigos de lo poco que a veces se necesita para ser de provecho a la comunidad, y lo maravilloso que resulta conocer y experimentar el sentimiento de la propia valía.

Aquella mujer conocía sus puntos fuertes, como también los conocían los demás miembros de la tribu. En la fiesta participamos todos, Guardiana de los Secre¬tos sentada en un nivel ligeramente superior. Ella ha¬bía pedido que el universo proporcionara alimentos de brillante colorido, si era posible. Efectivamente, aquella tarde encontramos en nuestro camino plantas llenas de frutos.

Días antes habíamos visto caer un chaparrón a lo le¬jos y después hallamos docenas de renacuajos en pe-queños estanques de agua. Los renacuajos se colocaron sobre las rocas calientes, donde se secaron rápidamente para convertirse en una nueva forma de comida que ja¬más hubiera soñado. El menú de nuestra fiesta incluyó además una especie de criatura de desagradable aspecto que daba brincos por el fango.

En la fiesta tuvimos música. Yo enseñé a los Autén¬ticos un baile fronterizo de Texas, Cotton-Eyed loe, que adaptamos al ritmo de sus tambores, y pronto se oyeron grandes risas. Luego les expliqué que a los Mu¬tantes les gusta bailar en parejas y pedí a Cisne Negro Real que me acompañara. Enseguida aprendió los pasos de vals, pero no conseguimos producir el ritmo correc¬tamente. Yo empecé a tararear la melodía y animé a los demás a imitarme. Al poco rato todo el grupo tarareaba y bailaba el vals bajo el cielo de Australia. También les mostré el baile de figuras, en el que Outa se desenvolvió magníficamente como maestro de ceremonias. Esa no¬che decidieron que tal vez ya dominara el arte de curar en mi sociedad y deseara dedicarme a la música...

Fue la ocasión en que más cerca estuve de recibir un nombre aborigen. A mis compañeros de viaje les pa-recía que yo tenía más de un talento y estaban descu¬briendo que podía quererlos tanto a ellos como a su modo de vida sin dejar de ser leal al mío, así que me apodaron Dos Corazones.

En la fiesta de Guardiana de los Secretos, se fueron turnando para explicar el alivio que suponía tenerla a ella en la comunidad y lo valioso que era su trabajo para todo el mundo. Ella enrojeció, radiante pero humilde, y aceptó el elogio de un modo digno y regio.

Fue una gran noche. Antes de quedarme dormida, di las gracias al universo por un día tan memorable.

No hubiera aceptado marcharme con aquella gente sí me hubieran dado a elegir. No pediría renacuajo para comer si estuviera en un menu. Sin embargo, en aque¬llos momentos pensé en lo absurdas que han acabado siendo algunas de nuestras fiestas y en los maravillosos momentos que estaba disfrutando en el desierto.

Las Voces del Desierto LA PORTAVOZ

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LA PORTAVOZ




Al día siguiente me permitieron entrar en el espacio más protegido de aquel lugar subterráneo, por el que tenían la más alta consideración y en el que se centraron las discusiones previas sobre mi discutible acceso. Tu¬vimos que utilizar antorchas para iluminar la estancia cubierta de ópalo pulido. La luz del fuego que se re-flejaba en paredes, suelo y techo era tal vez el desplie¬gue más brillante de colores del arco iris que he visto en mi vida. Me sentí como si estuviera de pie dentro de un cristal en el que los colores danzaban por deba¬jo y por encima de mi, y me abrazaban por los lados. Allí era donde acudían de manera formal para comunicarse directamente con la Unidad en lo que nosotros podríamos llamar meditación. Me explicaron que la diferencia entre las plegarias de los Mutantes y la forma de comunicación de los Auténticos es que la plegaria consiste en hablarle al mundo espiritual, mientras que ellos hacen justamente lo contrario. Ellos escuchan. Bo¬rran la mente de pensamientos y esperan recibir. El razonamiento que siguen parece ser el siguiente: «No se puede oír la voz de la Unidad cuando se está ha¬blando. »


En esa cámara se han celebrado muchas ceremo¬nias de matrimonio y se han cambiado nombres oficial-mente. Con frecuencia es el lugar que desean visitar los miembros más ancianos cuando están a punto de morir. En el pasado, cuando esta raza era la única que habita¬ba el continente, los diferentes clanes tenían diversos métodos de enterramiento. Algunos enterraban a sus muertos envueltos a modo de momias y en tumbas ex¬cavadas en las laderas de las montañas. En otro tiempo Ayers Rock contenía muchos cuerpos, pero ahora, cla¬ro está, han desaparecido de allí. En realidad ellos no le concedían demasiado significado al cuerpo humano muerto, así que a menudo lo enterraban en un agujero poco profundo en la arena. Creen que el cuerpo, en últi¬mo término, debe regresar al suelo para reciclarse, como todos los elementos del universo. Algunos nativos pi¬den ahora que los abandonen sin cubrir en el desierto, convirtiéndose así en alimento para el reino animal que tan fielmente proporciona comida en el ciclo de la vida. La principal diferencia, según mi criterio, consiste en que los Auténticos saben adónde van cuando exhalan su último suspiro en este mundo, mientras que la ma¬yoría de los Mutantes lo ignoran. Si lo sabes, te marchas en paz y confiado, de lo contrario, es evidente que exis¬te un conflicto.


En la cámara opalina se practica asimismo una ense¬ñanza muy especial. Es el aula en que se enseña el arte de la invisibilidad. Antiguamente se decía que la raza aborigen se desvanece en el aire cuando topa con el pe-ligro. Muchos de los nativos urbanos dicen que ha sido siempre un bulo y que su gente nunca ha sido capaz de realizar acciones sobrehumanas, pero están equivoca¬dos. En el desierto se practica el arte de la ilusión con maestría. Los Auténticos saben crear también la ilusión de la multiplicación, por la que una persona sola aparenta ser diez o cincuenta. Se utiliza para sobrevivir en lugar de las armas, aprovechándose del miedo típico de otras razas. No necesitan de lanzas, sencillamente crean una ilusión colectiva y los individuos que huyen despa¬voridos, llenos de miedo, cuentan después historias de demonios y brujería.


Apenas permanecimos unos días en el lugar sagra¬do, pero antes de partir se celebró una ceremonia en la cámara sagrada para convertirme en su portavoz y reali¬zaron un ritual para asegurarme la protección futura. Iniciaron el ritual ungiendo mi cabeza. Sobre la frente me colocaron un aro hecho de piel de koala retorcida de color gris plateado, con un ópalo pulido y engarzado en resma en el centro. Me pegaron plumas por todo el cuerpo, incluido el rostro. Todo el mundo llevaba atuendos de plumas. Fue una celebración maravillosa en la que utilizaron carillones de viento accionados me¬diante abanicos hechos de plumas y cañas. El sonido que producían era tan asombroso como el de los órga¬nos que he oído en las mejores catedrales del mundo. También usaron caramillos de arcilla y un corto instru¬mento de madera que sonaba de un modo muy similar a nuestras flautas.


Yo sabía que había sido plenamente aceptada. Había pasado las pruebas que me habían impuesto, aunque al principio no sabía que me estuvieran probando ni co¬nocía su propósito. Me emocioné intensamente cuando me hallé en el centro de su círculo, objeto de sus cán¬ticos y escuchando los antiguos y puros sonidos de su música.


A la mañana siguiente sólo una parte del grupo ori¬ginal abandonó el lugar sagrado para seguir viaje con-migo. ¿Hacia dónde? Lo ignoraba.


Las Voces del Desierto ARCHIVOS PARA LA HISTORIA

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ARCHIVOS PARA LA HISTORIA



A la mañana siguiente me permitieron ver el pasaje que ellos llaman Cómputo del Tiempo. Mediante un dispositivo de piedra, han conseguido que el sol atravie¬se un conducto. Sólo hay un instante en todo el año en que el sol brilla de un modo directo y preciso. Cuando lo hace, saben que ha transcurrido un año entero desde la última vez en que ocurrió. En ese momento se hace una gran celebración en honor de la Guardiana del Tiempo y de la Guardiana de la Memoria. Las dos mu¬jeres se encargan del ritual de cada año, para el que pintan un mural de todas las actividades significativas durante las seis estaciones aborígenes transcurridas. Se enumeran todos los nacimientos y muertes por el día de la estación y el tiempo solar o lunar, así como por otras importantes observaciones. Yo conté más de cien¬to sesenta de estas inscripciones y pinturas. Así fue como determiné que el miembro más joven de la tribu tenía trece años y que había cuatro personas que pasa-ban de los noventa.

Yo no sabía que el gobierno australiano hubiera participado alguna vez en actividades nucleares hasta que lo vi indicado en el muro de la cueva. Probable¬mente el gobierno no tenía ni idea de que hubiera seres humanos cerca del lugar de las pruebas. También tenían registrado en la pared el bombardeo de los japoneses sobre Darwin. Sin usar lápiz ni papel, Guardiana de la Memoria conocía los acontecimientos más importantes en la secuencia correcta en que debían ser recordados. Cuando Guardiana del Tiempo describió su responsa¬bilidad de cincelar y pintar, su rostro expresó tal deleite que fue como mirar a los ojos de un niño que acabara de recibir un regalo ansiado. Ambas son mujeres de edad avanzada. Me asombró que nuestra cultura estu¬viera llena de ancianos desmemoriados, insensibles, inestables y seniles, mientras que allí, en el desierto, las personas se vuelven más sabias a medida que envejecen y se las valora por su aportación a las conversaciones. Son pilares de fortaleza y ejemplo para los demás.

Contando hacia atrás, hallé en la pared la talla que representaba el año de mi nacimiento. Allí, en la esta¬ción que reflejaba septiembre, en lo que sería nuestro vigésimo noveno día, al amanecer, habían registrado un nacimiento. Pregunté quién era. Me contestaron que se trataba de Cisne Negro Real, conocido después como el Anciano de la Tribu.

Seguramente no me quedé boquiabierta de asom¬bro, aunque no era para menos. ¿Qué probabilidades hay de conocer a alguien que haya nacido el mismo día, del mismo año, a la misma hora, en el extremo opues¬to del mundo, y de saberlo de antemano? Le dije a Outa que quería hablar en privado con Cisne Negro Real, y él así lo dispuso.

Años antes Cisne Negro se había enterado de que tenía un compañero espiritual que habitaba en una per-sonalidad nacida en la parte septentrional del mundo en la sociedad de los Mutantes. En su juventud, él había querido aventurarse en la sociedad australiana para bus¬car a esa persona, pero le advirtieron que debía cumplir el pacto de concederse cincuenta años al menos para de¬sarrollar los valores personales.

Comparamos nuestros nacimientos. Su vida empe¬zó cuando su madre, tras largos días de viaje solitario, llegó a un lugar concreto, cayó un agujero en la arena, lo forró con la suavísima piel de un raro koala albino y se puso encima en cuclillas. La mía empezó en un blan¬co y aséptico hospital de Iowa después de que también mi madre viajara muchos kilómetros desde Chicago para ir a un lugar concreto de su elección. El padre de Cisne Negro se hallaba de viaje a kilómetros de distan¬cia cuando él nació. También el mío. En su vida y hasta aquel momento, había cambiado de nombre varias ve¬ces. También yo. Me contó las circunstancias de cada cambio. El raro koala blanco que había aparecido en el camino de su madre indicaba que el espíritu del niño que llevaba en sus entrañas estaba destinado al lideraz¬go. Personalmente había experimentado la afinidad con el cisne negro y luego había combinado el cisne con el término de distinción en su mundo, que habían traduci-do como Real para mí. A mi vez le hablé de las circuns¬tancias de mis cambios de nombre.

En realidad no importaba si nuestra conexión era mito o hecho. Se convirtió en una asociación real en ese mismo instante. Tuvimos muchas charlas intimas.

La mayor parte de lo que hablamos fue personal y no sería apropiado para este manuscrito, pero compar¬tiré con ustedes lo que a mi parecer fue su más profun¬da declaración.

Cisne Negro Real me contó que en este mundo de personalidades hay siempre una dualidad. Yo lo había interpretado como el bien frente al mal, esclavitud fren¬te a libertad, resignación frente a inconformismo. Pero no era ése el caso. No es blanco o negro; siempre son tonos grises. Y lo que es más importante, todo el gris se mueve progresivamente de vuelta hacia el creador. Yo bromeé sobre nuestra edad y le dije que necesitaría otros cincuenta años para comprenderlo.

Más tarde, ese mismo día, en el pasaje del Cómputo del Tiempo, aprendería que los aborígenes son los inventores de la pintura con pulverizador. De acuerdo con su honda preocupación por el medio ambiente, ellos no utilizan productos químicos tóxicos; se han ne¬gado a cambiar con los tiempos, así que sus métodos de hoy son los mismos que en el año 1000. Pintaron una zona de la pared de un intenso tono rojo con los dedos y un pincel de pelo animal. Unas horas después, cuando ya se había secado, me explicaron cómo debía mezclar pintura blanca con arcilla cretácea, agua y aceite de la¬garto. Preparamos la mezcla sobre un trozo de corteza aplanada. Cuando conseguimos la consistencia adecua¬da, doblaron la corteza hasta convertirla en un embudo y yo me metí la pintura en la boca. Tuve una extraña sensación en la lengua, pero apenas noté sabor. A conti¬nuación coloqué la mano sobre la pared roja y empecé a escupir la pintura alrededor de mis dedos. Finalmente levanté la mano salpicada y dejé la marca de la Mutante sobre la pared sagrada. No habría recibido más alto ho¬nor aunque hubieran colocado un vaciado en yeso de mí rostro en el techo de la Capilla Sixtina.

Me pasé un día entero estudiando los datos de la pared: quién gobernaba en Inglaterra, el momento en que se introdujo el cambio de moneda, la primera vez que habían visto un coche, un avión, el primer reactor, los satélites que sobrevolaban Australia, los eclipses, incluso lo que parecía un platillo volante con unos Mutantes que tenían un aspecto más mutante que yo... Algunas de las cosas que me contaron las habían pre¬senciado los anteriores guardianes del tiempo y de la memoria, pero los observadores enviados a las áreas ci¬vilizadas habían sido los transmisores de otros aconte¬cimientos.

Antes solían enviar a los jóvenes, pero se dieron cuenta de que era una tarea demasiado dura para ellos. Los jóvenes se dejaban impresionar fácilmente por la promesa de ser dueños de una furgoneta de reparto, co¬mer helados cada día y tener acceso a todas las mara¬villas del mundo industrializado. Los adultos eran más maduros y reconocían la atracción de aquel imán, pero no sucumbían a él. Sin embargo, jamás se retenía a nadie en la familia tribal contra su voluntad; perió¬dicamente regresaba uno de sus miembros perdidos. A Quta lo habían separado de su madre al nacer, una práctica común y legal en el pasado. Para convertir a los paganos y salvar sus almas, se internaba a los niños abo¬rígenes en instituciones y se les prohibía aprender sus diferentes lenguas nativas y practicar sus ritos sagra¬dos. Outa permaneció retenido en la ciudad durante dieciséis años hasta que decidió huir en busca de sus raíces.

Todos reimos cuando Outa nos contó las situacio¬nes creadas por el gobierno, que entregaba viviendas a los aborígenes. Éstos dormían en el jardín y utilizaban la casa como almacén. Conocí entonces lo que ellos consideran un regalo. Según mis compañeros de la tri¬bu, un regalo sólo es un regalo cuando le das a una per-sona lo que ella desea, y deja de serlo cuando das lo que tú deseas que tenga. Un regalo no obliga a nada. Se da sin condiciones. Las personas que lo reciben tienen de¬recho a hacer con él lo que quieran: usarlo, destruirlo, regalarlo, lo que sea. Es suyo, sin condiciones, y el que lo da no espera nada a cambio. Si no se corresponde con estos criterios, no es un regalo y debería clasificarse de alguna otra manera. Tuve que admitir que los regalos del gobierno, y desgraciadamente la mayoría de las co¬sas que en mí sociedad se considerarían regalos, se ve¬rían de un modo diferente en la tribu. Pero también recordaba a algunas personas de mi país que hacían re¬galos constantemente y ni siquiera eran conscientes de ello. Son personas que te ofrecen palabras de aliento, que comparten sus anécdotas contigo, que ofrecen a los demás un hombro en el que apoyarse o que, simple¬mente, son amigos que no te fallan jamás.

La sabiduría de mis compañeros de viaje era una fuente constante de asombro para mi. De ser ellos los dirigentes del mundo, qué diferentes serian nuestras re¬laciones...

Las Voces del Desierto LA REVELACIÓN DEL TIEMPO DE ENSUEÑO

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LA REVELACIÓN DEL TIEMPO DE ENSUEÑO


En el interior había una estancia enorme de roca só¬lida de la que partían varios túneles en distintas direc-ciones. Unas vistosas banderas adornaban las paredes, y había estatuas que sobresalían en repisas naturales de la roca. Lo que vi en el rincón me hizo dudar de mi cor¬dura. ¡Era un jardín! Las rocas de la cima de la colina se habían dispuesto de forma que dejaran entrar la luz del sol y oí claramente el sonido del agua goteando sobre roca. El agua subterránea se canalizaba a través de una depresión en la roca y no dejó de correr mientras per¬manecimos allí. Era una atmósfera abierta, sencilla pero perdurable.

Ésa fue la única vez que vi a los miembros de la tri¬bu declarar lo que yo llamaría posesiones personales. En la cueva guardaban sus objetos ceremoniales, así como equipos más trabajados para dormir, con muchas pieles apiladas para disponer de lechos más cómodos. Reconocí las pezuñas de camello convertidas en herra¬mientas para cortar. Vi una habitación a la que yo llamo el museo. Allí guardaban las reservas de cosas acumula¬ das a lo largo de los años por los exploradores que vol¬vían de las ciudades. Había recortes de revistas con fo¬tos de televisores, ordenadores, automóviles, tanques, lanzadoras de cohetes, máquinas tragaperras, edificios famosos, razas diferentes, y todo tipo de platos en bri¬llantes colores. También tenían objetos como gafas de sol, una maquinilla de afeitar, un cinturón, una crema¬llera, imperdibles, alicates, un termómetro, pilas, varios lápices y bolígrafos, y unos cuantos libros.

Otra sección estaba dedicada a la confección de ropa. Tienen un comercio de lana y otras fibras con tri¬bus vecinas y algunas veces hacen cobertores con corte¬za de árbol. Ocasionalmente también hacen cuerdas. Observé a un hombre sentado, que cogía varias fibras con la mano y parecía enrollarlas sobre el muslo. Luego siguió retorciéndolas mientras iba añadiendo nuevas fibras hasta que consiguió un único y largo hilo. En-tretejiendo varios de estos hilos se hacían cuerdas de diferente grosor. También entretejen los cabellos para realizar múltiples objetos. En aquel momento no com¬prendí que aquellas personas se cubrían el cuerpo por¬que sabían que, a mi edad, me sería muy difícil, quizás imposible, llevar una vida normal sin ropas.

El día estuvo lleno de sorpresas. Outa me daba las explicaciones mientras explorábamos. En algunas zonas más hacia el interior se necesitaban antorchas, pero el área principal tenía un techo rocoso que podía modifi-carse desde el exterior para permitir que entrara una luz tenue o toda la fuerza del sol. La cueva de la tribu de los Auténticos no es un lugar de adoración. De hecho, sus vidas son en todo momento actos de adoración. Utili¬zan aquel lugar absolutamente sagrado para llevar un registro de la historia y para enseñar la Verdad, para preservar sus valores. Es el refugio donde se protegen de las ideas Mutantes.

Cuando regresamos a la cámara principal, Outa co¬gió las estatuas de madera y piedra y me las mostró para que las examinara más de cerca. Las amplias ventanas de su nariz se ensancharon al explicarme que los tocados denotaban la personalidad de cada estatua. Un tocado corto representaba las ideas, la memoria, la toma de de¬cisiones, la conciencia física de los sentidos corporales, placeres y dolores, todo lo que yo relacionaba con la mente consciente y subconsciente. El tocado alto repre¬sentaba la parte creativa de la personalidad, el modo en que explotamos los conocimientos e inventamos obje¬tos que aún no existen, tenemos experiencias que pue¬den o no ser reales y captamos la sabiduría aprendida por todas las criaturas y los seres humanos que han exis¬tido a lo largo del tiempo. La gente busca información, pero no parece darse cuenta de que también la sabiduría necesita expresarse. El tocado alto representaba también nuestro auténtico yo perfecto, la parte eterna de cada uno de nosotros a la que podemos recurrir cuando nece¬sitamos saber si una acción que queremos emprender será por nuestro supremo bien. También había un tercer tocado que enmarcaba el rostro tallado y caía por detrás hasta tocar el suelo. Éste representaba el vínculo de to¬dos los aspectos: físico, emocional y espiritual.

La mayoría de las estatuas eran increíblemente deta¬lladas, pero me sorprendió ver una que no tenía pupilas en los ojos. Parecía un símbolo ciego, sin vista. «Voso¬tros creéis que la Divina Unidad ve y juzga a las perso-nas —explicó Outa—. Nosotros creemos que la Divina Unidad siente la intención y la emoción de los seres, que no está tan interesada en lo que hacemos como en el modo de hacerlo.»

Aquélla fue la noche más significativa de todo el via¬je. Fue entonces cuando comprendí por qué estaba allí y que se esperaba de mi.

Se realizó una ceremonia. Yo contemplé a los artis¬tas que preparaban pintura blanca con arcilla de pipas: dos tonos de rojo ocre y uno de amarillo limón. Hace¬dor de Herramientas hizo pinceles con trozos de corte¬za de unos quince centímetros de largo, mascados y deshilachados con los dientes. Otros pintaron comple¬jos dibujos y figuras de animales. A mí me pusieron un atuendo de plumas, algunas del pálido color vainilla del emú; tenía que imitar a la cucaburra. Mi parte de la pie¬za ceremonial consistiría en representar al pájaro como mensajero que vuela hasta los confines del mundo. La cucaburra es un hermoso pájaro, pero hace un sonido estridente que a menudo se compara con el rebuzno de un burro. La cucaburra tiene un fuerte instinto de su-pervivencia. Es un pájaro grande y parecía apropiado para mí.

Después de bailar y cantar, formamos un pequeño círculo. Éramos nueve: el Anciano, Outa, Hombre Me-dicina, Mujer que Cura, Guardiana del Tiempo, Guar¬diana de la Memoria, Pacificador, Amigo de los Pájaros yyo.

El Anciano se sentó justo delante de mí, con las piernas dobladas a modo de cojín; se inclinó hacia delante para mirarme a los ojos. Alguien de fuera del círculo le tendió una copa de piedra llena de líquido. Él bebió. Su mirada penetró en lo más profundo de mi co¬razón y no se apartó cuando pasó la copa hacia su dere¬cha. Habló así:

«Nosotros, la tribu de los Auténticos Hombres de la Divina Unidad, vamos a abandonar el planeta Tierra. En el tiempo que nos resta hemos decidido vivir el más alto nivel de vida espiritual: el celibato, un modo de de-mostrar la disciplina física. No tendremos más hijos. Cuando muera el más joven de nosotros, él será el últi¬mo de la raza humana pura.

»Somos seres eternos. Hay muchos lugares en el universo en el que las almas que nos han de seguir to-marán forma corporal. Nosotros somos los descendien¬tes directos de los primeros seres. Hemos pasado la prueba de la supervivencia desde el principio de los tiempos, manteniéndonos leales a los valores y leyes originales. Es nuestra conciencia colectiva lo que ha mantenido la tierra unida. Ahora hemos recibido per¬miso para marcharnos. Los humanos de este mundo han cambiado y han alejado una parte del alma de la Tierra. Nosotros vamos a unirnos con ella en el cielo.

»Tú has sido elegida como mensajera mutante para decirles a los tuyos que nos vamos. Os dejamos la Madre Tierra a vosotros. Rezamos para que acabéis compren¬diendo lo que vuestro modo de vida le está haciendo al agua, a los animales, al aire y a vosotros mismos. Re¬zamos para que acabéis encontrando la solución a vues¬tros problemas sin destruir este mundo. Hay Mutantes que están a punto de recuperar el espíritu individual de su auténtica existencia. Con el esfuerzo necesario aún hay tiempo para evitar la destrucción del planeta, pero nosotros ya no podemos ayudaros. Nuestro tiempo se ha acabado. Han cambiado las lluvias, el calor ha aumentado, y hemos visto disminuir la reproducción de plantas y animales durante años. Ya no podemos pro¬porcionar formas humanas para que las habiten los espíritus, porque pronto no habrá agua ni comida en el desierto.»

Mi mente era un torbellino de pensamientos. Por fin lo comprendía todo. Al cabo de tanto tiempo se ha¬bían abierto a una extraña porque necesitaban una men¬sajera. Pero ¿por qué yo?

La copa de líquido había llegado a mis manos. Tomé un sorbo. Tenía un sabor que quemaba, como de vinagre mezclado con whisky puro. Lo pasé hacia mí derecha.

El Anciano continuó: «Ha llegado el momento de que descanses el cuerpo y la mente. Duerme, hermana, mañana volveremos a hablar.»

El fuego se había consumido y no quedaban más que los rescoldos de rojo resplandeciente. El calor se elevaba para abandonar la cueva a través de las abertu¬ras del techo rocoso. No podía dormir. Hice un gesto a Pacificador indicándole si podíamos hablar. Él contestó afirmativamente. Outa también aceptó, así que los tres iniciamos una profunda y compleja conversación.

Pacificador, con un rostro tan erosionado como la tierra por la que habíamos viajado, me dijo que en el principio de los tiempos, en lo que ellos llaman «el tiempo de ensueño», la Tierra toda estaba unida. La Di¬vina Unidad creó la luz, el primer amanecer rasgó la os¬curidad eterna y total. El vacío se usó para colocar mu¬chos discos que giraban en los cielos. Nuestro planeta, plano y sin accidentes, era uno de ellos. No había ni un solo lugar donde refugiarse, su superficie estaba desnu¬da. Todo era silencio. No había una sola flor que se inclinara al viento, ni siquiera corría la brisa. No había pájaro ni sonido alguno que penetrara el vacío. Enton¬ces la Divina Unidad extendió el conocimiento a todos los discos, dándole diferentes cosas a cada uno. La con-ciencia fue lo primero. De ésta surgió el agua, la atmós¬fera y la tierra. Se introdujeron todas las formas de vida temporales. «Mi gente cree que a los Mutantes les cues¬ta definir lo que vosotros llamáis Dios porque son fa-náticos de la forma. Para nosotros, la Unidad no tiene tamaño, forma ni peso. La Unidad es esencia, creativi-dad, pureza, amor, energía ilimitada e infinita.»

Muchas de las historias tribales se refieren a una Serpiente Arco Iris que representa la sinuosa línea de la energía o conciencia que comienza como una paz total, cambia de vibración, y se convierte en sonido, color y forma.

Yo percibí que no era la conciencia de estar despier¬to o inconsciente lo que intentaba explicar Outa, sino más bien una especie de conciencia creadora. Esta con¬ciencia lo es todo. Existe en las rocas, plantas, animales y en la humanidad. Los seres humanos fueron creados, pero el cuerpo humano sólo alberga nuestra parte eter¬na. Otros seres eternos habitan en otros lugares por todo el universo. Es creencia de la tribu que la Divina Unidad creó primero a la mujer, y que el mundo surgió cantando. La Divina Unidad no es una persona. Es Dios, un poder supremo, totalmente positivo y lleno de amor, y creó el mundo mediante la expansión de su energía.

Ellos creen que los humanos están hechos a ima¬gen de Dios, pero no de su imagen física, ya que Dios no tiene cuerpo. Las almas fueron hechas a imagen y semejanza de la Divina Unidad, lo que significa que son capaces de una paz y un amor puros, y tienen la capacidad de crear y cuidar muchas cosas. Nos fue con-cedido el libre albedrío y este planeta como un lugar de aprendizaje de las emociones, que son incompara-blemente intensas cuando el alma adquiere forma hu¬mana.

El tiempo de ensueño se divide en tres partes, según me dijeron. Era el tiempo antes del tiempo; también existía el tiempo de ensueño cuando apareció la Tierra, pero aún no tenía carácter. Los primeros hombres, que experimentaban con emociones y acciones, descubrie¬ron que eran libres de enfadarse cuando quisieran, que podían buscar cosas o situaciones que provocaran su enfado. Pero preocupación, avaricia, luj una, mentiras y poder no eran sentimientos y emociones que uno debiera desarrollar y, para demostrarlo, los primeros hombres desaparecieron y en su lugar surgió una masa de rocas, una cascada, un risco o lo que fuera. Estas co¬sas existen aún en el mundo y son motivo de reflexión para cualquiera que tenga la sabiduría de aprender de ellas. Es la conciencia la que ha formado la realidad. La tercera parte del tiempo de ensueño es el presente.

La ensoñación perdura; la conciencia sigue creando nuestro mundo.

Ésta es una de las razones por las que no creen que la tierra estuviera destinada a ser propiedad de alguien. La tierra pertenece a todas las cosas. Compartir, esta¬blecer acuerdos, es el único método realmente humano. La posesión es el extremo de la exclusión de los demás por una inmoderada satisfacción propia. Antes de que llegaran los británicos, nadie en Australia carecía de tierra.

La tribu cree que los primeros humanos de la Tierra aparecieron en Australia cuando todas las tierras eran una sola. Los científicos llaman Pangea a la masa única de tierra que existió hace unos 180 millones de años y que acabó escindiéndose en dos. Laurasis contenía los continentes del norte y Gondwanaland se componía de Australia, la Antártida, la India, África y Sudamérica. La India y África se separaron hace sesenta y cinco mi-llones de años, dejando debajo a la Antártida y a Aus¬tralia, y Sudamérica en medio.

Según cuenta la tribu, en los albores de la humani¬dad los hombres empezaron a explorar y emprendieron walkabouts a lugares cada vez más lejanos. Se encon¬traron entonces con nuevas situaciones, y en lugar de confiar en principios básicos adoptaron emociones y acciones agresivas para sobrevivir. Cuanto más lejos viajaron, más cambió su sistema de creencias, más se al¬teraron sus valores y, al final, incluso su aspecto físico evolucionó hacia un color de piel más claro en zonas septentrionales más frías.

Ellos no discriminan por el color de la piel, pero creen que todos procedemos de un solo color y que acabaremos volviendo a él.

A los Mutantes los definen por unas características específicas. En primer lugar, los Mutantes ya no pueden vivir en un ambiente natural. La mayoría se muere sin saber qué se siente al estar desnudo bajo la lluvia. Cons-truyen casas con calor y frío artificiales y sufren insola¬ciones al aire libre con temperaturas normales.

En segundo lugar, los Mutantes ya no tienen el buen sistema digestivo de los Auténticos. Tienen que pulverizar, emulsionar, cocinar y conservar los alimen¬tos. Comen más cosas artificiales que naturales. Han llegado incluso a padecer alergias provocadas por ali¬mentos naturales y el polen del aire. Algunas veces los Mutantes recién nacidos ni siquiera toleran la leche de su propia madre.

Los Mutantes tienen un juicio limitado porque mi¬den el tiempo en relación consigo mismos. No recono¬cen más tiempo que el presente, y por tanto destruyen sin la menor consideración por el futuro.

Pero la gran diferencia entre los humanos de ahora y el modo en que fueron originalmente es que los Mu-tantes tienen un foco de miedo. Los Auténticos no tie¬nen miedo. Los Mutantes amenazan a sus hijos. Nece-sitan policías y prisiones. También la seguridad del gobierno se basa en la amenaza de las armas sobre otros países. Para la tribu el miedo es una emoción del reino animal, donde desempeña un importante papel para la supervivencia. Pero si los humanos conocen la Divina Unidad y comprenden que el universo no es un aconte-cimiento fortuito sino un plan en desarrollo, nada pue¬den temer. O bien tienes fe o bien tienes miedo, pero lo que no puedes tener es ambas cosas a la vez. Ellos creen que las cosas generan miedo. Cuantas más cosas tienes, más tienes que temer. Al final sólo vives para tener cosas.

Los Auténticos me explicaron lo absurdo que a ellos les parecía que los misioneros insistieran en ense¬ñar a sus hijos a juntar las manos y dedicar dos minutos a dar las gracias antes de las comidas. ¡Ellos se despier¬tan dando las gracias! Ellos no dan nunca nada por su¬puesto en todo el día. Si los misioneros tienen que ense¬ñar a los niños de su propia gente a dar las gracias, lo que es innato en todos los seres humanos, la tribu cree que deberían preocuparse seriamente por su sociedad. Tal vez sean ellos los que necesitan ayuda.

Tampoco entienden por qué los misioneros les prohíben las ofrendas a la tierra. Todo el mundo sabe que cuanto menos tomes de la tierra, menos habrás de devolverle. Los Auténticos no ven nada salvaje en pagar una deuda o mostrar gratitud a la tierra haciendo que unas cuantas gotas de tu propia sangre se derramen so-bre la arena. Creen además que se ha de honrar el deseo individual de una persona que quiera dejar de alimen-tarse y se siente al aire libre para poner fin a su existen¬cia terrena. No consideran que la muerte por enferme-dad o accidente sea natural. Después de todo, dicen, en realidad no se puede matar lo que es eterno. No puedes crearlo ni tampoco matarlo. Creen en el libre albedrío; el alma elige libremente venir; así pues, ¿ cómo pueden ser justas las leyes que dicen que el alma no puede vol¬ver a su casa? No es una decisión personal que se tome en esta realidad manifestada. Es un ser omnisciente quien toma la decisión a nivel eterno.

Creen también que el modo natural de abandonar la experiencia humana es ejercitando el libre albedrío. Ha-cia los 120 o 130 años de edad, cuando la persona se emociona pensando en volver a «la eternidad», y tras preguntarle a la Unidad si es por el bien supremo, con¬vocan una fiesta, una celebración de su vida.

Durante siglos, los Auténticos han practicado la costumbre de decir la misma frase a todos los recién na-cidos, de modo que cada persona oye exactamente las mismas primeras palabras humanas: «Te amamos y te apoyamos en el viaje.» En la celebración final, todo el mundo la abraza y repite esta frase otra vez. ¡Lo que oyen al llegar es lo que oyen al partir! Luego la persona que parte se sienta en la arena y cierra los sistemas cor¬porales. En menos de dos minutos ha muerto. No hay tristeza ni lamentos. Mis compañeros aceptaron ense¬ñarme su técnica para pasar del plano humano al plano invisible cuando estuviera preparada para la responsabi¬lidad de semejante conocimiento.

La palabra Mutante parece ser un estado del cora¬zón y de la mente, no es un color ni una persona. ¡Es una actitud! Es alguien que ha perdido o rechazado la antigua memoria y las verdades universales.

Al fin tuvimos que concluir nuestra conversación. Era muy tarde y todos estábamos exhaustos. La cueva, antes vacía, se había llenado de vida. Antes mi cerebro contenía años de educación, pero en ese momento pare¬cía una esponja para un conocimiento diferente y más importante. El modo de vida de la tribu era tan ajeno a mí, y tan profunda la capacidad de comprensión nece¬saria, que di las gracias cuando mi mente se cubrió de un barniz de pacífica inconsciencia.

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