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viernes, 7 de agosto de 2009

Los Órdenes del Amor método de Bert Hellinger

La terapia familiar sistémica según el método de Bert Hellinger


El amor es para muchas personas un valor absoluto: lo consideran la fuerza que mueve el mundo; el amor todo lo puede; con el amor basta.

¿De verdad, eso es todo?. Con esta pregunta no pretendemos negar o criticar el valor del amor. Pretendemos, más bien, mirar de qué manera esto sucede o, con otras palabras, qué condiciones se necesitan para que el amor fluya en toda su fuerza y potencialidad. Es lo que Bert Hellinger llama “los órdenes del amor”.

Una imagen puede ayudarnos. Un río es una corriente de agua que discurre por un cauce. Sin cauce, el agua se desparrama. Entonces puede resultar fecunda o destructiva. También el cauce puede obturarse, y entonces el agua deja de fluir y se estanca. El cauce es, simplemente, necesario para que el agua llegue a su destino.

Nacemos de unos padres. No hemos aterrizado desde la estratosfera por arte de magia. Nacer significa que no venimos a la vida desde la total autonomía, sino que venimos a la vida a partir de alguien. Es decir: nacemos vinculados. Toda forma de existencia tiene esta naturaleza vinculada.

Entre iguales, este vínculo supone un intercambio, un equilibrio entre lo que cada uno da al otro y cada uno toma del otro. Sin este intercambio equilibrado, el vínculo entre iguales no puede mantenerse.

Pero en el origen de la vida o de la existencia, el vínculo es de naturaleza desigual. Un río procede de una fuente, y no al contrario. No hay río que suministre agua a su propia fuente. También es verdad que el río puede, más adelante, suministrar su agua a otros ríos, los cuales se alimentarán de aquél. Parece una obviedad: el río fluye en una dirección, y no en la contraria.

Esto no significa que los hijos no amen a sus padres. Significa que, a diferencia del amor entre iguales, que consiste en el intercambio equilibrado del dar y el tomar a que hemos hecho referencia, el amor entre padres e hijos responde a otra dinámica: los padres dan, los hijos toman. Los padres son los grandes, los anteriores, la fuente: el flujo natural de su amor como padres es el de dar. Los hijos son los pequeños, los posteriores y, en consecuencia, toman.

Este equilibrio desigual se rompe cuando un hijo, por ejemplo, pretende ser más grande que sus padres. Bert Hellinger llama a esto “arrogancia”. El hijo dice a los padres: “soy mejor que vosotros, lo hago mejor que vosotros”. Ciertamente el río puede llegar lejos, y sin duda los padres se alegrarán de ello. La fuente se siente satisfecha de lo lejos que puede llegar el río. Pero esto no hace al hijo más grande que sus padres: continuará siendo tributario de ellos, en el sentido de que jamás podrá devolverles lo recibido, como el río no puede alimentar a su fuente. El amor consiste, entonces, en respetar su grandeza, tomar lo que recibe y mostrar gratitud.

El equilibrio también se rompe, por tanto, cuando el hijo se niega a tomar. El hijo dice a sus padres: “no quiero lo que me dais” o “no lo quiero a ese precio”. Sencillamente, esto no es posible. Tenemos aquí una especie de autosuficiencia, el río pretende que por él discurran otras aguas diferentes a las que recibe, como si pudiera decidir quién es a base de ignorar de dónde viene.

Estos órdenes del amor no son para nada preceptos morales. Son, sencillamente, condiciones básicas para que el amor fluya, para que el agua no se disperse o no se estanque. Quienes pretendan ignorar estas condiciones tendrán, con toda seguridad, importantes dificultades para experimentar el amor en su vida. Así de simple: nadie puede verdaderamente amar si primero no sabe recibir y agradecer.

Esto que decimos de padres e hijos tiene, como es natural, valor extensivo a las diferentes generaciones. En el seno de lo que Bert Hellinger llama “alma familiar”, todos tienen un lugar de dignidad y de respeto. Y todos quiere decir, exactamente, “todos”. Y significa algo muy preciso y de gran importancia en este ámbito de los órdenes del amor: el alma familiar no acepta exclusiones. Cuando alguien es excluido, el flujo del amor se resiente.

Hay muchas formas de excluir: ignorar, olvidar o marginar, son algunas de ellas. Pero también se excluye a alguien juzgándolo y condenándolo, o descalificándolo de muchas maneras: “la abuela fue una puta”; “el abuelo fue un borracho”; “tu tío estaba loco y nos hizo sufrir mucho”. No se trata aquí de perdonar nada, sino de comprender que nada de lo que alguien haga le puede privar de su derecho a la pertenencia. A veces la víctima se cree con el derecho a ser verdugo: esta actitud no sólo no arregla nada, sino que perturba aún más los órdenes del amor: alguien posterior asumirá un destino semejante al de la persona excluida. En este sentido, cualquier venganza, o arrogancia, o desorden, se convierte en una especie de boomerang. Alguien posterior sufrirá las consecuencias, y nadie encontrará explicación a su sufrimiento.

Estamos hablando de lo que Bert Hellinger llama “destino ciego” o “amor ciego”. Amor ciego es el del hijo que, para compensar la marginación que sufrió alguien anterior, asume, sin saberlo, su mismo destino. Amor ciego es el del hijo que, viendo que sus padres han sido infelices, no se permite a sí mismo ser feliz, como si al serlo se convirtiese en una especie de traidor. En este caso, aunque aquí no se trate de una exclusión, el hijo no toma de sus padres o pretende, con su infelicidad, ser digno de ellos o compensarles de alguna forma. Trabajo inútil: la ceguera la produce, en este caso, la idea de que se puede compensar una desgracia con otra desgracia, convirtiendo así en estéril el sufrimiento de los padres. No hay mejor manera de “purgar” la infelicidad de los que nos precedieron que llevar una vida feliz y fecunda.

A veces pensamos que la vida nos pertenece, o que podemos hacer con ella lo que queramos. Probablemente es más cierto lo contrario: nosotros somos los que pertenecemos a la vida que, querámoslo o no, tiene sus reglas, llenando de dicha a quien, humildemente, recoge todo de quienes le precedieron, reconoce a todos su lugar y se abre a intercambiar y a transmitir lo recibido. La pretensión de otra cosa solo acarrea, como atestiguan diversas tradiciones, la expulsión del Paraíso.


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